lunes, 1 de julio de 2024

CARLOS

 CARLOS


Llegaron al taxi que habían sacado furtivamente del garaje esa noche, asegurándose de que su papá estuviera muy ebrio. Carlos tenía color de papel y caminaba con dificultad. Un tiro de bala calibre 38 le había perforado el abdomen, y con la chaqueta evitaba que se hiciera más evidente la hemorragia. Carlos, con el rostro pálido y los ojos vidriosos, se recostó en el asiento, dejando escapar un gemido ahogado. El dolor era un fuego lento, quemando su interior, mientras su mente luchaba por mantenerse alerta. Sentía la vida escapándosele entre los dedos, una gota a la vez, mezclándose con el sudor frío que cubría su piel.


Pedro tomó el volante, mientras Ana acompañaba en el asiento de atrás al herido. Echó un último vistazo a su amigo, deseando poder hacer más que simplemente conducir. La llave giró en el encendido, y el motor ronroneó con una promesa de esperanza. Pensó que era una locura todo lo que había pasado esa noche; apenas ayer estaban todos celebrando la salida de los compañeros de la embajada y esto no era nada comparado con tan heroica jornada. Las luces de los faroles pasaban como susurros, iluminando brevemente los rostros tensos de los tres jóvenes. Pedro mantenía las manos firmes en el volante, concentrado en el camino, mientras Ana sostenía la mano de Carlos, susurrándole palabras de aliento y esperanza.


Cada segundo contaba, y el destino del viaje parecía colgar de un hilo frágil. La noche era una aliada incierta, cubriéndolos con su manto oscuro, pero al mismo tiempo amplificando cada sonido, cada suspiro, cada latido acelerado de sus corazones. Cada minuto era una danza entre la vida y la muerte, una carrera contra el tiempo que parecía alargarse indefinidamente. Ana mantenía la mirada fija en Carlos, sentía la responsabilidad de mantenerlo consciente, de evitar que cerrara los ojos y se rindiera. La herida era profunda, pero la voluntad de vivir podía ser más fuerte, se decía a sí misma, aferrándose a esa esperanza con todas sus fuerzas.


Estacionaron el taxi fuera de la casa de Clarita, una enfermera que Pedro conoció en las marchas de marzo pasado y que, aunque no era totalmente de confianza, no se le ocurrió nadie más que ella para que les ayudara en ese momento. Clarita abrió la puerta y los miró con tal desespero que corrió para abrir el garaje y hacer que los muchachos ingresaran a la casa.


Clarita no hizo preguntas. Su experiencia le había enseñado a actuar primero y preguntar después. Abrió su maletín con rapidez, sacando vendas, alcohol y agujas. Ana se quedó a su lado, lista para ayudar en lo que fuera necesario, mientras Pedro se mantenía cerca, observando con una mezcla de ansiedad y esperanza. Carlos gimió de nuevo, su respiración irregular y dolorosa. Clarita trabajaba con destreza, tratando la herida con la precisión de alguien acostumbrada a lidiar con emergencias. El tiempo parecía detenerse, cada segundo una eternidad de espera y tensión. La vida de Carlos pendía de un hilo, sostenida por la habilidad de Clarita y la determinación de sus amigos.


Pedro se pasó una mano por el cabello, sus pensamientos volviendo una y otra vez a los eventos de la noche. Lo que había comenzado como una acción fácil y rápida se había convertido en una pesadilla, una prueba de lealtad y valentía que nunca imaginó tener que enfrentar. Pensó en su reacción, nunca antes había disparado, jamás había escuchado el gemido de la muerte, ese olor ferroso de la sangre que invadía el espacio, pero en ese momento, en esa casa llena de sombras y esperanzas, solo importaba una cosa: salvar a Carlos.


Hace más de treinta años que no había visto a Clarita, y se encontraron en el cementerio por casualidad. Pedro iba a dejar flores en la tumba de su padre, y Clarita a enterrar a una de sus hermanas. Se miraron con una profunda tristeza. Pedro pensó en esa noche, en el olor a muerte, y solo atinó a abrazar a Clarita con la misma fuerza y tristeza de aquella noche. Aquel abrazo era un puente entre el pasado y el presente, una conexión silenciosa pero profunda, que les recordaba que habían sobrevivido a aquella terrible noche, unidos por la desesperación y la esperanza. Y, a pesar del paso del tiempo y de los caminos divergentes, seguían compartiendo una historia que marcó sus vidas.

Jorge Narvaez C.



1 comentario:

  1. La cadena de afectos de la que tanto hablaba clementina Cayón y me recuerda los escritos de el Jaguar
    Muchas gracias

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