viernes, 5 de julio de 2024

LA CARTA

 LA CARTA

Una tarde de lluvia, cuando viajaba solo hacia Medellín conduciendo el taxi que la reinserción me había hecho comprar, María José pidió que la lleve en el cruce de salida entre Pereira y Dosquebradas. Era una paisa de veintisiete años, bonita y sonriente, que años antes había salido del internado de las madres claretianas. Estaba huyendo, según me contó, de quien iba a ser su marido justamente en la tarde del día en que la encontré.

Yo no soy de preguntar mucho, pero la historia de María José se desplegó como un mapa mojado en aquel viaje. Me habló de un hombre violento, de sueños truncados y de una libertad que parecía siempre al alcance, pero nunca se dejaba atrapar. Me contó también de un amor olvidado, uno que floreció en los pasillos del internado, y de una carta nunca enviada que aún guardaba como amuleto.

Mientras el taxi atravesaba las montañas envueltas en neblina, su voz se volvió un susurro casi imperceptible. Yo la escuchaba sin interrumpir, como quien oye una canción lejana en una radio antigua. A veces, en medio de una curva cerrada, la veía mirar por la ventana con una tristeza que parecía tan eterna como el camino mismo.

En un tramo solitario, la lluvia se hizo más intensa y me vi obligado a detenerme. Aproveché el momento para ofrecerle un café del termo que siempre llevaba en el asiento del copiloto. María José aceptó, y por un instante, el taxi se llenó de un cálido aroma que contrastaba con la frialdad del exterior.

—Gracias —dijo, y sus ojos se encontraron con los míos por primera vez desde que había subido.

No dije nada, solo asentí y volví a la carretera. Seguimos nuestro viaje en un silencio cómplice, ese que solo se da entre dos extraños que, por un momento, comparten algo más que un trayecto.

Cuando llegamos a Medellín, ya era de noche. María José me pidió que la dejara en una plaza cercana a la estación de buses. Pagó la tarifa con billetes arrugados y, antes de bajar, me dejó una sonrisa que llevaba más resignación que esperanza, sacó de su bolso un sobre doblado dos veces y lo dejó en el asiento antes de irse.

—Gracias por escuchar —dijo, y desapareció bajo la lluvia, como un fantasma que vuelve a su refugio.

Con curiosidad tomé el sobre y saqué un par de hojas de cuaderno cuadriculado, era la carta.

Tu indiferencia me carcome de a poco y siento, que, aunque la merezco, no pienso soportarla; ruego a Dios, si es que existe, que los días nos convertirán en extrañas, incluso dejaremos de ser recuerdos para convertirnos en olvido.

Así es como he decidido enfrentar este abismo que nos separa, un abismo que no solo es físico, sino también emocional. He aprendido, a fuerza de golpes y silencios, que algunas batallas se ganan con la retirada y que el olvido, por doloroso que sea, es una forma de libertad.

Recuerdo la primera vez que sentí esa indiferencia tuya, fue como una daga fría atravesando la piel. Me dije que podría con eso, que el tiempo lo suavizaría todo, pero estaba equivocada. Tus ojos ya no buscaban los míos, tus palabras se convirtieron en frases vacías, y tu presencia, en una ausencia perpetua. Me convencí de que debía seguir adelante, de que el amor no puede ser mendigado, de que merezco algo más que tus migajas de atención.

Y así, día tras día, fui construyendo muros alrededor de mi corazón. Me volví experta en simular sonrisas y ocultar tristezas, en hacer como que nada importaba, cuando en realidad todo lo que hacía era sangrar por dentro.

Sin embargo, hay una paz extraña en esta decisión de olvidarte. Es como si, al fin, hubiera encontrado el valor de soltar el peso muerto de una relación que nunca fue. Al cerrar esta puerta, abro otras ventanas por donde se cuelan nuevas esperanzas, nuevos horizontes.

Quizás, en algún rincón de mi memoria, quedará la sombra de lo que fuimos, pero incluso esa sombra se irá desvaneciendo con el tiempo. Ya no seremos esas amantes que nunca se amaron de verdad, sino simples desconocidas que se cruzaron en un momento equivocado.

Y en ese olvido, hallaré la redención. Porque, aunque ahora me duele, sé que hay algo liberador en aceptar que algunas historias están destinadas a no ser contadas. Y así, dejaré que el viento se lleve lo que queda de las dos, confiada en que, al final, la vida nos dará nuevas oportunidades para amar y ser amadas, sin las sombras del pasado acechando.

Nada me duela más que dejarte, solo el silencio estará en el lugar en que te amé como nunca antes amé ni amaré por el resto de los siglos… Amén.

Me quedé allí, viendo esas hojas en silencio, pensando en todas las historias que se cruzan en el camino de un taxista y cómo, a veces, la vida de uno se entrelaza brevemente con la de otro, dejándonos siempre un poco más solos y un poco más humanos.

Jorge Narváez C.


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