martes, 30 de julio de 2024

LA INVASIÓN

LA INVASIÓN

 

"Pase lo que pase, siempre estaré contigo", le dijo, tomando sus manos. Ella sonrió y asintió, sabiendo que su amor era una fortaleza inquebrantable.

 

María Eugenia, estudiante de derecho, quien se hacía llamar "Manuelita" y era más conocida como Celia, por eso de Manuelita el ingenio azucarero y el color subido de melanina, llegó al barrio en taxi. Ya el no subir en bus era raro para el resto de compañeros que habían llegado en la ruta 5 hasta el paradero ubicado seis cuadras más abajo o a pie como Marquitos, el chico que se desleía al ver a Celia y suspiraba cada vez que la escuchaba hablar.

 

Los siete, cuatro chicos y tres chicas, se habían unido al EME en las vacaciones del año pasado, cuando en un campamento estudiantil se toparon con el guajiro. Desde ese momento iniciaron una militancia de estudio y trabajo popular, de visitas a los barrios más pobres donde la miseria y la esperanza convivían en un delicado equilibrio.

 

Organizaban reuniones y hablaban con los vecinos sobre la importancia de organizarse, de resistir, de no rendirse ante la opresión. La gente los recibía con respeto y gratitud, pues sabían que más que combatientes, los muchachos eran símbolos de una lucha justa y necesaria. En la ladera, donde la ciudad se despide y la montaña comienza, un lote baldío se convertía en el campo de sueños incumplidos y esperanzas insurgentes, y era, desde hace unos meses, el motivo de sus continuas visitas. Primero se trató de revisar el predio, la legalidad del mismo, y la posibilidad de que el Estado nacional, regional o local pudiera ayudar a estas familias necesitadas, a lo cual solo puertas se cerraron en sus caras; después de muchos ires y venires sin solución, decidieron las vías de hecho.

 

En aquella noche estrellada, bajo la atenta mirada de la luna, los muchachos del M-19 y los sin techo, familias errantes en busca de un refugio, se encontraron en aquel pedazo de tierra olvidada. Comenzaron a construir no solo chozas, sino también una nueva forma de entender el mundo. Una en la que la justicia no era una promesa lejana, sino una realidad tangible, construida con manos unidas y corazones valientes. La noche caía, y con ella, la luna se alzaba como testigo mudo de la gesta. Las manos ásperas y las miradas firmes construían chozas improvisadas, uniendo madera, latones y sueños. La fogata central ardía, iluminando rostros marcados por la lucha y la esperanza. Félix, el músico del grupo, cantaba canciones viejas y las clásicas protestas, recordando tiempos mejores y anhelando tiempos nuevos.

 

Una tarde, durante una redada inesperada, Celia y Marquitos se encontraron acorralados en una casa de seguridad. El sonido de las botas militares resonaba en las escaleras, pero en lugar de sentir miedo, se miraron con una determinación que desafiaba cualquier adversidad. "No nos rendiremos", le susurró Manuelita a Marquitos. Él sintió una sensación de alivio porque era la primera vez que ella le hablaba tan cerca y tan quedo. La miró a los ojos, apretando su mano con fuerza, con una valentía que solo el amor y la convicción pueden dar. Le dio un beso. "Pase lo que pase, siempre estaré contigo", le dijo.

 

El martes 16 de julio murieron enfrentando a los soldados. Lucharon con todas sus fuerzas, sabiendo que, aunque sus cuerpos pudieran caer, sus ideales y su amor perdurarían más allá de cualquier derrota. Nunca se doblegaron. Cuando entraron los oficiales de la inteligencia militar, no podían creer que esos chicos les hubieran presentado tanta resistencia.

 

En la cárcel y los calabozos, los compañeros recibieron la noticia trágica de su muerte. Su amor y su lucha sirvieron para permanecer unidos, eternos.

 

Muchos no lo vieron, pero hoy el barrio se alza ante la ciudad, con miles de problemas, pero con millones de esperanzas y la decisión inquebrantable de jugarse la vida por los sueños, con la dignidad a flor de piel.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.



 

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