El Cóndor Mensajero del Sol
En la vasta cordillera de los Andes, donde las montañas se alzan como
gigantes guardianes del cielo, vivía el cóndor. Pero no era un cóndor cualquiera;
era el mensajero del sol, portador de secretos ancestrales y voz de dioses
olvidados. Su vuelo no era solo vuelo, era un ritual sagrado, un diálogo
constante entre la tierra y el cosmos.
Cada mañana, cuando los primeros rayos del sol acariciaban las cumbres
nevadas, el cóndor desplegaba sus alas majestuosas y ascendía en espirales
hacia el cielo. Su sombra se deslizaba por los valles, despertando a los seres
dormidos y recordándoles que eran parte del universo. Los ancianos decían que
en sus ojos ardía el fuego del sol y que su corazón latía al ritmo de la creación.
El cóndor era un mensajero de esperanza para los pueblos dispersos por
la tierra. Volaba sobre aldeas olvidadas, donde la vida se tejía con hilos de
resistencia y sueños. A los niños, les susurraba historias de héroes antiguos y
mitos de creación, recordándoles su herencia y su poder. A los ancianos, les
traía consuelo y la promesa de un nuevo amanecer.
Un día, el sol, en su infinita sabiduría, decidió enviar un mensaje
especial. La tierra estaba herida, los ríos lloraban su tristeza y los bosques
habían perdido su verdor. El cóndor, con su plumaje resplandeciente, emprendió
el vuelo más largo de su vida. Atravesó tormentas y cielos despejados, cruzó
desiertos y selvas, llevando en su pecho el mensaje del sol.
Llegó a una aldea donde el aire estaba cargado de desesperanza. Los
habitantes, al ver al cóndor, recordaron las palabras de sus antepasados:
"El mensajero del sol trae la verdad y la luz". El cóndor se posó en
una roca y, con su mirada profunda, habló.
—El sol, nuestro padre, ha visto la tristeza de la tierra. Ha visto
cómo hemos olvidado el equilibrio y la armonía. Pero también ha visto la chispa
de la esperanza en sus corazones. Debemos recordar nuestra conexión con la
naturaleza, honrar la vida en todas sus formas y trabajar juntos para sanar
nuestras heridas.
Las palabras del cóndor resonaron en el corazón de la gente. Se
comprometieron a cuidar sus ríos, a proteger sus bosques y a vivir en
equilibrio con la tierra. Y así, con el tiempo, la aldea floreció de nuevo. Los
niños crecieron con la sabiduría de los ancestros, los ancianos encontraron paz
en sus últimos días, y el cóndor, el mensajero del sol, siguió su vuelo,
llevando consigo la promesa de un futuro mejor.
En las alturas de la cordillera, el cóndor continúa su danza sagrada,
uniendo el cielo y la tierra, recordándonos que somos parte de un todo, que
nuestras acciones resuenan en el universo, que siempre, siempre, hay esperanza
en el horizonte, y que la única manera de conseguir la paz inicia dejando de
hacerle la guerra a la naturaleza.
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
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