viernes, 26 de julio de 2024

EL STUDEBAKER 58 SEDÁN

 EL STUDEBAKER 58 SEDÁN

 

En cada barrio hay un coche que guarda secretos y sueños. En el nuestro, ese coche era el Studebaker 58 de Alberto. No era solo un vehículo, era una máquina del tiempo, un confidente, un guardián de historias.

 

Alberto, mecánico automotriz, lo había comprado de segunda casi como chatarra y durante muchos meses, después de su trabajo, lo había levantado de las cenizas. En sus asientos de cuero desgastado se habían contado secretos de amor prohibido, habían llorado corazones rotos y habían reído a carcajadas los amigos de toda la vida. Las marcas en la pintura eran cicatrices de aventuras nocturnas, de caminos perdidos y hallados. Pero Alberto era un hombre hábil y lo restauró paso a paso, latas, eléctricos, pintura y accesorios. Realmente, viéndolo, era mejor que nuevo.

 

Lo manejaba con una mezcla de orgullo y felicidad. Los niños del barrio lo veíamos pasar como si fuera un rey en su trono, el coche brillando bajo el sol del mediodía, sus cromados reflejando destellos de un pasado glorioso. El motor, a veces ronco, a veces susurrante, guardaba en su interior la música de las carreteras, el eco de las promesas y los juramentos. Alberto decía que aquel coche tenía alma, que había sido testigo de la historia, que conocía más de la vida que cualquier libro. De vez en cuando nos permitía subirnos mientras estaba estacionado, limpiarlo con franela y agua enjabonada o si estábamos de suerte, ir a pasear en ese coche de película. Recuerdo que por esos días se estrenaba el agente 007 “Solo para tus ojos”, que protagonizaba Roger Moore, aunque el auto de James Bond no era ese, era lo más parecido y yo imaginaba escenas de acción subido en ese auto tras el volante cubierto de cuero blanco, solo cerraba los ojos y tarareaba la banda sonora para trasladarme a los paisajes donde fue rodada.

 

Un día, el Studebaker 58 sedán dejó de rugir por las calles del barrio. Alberto, con sus ojos aguados, simplemente tenía que elegir: tenía la oportunidad de comenzar su propio taller o mantener a su viejo amigo de cuatro ruedas. Lo compró un bogotano, policía retirado, que lo enllantó de nuevo, cambiando la línea del vehículo original. Alguna vez lo vi estacionado fuera del pollo frito, le habían pintado unas líneas horrorosas en sus laterales. Después supimos que lo sacaron del despeñadero de la Panamericana con su dueño muerto por tres disparos en el rostro. Dicen que el conductor del Studebaker 58 sedán regresaba del motel y el marido celoso de la mujer que lo acompañaba cobró la infidelidad con plomo. El carro otra vez pasó a ser chatarra.

 

Ese Studebaker 58, más que un coche, era un fragmento de nuestras vidas, un recordatorio de que los objetos, cuando son amados, adquieren alma y cuentan historias que no deben ser olvidadas. Cuando recuerdo esos días, juro que aún puedo escuchar su motor en la distancia, como un viejo amigo que se despide con un último suspiro y a Alberto riendo a carcajadas tras el volante.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.



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