miércoles, 31 de julio de 2024

EL COLIBRÍ Y LA FLOR

 EL COLIBRÍ Y LA FLOR

 

En un rincón secreto del bosque, donde el sol juega a esconderse entre las hojas, vivía un colibrí de plumas iridiscentes que cantaban en colores. Su vuelo era un suspiro de color, una danza efímera entre los destellos del día, un susurro de arcoíris que trazaba poemas en el aire. Cada mañana, el colibrí despertaba con el primer rayo de luz, sus alas zumbando con el ansia de un nuevo amanecer.

 

Una flor solitaria crecía en el claro del bosque, sus pétalos de un rojo profundo, como si guardaran en su seno el ardor del sol. Era una flor que había aprendido a esperar, sus hojas abiertas al cielo, su fragancia flotando en el aire como un secreto ancestral. Soñaba con el momento en que el colibrí la encontraría, con la promesa de un encuentro que llenaría sus días de sentido.

 

El colibrí volaba entre las flores del bosque, su pico buscando el néctar escondido, su corazón palpitando con la urgencia de la vida. Pero, en el fondo de su ser, una inquietud lo guiaba, una atracción hacia un rincón aún no descubierto. Y así, un día, el colibrí siguió esa llamada interior, sus alas llevándolo a ese claro escondido.

 

Cuando el colibrí vio la flor, su vuelo se detuvo en el aire, como si el tiempo mismo se hubiera congelado. La flor, en su soledad, alzó sus pétalos con una bienvenida silenciosa. Era como si el destino los hubiera unido, dos almas que se encontraban en el vasto tapiz del universo.

 

El colibrí se posó con delicadeza en los pétalos de la flor, su pico rozando suavemente el corazón de fuego. La flor tembló bajo su toque, su esencia mezclándose con el aliento del colibrí. En ese instante, el bosque pareció contener el aliento, las hojas inmóviles, los sonidos apagados.

 

El colibrí y la flor se comunicaron en un lenguaje sin palabras, un intercambio de vida y belleza. La flor entregó su néctar, y el colibrí, en un acto de amor y gratitud, polinizó la flor, asegurando su futuro en el ciclo eterno de la naturaleza.

 

Y así, cada día, el colibrí volvía a visitar la flor, su vuelo un poema de colores, su presencia una caricia en los pétalos. La flor, en su espera, se convirtió en un símbolo de esperanza y constancia, su corazón abierto al colibrí, al sol, al cielo.

 

En el rincón secreto del bosque, donde el sol juega a esconderse entre las hojas, el colibrí y la flor vivían su historia, una melodía de vida y amor escrita por la naturaleza.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



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