EL STUDEBAKER 58 SEDÁN
En cada barrio hay un coche que
guarda secretos y sueños. En el nuestro, ese coche era el Studebaker 58 de
Alberto. No era solo un vehículo, era una máquina del tiempo, un confidente, un
guardián de historias.
Alberto, mecánico automotriz, lo
había comprado de segunda casi como chatarra y durante muchos meses, después de
su trabajo, lo había levantado de las cenizas. En sus asientos de cuero
desgastado se habían contado secretos de amor prohibido, habían llorado
corazones rotos y habían reído a carcajadas los amigos de toda la vida. Las
marcas en la pintura eran cicatrices de aventuras nocturnas, de caminos
perdidos y hallados. Pero Alberto era un hombre hábil y lo restauró paso a
paso, latas, eléctricos, pintura y accesorios. Realmente, viéndolo, era mejor
que nuevo.
Lo manejaba con una mezcla de
orgullo y felicidad. Los niños del barrio lo veíamos pasar como si fuera un rey
en su trono, el coche brillando bajo el sol del mediodía, sus cromados
reflejando destellos de un pasado glorioso. El motor, a veces ronco, a veces
susurrante, guardaba en su interior la música de las carreteras, el eco de las
promesas y los juramentos. Alberto decía que aquel coche tenía alma, que había
sido testigo de la historia, que conocía más de la vida que cualquier libro. De
vez en cuando nos permitía subirnos mientras estaba estacionado, limpiarlo con
franela y agua enjabonada o si estábamos de suerte, ir a pasear en ese coche de
película. Recuerdo que por esos días se estrenaba el agente 007 “Solo para tus
ojos”, que protagonizaba Roger Moore, aunque el auto de James Bond no era ese,
era lo más parecido y yo imaginaba escenas de acción subido en ese auto tras el
volante cubierto de cuero blanco, solo cerraba los ojos y tarareaba la banda sonora
para trasladarme a los paisajes donde fue rodada.
Un día, el Studebaker 58 sedán
dejó de rugir por las calles del barrio. Alberto, con sus ojos aguados,
simplemente tenía que elegir: tenía la oportunidad de comenzar su propio taller
o mantener a su viejo amigo de cuatro ruedas. Lo compró un bogotano, policía
retirado, que lo enllantó de nuevo, cambiando la línea del vehículo original.
Alguna vez lo vi estacionado fuera del pollo frito, le habían pintado unas
líneas horrorosas en sus laterales. Después supimos que lo sacaron del
despeñadero de la Panamericana con su dueño muerto por tres disparos en el
rostro. Dicen que el conductor del Studebaker 58 sedán regresaba del motel y el
marido celoso de la mujer que lo acompañaba cobró la infidelidad con plomo. El
carro otra vez pasó a ser chatarra.
Ese Studebaker 58, más que un
coche, era un fragmento de nuestras vidas, un recordatorio de que los objetos,
cuando son amados, adquieren alma y cuentan historias que no deben ser
olvidadas. Cuando recuerdo esos días, juro que aún puedo escuchar su motor en
la distancia, como un viejo amigo que se despide con un último suspiro y a
Alberto riendo a carcajadas tras el volante.
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
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