miércoles, 31 de julio de 2024

DELICIAS

DELICIAS

Si muero, no lloren. Despertar a quien duerme es un peligro, un acto de irreverencia contra el descanso eterno. No desperdicien el tiempo que ya no existe, con lágrimas.

No me vistan con zapatos de charol, ni me pongan traje y corbata, no me cubran con el manto de los pésames.

Me alegraría más la evocación del tiempo en que me llamaban Negro, con todas las historias y risas que les traiga mi recuerdo. No toquen mi cadáver, les ruego. Soy muy sensible a los olores, incluso en la muerte.

Insisto, si muero, no lloren. Celebren la vida que fue, los momentos compartidos y las memorias que dejamos detrás. La verdadera inmortalidad está en el recuerdo, en los corazones que siguen latiendo, no en los ritos solemnes ni en las despedidas formales.

Trago, salsa, rock y tango, solo delicias…

Eso lo que quiero.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LIBERTAD

Libertad


Libertad

no es solo un grito

en la noche oscura,

no es solo un sueño

en la cabeza cansada.


Libertad

es el color que pinta el cielo

temprano en la mañana,

es el sabor del viento

en la piel desnuda.


Libertad

es el derecho de caminar

sin cadenas,

de decir lo que se piensa

sin miedo.


Libertad

es la vida sin ataduras,

es el futuro abierto

como un campo vasto

donde se pueden sembrar

los sueños.


Libertad

es el grito que resuena

en el corazón del pueblo,

la llama que no se apaga,

el deseo que no muere.


Jorge Alberto Narváez Ceballos.



DESPEDIRME NO QUIERO

 Despedirme no quiero

 

Despedirme no quiero de los días dorados,

ni de las noches serenas bajo el manto estrellado.

Despedirme no quiero de los sueños y anhelos,

que en silencio germinan en el jardín de los cielos.

 

No quiero decir adiós a la brisa ligera

que acaricia mi rostro en la tarde primera.

No quiero dejar atrás los susurros del viento

que cuentan historias de un tiempo ya lento.

 

Despedirme no quiero de las risas compartidas,

ni de las lágrimas dulces que nos dieron la vida.

Despedirme no quiero de los rostros queridos,

que en mi memoria laten como versos perdidos.

 

No quiero partir sin antes haber amado

cada instante vivido, cada abrazo entregado.

Despedirme no quiero, pues mi alma se queda

en cada rincón de este mundo, en cada pradera.

 

Despedirme no quiero, mas sé que un día

habrá de llegar el momento, la hora tardía.

Entonces partiré, con el corazón sereno,

dejando en cada paso un eco de mis sueños.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LLUEVE

LLUEVE

 

Llueve sobre el alma, 

empapada y tendida, 

como ropa olvidada 

bajo el cielo gris. 

Llueve sobre los recuerdos 

que nunca se secan, 

que flotan como hojas 

en el charco que piso.

 

Llueve en las calles vacías, 

donde tus pasos resonaban, 

donde el eco de tu risa 

jugaba a esconderse 

entre las gotas de agua. 

Llueve sobre las heridas, 

esas cicatrices viejas 

que el tiempo no cura, 

y el agua no limpia.

 

Llueve en el corazón  

que aún late por inercia, 

sin rumbo ni destino, 

solo por no dejar de latir, 

solo por seguir viviendo 

en la tempestad del olvido. 

Llueve sobre los sueños 

marchitos y muertos, 

sobre las promesas rotas 

que flotan en el agua 

como barcos de papel.

 

Llueve y no cesa, 

como un llanto eterno, 

como un lamento sordo 

que no encuentra consuelo, 

que no conoce la calma. 

Llueve sobre mojado, 

y en cada gota, tu ausencia 

se hace más presente, 

más real, más eterna, 

como un susurro en la tormenta, 

como un beso en la lluvia.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.

Obra de Darwin Córdoba 
Tasnaque
Óleo sobre lienzo
30*40cms
San juan de Pasto 2022


EL COLIBRÍ Y LA FLOR

 EL COLIBRÍ Y LA FLOR

 

En un rincón secreto del bosque, donde el sol juega a esconderse entre las hojas, vivía un colibrí de plumas iridiscentes que cantaban en colores. Su vuelo era un suspiro de color, una danza efímera entre los destellos del día, un susurro de arcoíris que trazaba poemas en el aire. Cada mañana, el colibrí despertaba con el primer rayo de luz, sus alas zumbando con el ansia de un nuevo amanecer.

 

Una flor solitaria crecía en el claro del bosque, sus pétalos de un rojo profundo, como si guardaran en su seno el ardor del sol. Era una flor que había aprendido a esperar, sus hojas abiertas al cielo, su fragancia flotando en el aire como un secreto ancestral. Soñaba con el momento en que el colibrí la encontraría, con la promesa de un encuentro que llenaría sus días de sentido.

 

El colibrí volaba entre las flores del bosque, su pico buscando el néctar escondido, su corazón palpitando con la urgencia de la vida. Pero, en el fondo de su ser, una inquietud lo guiaba, una atracción hacia un rincón aún no descubierto. Y así, un día, el colibrí siguió esa llamada interior, sus alas llevándolo a ese claro escondido.

 

Cuando el colibrí vio la flor, su vuelo se detuvo en el aire, como si el tiempo mismo se hubiera congelado. La flor, en su soledad, alzó sus pétalos con una bienvenida silenciosa. Era como si el destino los hubiera unido, dos almas que se encontraban en el vasto tapiz del universo.

 

El colibrí se posó con delicadeza en los pétalos de la flor, su pico rozando suavemente el corazón de fuego. La flor tembló bajo su toque, su esencia mezclándose con el aliento del colibrí. En ese instante, el bosque pareció contener el aliento, las hojas inmóviles, los sonidos apagados.

 

El colibrí y la flor se comunicaron en un lenguaje sin palabras, un intercambio de vida y belleza. La flor entregó su néctar, y el colibrí, en un acto de amor y gratitud, polinizó la flor, asegurando su futuro en el ciclo eterno de la naturaleza.

 

Y así, cada día, el colibrí volvía a visitar la flor, su vuelo un poema de colores, su presencia una caricia en los pétalos. La flor, en su espera, se convirtió en un símbolo de esperanza y constancia, su corazón abierto al colibrí, al sol, al cielo.

 

En el rincón secreto del bosque, donde el sol juega a esconderse entre las hojas, el colibrí y la flor vivían su historia, una melodía de vida y amor escrita por la naturaleza.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 30 de julio de 2024

VOLVER A LEVANTARSE

 VOLVER A LEVANTARSE

 

Volver a levantarse

es encontrar la fuerza

en el fondo del abismo,

es abrazar las sombras

y convertirlas en luz,

es mirar hacia adentro

y descubrir el fuego.

 

Volver a levantarse

es caminar sobre los escombros

con los pies descalzos,

es recoger los pedazos

y construir un nuevo sueño,

es aceptar las cicatrices

como mapas del alma,

es saber que cada caída

nos hace más humanos.

 

Volver a levantarse

es aprender a volar

con las alas rotas,

es desafiar el miedo

y convertirlo en coraje,

es cantar en medio de la tormenta

y danzar bajo la lluvia,

es saber que, aunque el camino

sea largo y pedregoso,

siempre habrá un nuevo amanecer.

 

Volver a levantarse

es el acto más noble,

el grito más valiente,

es la promesa inquebrantable

de que, pase lo que pase,

seguiremos luchando,

seguiremos amando,

seguiremos viviendo,

seguiremos volviendo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.


NO NOS RENDIMOS

NO NOS RENDIMOS

A nuestro pueblo, el de ayer, el de hoy y el de siempre...

 

Nos levantamos al alba,

al son de los pájaros y el murmullo del río,

nuestras manos enlazadas en solidaridad,

nuestros corazones ardiendo en fervor.

 

Somos los hijos del maíz y del sol,

herederos de una lucha interminable,

marineros en un océano de sueños,

arquitectos de un mañana distinto.

 

En las calles polvorientas del pasado,

donde los sueños se mezclan con el barro,

camina nuestro pueblo, altivo,

con la esperanza a cuestas

y el futuro en la mirada.

 

En cada piedra, en cada árbol, en cada río,

late la fuerza de los que resistieron,

los que no cedieron ante la opresión,

los que abonaron con su sangre esta tierra fértil.

Y por eso no nos rendimos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LA INVASIÓN

LA INVASIÓN

 

"Pase lo que pase, siempre estaré contigo", le dijo, tomando sus manos. Ella sonrió y asintió, sabiendo que su amor era una fortaleza inquebrantable.

 

María Eugenia, estudiante de derecho, quien se hacía llamar "Manuelita" y era más conocida como Celia, por eso de Manuelita el ingenio azucarero y el color subido de melanina, llegó al barrio en taxi. Ya el no subir en bus era raro para el resto de compañeros que habían llegado en la ruta 5 hasta el paradero ubicado seis cuadras más abajo o a pie como Marquitos, el chico que se desleía al ver a Celia y suspiraba cada vez que la escuchaba hablar.

 

Los siete, cuatro chicos y tres chicas, se habían unido al EME en las vacaciones del año pasado, cuando en un campamento estudiantil se toparon con el guajiro. Desde ese momento iniciaron una militancia de estudio y trabajo popular, de visitas a los barrios más pobres donde la miseria y la esperanza convivían en un delicado equilibrio.

 

Organizaban reuniones y hablaban con los vecinos sobre la importancia de organizarse, de resistir, de no rendirse ante la opresión. La gente los recibía con respeto y gratitud, pues sabían que más que combatientes, los muchachos eran símbolos de una lucha justa y necesaria. En la ladera, donde la ciudad se despide y la montaña comienza, un lote baldío se convertía en el campo de sueños incumplidos y esperanzas insurgentes, y era, desde hace unos meses, el motivo de sus continuas visitas. Primero se trató de revisar el predio, la legalidad del mismo, y la posibilidad de que el Estado nacional, regional o local pudiera ayudar a estas familias necesitadas, a lo cual solo puertas se cerraron en sus caras; después de muchos ires y venires sin solución, decidieron las vías de hecho.

 

En aquella noche estrellada, bajo la atenta mirada de la luna, los muchachos del M-19 y los sin techo, familias errantes en busca de un refugio, se encontraron en aquel pedazo de tierra olvidada. Comenzaron a construir no solo chozas, sino también una nueva forma de entender el mundo. Una en la que la justicia no era una promesa lejana, sino una realidad tangible, construida con manos unidas y corazones valientes. La noche caía, y con ella, la luna se alzaba como testigo mudo de la gesta. Las manos ásperas y las miradas firmes construían chozas improvisadas, uniendo madera, latones y sueños. La fogata central ardía, iluminando rostros marcados por la lucha y la esperanza. Félix, el músico del grupo, cantaba canciones viejas y las clásicas protestas, recordando tiempos mejores y anhelando tiempos nuevos.

 

Una tarde, durante una redada inesperada, Celia y Marquitos se encontraron acorralados en una casa de seguridad. El sonido de las botas militares resonaba en las escaleras, pero en lugar de sentir miedo, se miraron con una determinación que desafiaba cualquier adversidad. "No nos rendiremos", le susurró Manuelita a Marquitos. Él sintió una sensación de alivio porque era la primera vez que ella le hablaba tan cerca y tan quedo. La miró a los ojos, apretando su mano con fuerza, con una valentía que solo el amor y la convicción pueden dar. Le dio un beso. "Pase lo que pase, siempre estaré contigo", le dijo.

 

El martes 16 de julio murieron enfrentando a los soldados. Lucharon con todas sus fuerzas, sabiendo que, aunque sus cuerpos pudieran caer, sus ideales y su amor perdurarían más allá de cualquier derrota. Nunca se doblegaron. Cuando entraron los oficiales de la inteligencia militar, no podían creer que esos chicos les hubieran presentado tanta resistencia.

 

En la cárcel y los calabozos, los compañeros recibieron la noticia trágica de su muerte. Su amor y su lucha sirvieron para permanecer unidos, eternos.

 

Muchos no lo vieron, pero hoy el barrio se alza ante la ciudad, con miles de problemas, pero con millones de esperanzas y la decisión inquebrantable de jugarse la vida por los sueños, con la dignidad a flor de piel.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.



 

lunes, 29 de julio de 2024

ALIMAÑA

 ALIMAÑA

 

 I

 

No sé qué hago parado en esta esquina… será tal vez que desde aquí se pueden mirar los balcones de madera de tu casa, esa casa donde residen mis más espantosos recuerdos, ubicada en otra ciudad que ya desconozco si seguirá en el mismo sitio.

 

Sí, ¿cuánto hace que salí de esa tu ciudad fantasma? El mismo tiempo en que ando desandando, recogiendo mis pasos, diría mi abuelo.

 

Pero, poniéndome a analizar, resulta que ya no importa el tiempo. A veces creo que solo han pasado unos minutos y resulta que son días, meses, años. Y en otras ocasiones parece que son siglos los que debo padecer y solo han transcurrido unos segundos...

 

Ya casi se me acaba la ración de esta mañana. Cada vez está más cara, cada vez la rebajan más, cada vez me hace menos efecto. Ese es el único tiempo que me importa hace tiempo: el tiempo de morir a cuenta gotas porque no he sido capaz de terminar de deambular.

 

 II

 

Hoy todo está “normal”, las cosas siguen en su sitio. Ayer los butacones de la sala daban saltos, la sala con sus muebles era una verdadera fiesta. El comedor se gozó la vida en una danza que los vecinos no creyeron que yo solo fuera capaz de hacer tanto ruido. Y digo "fuera" porque, aunque ellos no lo crean, yo solo permanecí sentado al borde de las gradas que van hacia mi cuarto, observando.

 

Observando, ese es mi oficio, observar. ¿Sabes que todavía te observo?

 

Así tendido en la cama compruebo que pasa el tiempo. Lo sé por el ruido que viene de la calle: los autos que pasan, las motos, los camiones, el grito de los niños que en ocasiones me ensordece, esas risas estridentes que me recuerdan algún lugar en no sé dónde. Ese es mi reloj mientras miro el techo y cuento las hendijas y las manchas de una lluvia de otros tiempos, cuando el ruido de las gotas me hacía sentir un goce indescriptible.

 

Ahora te observo, te decía; te observo como si estuvieras en la tele. Ya no tengo tele, la cambié por esas, estas y otras que ya me acabé. Ya se va a acabar esa tele, el solo pensarlo me produce escalofríos.

 

Tengo frío, se me viene a la mente una canción, esa que escuchabas mientras yo escribía. Cómo nos gustaba Sabina, ¿te acuerdas?: “incluso en estos tiempos/ veloces como un cadillac sin frenos/ todos los días tienen un minuto/ en que cierro los ojos y disfruto/…”

 

¿Sabes? Ya no disfruto cuando cierro los ojos. Es más, es una tortura cerrar los ojos sin ayuda alguna. Es insoportable cerrar los ojos y morir por ti, y volver a despertarme vivo.

 

III

 

Es invierno y estoy sobrio. El sol de mediodía me escudriña. La mujer de enfrente me mira y yo le guiño el ojo. Camina haciéndome un desdeñoso arqueo de cejas. Miro sus caderas, danzan y danzan. La mujer comienza a desnudarse, primero sus hombros redondos y blancos, luego sus senos con esos pezones carmesí. Queda desnuda y no para de danzar. Miro su pubis dorado, la música vuelve a invadir mi cerebro y esta vez es una descarga de congas y timbales… Mierda, mentira, no estoy sobrio, pero sigue siendo invierno.

 

Vuelvo a la realidad y aquella mujer sigue su camino. De hecho, cruza la calle y se pierde en el centro comercial. Todo vuelve a la normalidad. El sol sigue escrutando mi cerebro, maldito sol de invierno, me produce comezón en la espalda.

 

El cliente no sale de su oficina. Podría decir en momentos como este que mi vida ha sido feliz dentro de toda la infelicidad posible. No creas que disfruto lo que hago, pero de algo tiene que vivir un hombre. Podría decir que es una forma de vomitar toda mi desazón, mi sin sentido, mi asco, mi hambre de no sé qué.

 

O sí sé qué… esta maldita angustia de todas las noches, las tardes, las mañanas. Esa desazón que en nuestros tiempos desahogaba copulando.

 

¿Te acuerdas de Henry Miller? "Sexus", "Plexus", "Trilogía Rosada", "Trópico de Cáncer", todos los trópicos… ¿Sabes en qué trópico está el sexo? ¿No? Está un poquito más abajo del trópico de Capricornio, aunque alguien me dijo una vez que estaba en el cerebro.

 

Hubo una época, ¿te acuerdas?, en que descubrimos que estaba en todas partes, como nos dijo alguna vez un cura que estaba Dios.

 

Píllese a ese man. Si me descuido se me pierde otra vez y necesito hacerle la vuelta porque la plata de la tele se me acabó y la vida tiene que continuar aún sin vos.

 

IV

 

¿Vos también crees que soy cínico?

 

Aunque, bueno, cada uno se va convirtiendo con el tiempo y a su manera en un cínico, ¿no crees? En tu tiempo sí que éramos cínicos, hasta que no pudimos más. Ahora siento los estertores de ese impacto, es que esos golpes producen dolores que pasan pero nunca se curan. Te cuento que lloré y, ¿sabes qué?, todavía se me escurre de repente una lágrima. ¡Chas! De repente.

 

Cuando era niño, nos volábamos del colegio a una loma que estaba frente a la universidad y jugábamos a los pistoleros. Este tipo no sabe que ya no juego ni soy niño, ni le temo a la muerte.

 

Aprendí que en este negocio, como en todos creo yo, el miedo es el peor enemigo. Pero cuando pierdes el miedo, la vida se convierte en un solo hecho: LA NADA. Así, para algunos, sea la nada diversificada.

Unos leen a Rimbaud, yo siempre preferí a Andrés Caicedo. Al fin y al cabo, yo tengo mi propia temporada en el infierno; otros ni siquiera saben leer así reciten como loros lo que está escrito.

 

¿Qué importa ahora la connotación de lo que leo, de la música que me gusta, de las mujeres que deambulan en ese cuarto en el que derrumbo mi cuerpo cuando tengo la certeza de que no te voy a encontrar? ¿Qué importa si es Pepo o Sartre, Don Omar o Piazzolla? El carroloco de la vida se niega a dejarme. A veces creo que soy el judío errante…

 

Este marica cree que se me va a esconder, no sabe que soy capaz de pegarle un plomazo a dos cuadras.

 

Si Cristo existiera y me preguntara quién soy, yo le diría que soy el segundo judío errante; lo miraría a los ojos y le diría: Señor, tú eres el ser en el que la perfección tomó la forma más sublime y le encontraste un sentido más importante a la palabra AMOR. Eso, le diría que él es el AMOR.

 

Un man que fue capaz de morir por AMOR al prójimo, un man que fue capaz de perdonar. De perdonar como ni vos ni yo fuimos capaces de hacerlo, y eso que estábamos enamorados y eso que hacíamos el AMOR… Pura mierda.

 

V

 

Hasta que das papaya, hijueputa. La vida es un ring y la pelea la pierden no los más débiles, ni los más brutos, ni los más pobres; la pelea siempre la pierde el que da papaya. Viejo, no es nada personal, nada es personal ya para mí. Es hora de que sepas que la tumba tiene más poder que los ojos de la mujer amada, abierta como un imán nos atrae, nos arrastra.

 

Uyy… Mi sello es un solo tiro, ¿sabías? Un solo tiro que evita sufrimiento, que evita ruido y gastos innecesarios, pero este se me movió y tocó el puntillazo. Tomamos de la vida el mejor de nuestros sueños y lo queremos convertir en realidad, hasta que caemos rendidos a los pies del infortunio, del vacío, de la nada. Entonces nos hundimos como el barco sin apagar las luces.

 

Odio cuando esto sucede, odio los cruces mal hechos y las miradas atónitas, odio romper el silencio. Inventamos un silencio como pasaporte para seguir el viaje de la vida y por dentro nos corroe la nostalgia. ¿Qué pensarán de mí de aquí a mil años? ¿Existirá aún la risa? El hombre del mañana se burlará en la tarde de razones como esta, de amarguras como la mía.

 

Cada vez que pasa esto le vuelvo a disparar a tu figura y vuelves a caer, disminuyen tus pasos y es allí donde puedo volver a alcanzarte y acariciarte tan solo con las manos de mis ojos.

 

Señor, tú nos enseñaste que el amor brota de la inocencia. Yo te pregunto: ¿qué podemos hacer los que ya la perdimos?

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



TERNURA

 TERNURA

 

Tus ojos, estrellas

que iluminan mi mundo,

suavidad que despierta

la esperanza en un verso,

caricia en el alma.

 

El susurro más dulce,

el roce delicado de un sueño,

Tu risa, mi canción favorita,

mi refugio en un mundo,

que a veces olvida,

cómo acariciar

las pequeñas maravillas.

 

Jardín de ternura,

suelo fértil de mi corazón,

terciopelo, bálsamo,

calma en mis tormentas,

locura infinita,

hermosa,

brisa,

te amo.

 



Jorge Alberto Narváez Ceballos.


CARTAS DE AMOR 28

 CARTAS DE AMOR 28

Señora Bonita,

 

Desde la quietud de esta noche, le escribo estas líneas que nacen de mi corazón solitario. Mis días se suceden entre el bullicio de la ciudad y el silencio de la selva, pero en medio de todo, su recuerdo es la llama que ilumina mis noches oscuras y mis despertares somnolientos.

 

Es difícil encontrar las palabras justas para expresar lo que siento, pues este amor, como los amores verdaderos, no cabe en los moldes de la lógica ni en las líneas rectas de la razón. Este amor es un río que fluye con fuerza indomable, que se desborda y arrasa con todo a su paso, dejándome desnudo y vulnerable ante la inmensidad de lo que siento por usted.

 

He visto el mundo cambiar, he sentido el peso de la historia sobre mis hombros, pero nada, absolutamente nada, ha podido cambiar lo que siento. Es la razón de ser de este universo de sentidos, su sonrisa es el bálsamo que cura mis heridas, su voz el canto que me arrulla en mis noches de insomnio, y la posibilidad de encontrarla es mi punto de llegada en este continuo caminar.

 

Recuerdo el primer encuentro de nuestras miradas, un cruce de destinos que ni el tiempo ni la distancia han podido borrar. En ese instante, supe que mi vida, con todas sus guerras y sus silencios, tenía un sentido profundo: amarla. Amarla con la fuerza de un huracán, con la dulzura de una brisa de verano, con la constancia de las mareas que van y vienen.

 

Hoy, mientras las mariposas revolotean en el aire pesado, le escribo con la esperanza de que estas palabras lleguen y encuentre en ellas el eco de mi amor eterno. Un amor que no conoce fronteras ni tiempos, un amor que, como un encantamiento, desafía todas las leyes de la naturaleza y la lógica.

 

Le prometo que, aunque el mundo siga girando y los días se conviertan en años, mi amor por usted permanecerá inmutable, arraigado en lo más profundo de mi ser. Porque amarla es la única verdad en medio de tantas mentiras, la única certeza en un mundo de incertidumbres.

 

Con todo mi amor,


Jorge Alberto Narváez Ceballos.



 

 

domingo, 28 de julio de 2024

CUARTO

 Cuarto

 

Quien fuera el espejo de tu cuarto

para reflejar tu risa y tus tristezas,

así velar el paso de tu sombra

y tocar con la luz todo tu cuerpo.

 

Sería con gusto la almohada de tu cama,

donde construyes tus cavilaciones,

entregarme al roce estremecedor de tu cabello,

a tus ojos cerrados aún despierta,

a tu respiración estremecida, a tus palpitaciones.

 

Quisiera ser tu sábana en la noche,

cubrirte de los pies a la cabeza,

acariciar tu piel con suavidad, con ternura,

palparte cada poro, estar en ti y disfrutarte.

 

Como envidio el camisón con el que duermes,

tener el placer de sentirte cuando sueñas,

estar contigo en los momentos en que piensas

y te dejas llevar por el recuerdo de mis besos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.

Fotografía de Darwin Córdoba
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QUÉ BUENO QUE TE ENCUENTRO

 QUÉ BUENO QUE TE ENCUENTRO

 

Para contarte, por ejemplo, que

esa criatura que habita en mí,

latente como la semilla

que espera la caricia de la tierra,

me recuerda la fragilidad

de mis sueños no nacidos,

de estas ganas de vivir por algo más

que vivir simple y sencillo.

 

Para decirte que quiero empujarte a tus abismos,

donde el silencio se torna canto

suave y eterno,

donde la vida brota

desde lo más hondo de las entrañas,

y descubrir, entre susurros y sombras,

el milagro de existir.

 

Y conquistar esa humedad vastísima,

que puebla tu vientre,

y en el abrazo de tu voz,

me disuelvo y me encuentro,

navego en el río de mi sangre,

y en cada curva de tu cuerpo

resurjas,

más fuerte,

más sabia,

más mujer.




Jorge Alberto Narváez Ceballos.


Fotografía de Darwin Córdoba

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sábado, 27 de julio de 2024

CARTAS DE AMOR 27

 CARTAS DE AMOR 27

Señora mía, alma mía,

 

En las entrañas de mi existencia, una fuerza implacable me arrastra hacia usted, como un imán que no entiende de resistencia ni de razón. El destino, con su mano firme y cruel, me une a usted, en un abrazo que no tiene escape. Cada latido de mi corazón, cada susurro que se pierde en la penumbra de la noche, es un eco que grita su nombre, una llama que arde en el crepúsculo de mi deseo interminable.

 

Daría lo que fuera para que este dolor que me habita no fuera tan real, para haber mantenido en silencio este amor que, como una tormenta, ha arrasado mi paz. Si pudiera regresar a aquel primer encuentro, cuando sus ojos se posaron sobre mí como el primer rayo de sol en la mañana helada, lo haría sin dudar. El peso de esta pasión desbordante me aplasta, me arrastra hacia un abismo que he aprendido a amar y temer con la misma intensidad.

 

El tiempo, ese río escurridizo, se desliza entre mis dedos como arena fina que no puedo detener, mientras mi alma se consume en el ardor de un anhelo implacable. En cada silencio compartido, en cada mirada furtiva, descubro la misma llama que me impulsa hacia usted, la misma obsesión que arrastra mis pensamientos al límite de un amor imposible.

 

Este dolor es mi compañero fiel, un eco persistente que nunca cesa, que nunca se apaga. Cada latido se convierte en una súplica silenciosa, cada susurro en un lamento que clama por el fin de este ardor, que anhela guardar este amor en el secreto de mi pecho, lejos de las llamas que devoran mi serenidad. Pero en la sombra de mi deseo, en la oscuridad de mi alma, temo que, de este amor, este dolor, sea todo lo que me quede.

 

Así, me encuentro atrapado entre la belleza de lo inalcanzable y la tormenta de mis sentimientos, inmortalizando en cada palabra el tormento de desear lo imposible. Y mientras mis entrañas continúan arrastrándome hacia usted, me pregunto si alguna vez encontraré paz en este torbellino de amor y desesperación.

 

Suyo por siempre,


Jorge alberto Narváez Ceballos.

 




MI VIDA

 MI VIDA

 

Mi vida no estés triste,

donde quiera que estés,

yo te amo.

 

Si estás en la casa,

si estás por la calle,

si estás en el parque,

si estás en el cielo,

yo te amo.

 

Y si estás en el día,

y si estás en la noche,

y si estás en el agua,

y si estás en el fuego,

yo te amo.

 

Mi vida no estés triste,

donde quiera que estés,

yo te amo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.



viernes, 26 de julio de 2024

LÁGRIMAS

 LÁGRIMAS

 

Los recuerdos se vuelven agua 

cuando la memoria se hunde 

en el océano del tiempo.

 

El pasado se filtra 

por las grietas del presente, 

dejando un rastro salino 

de ausencias y deseos.

 

Cada gota es una historia, 

un fragmento de vida 

que se disuelve.

 

Río sin fin, 

que fluye sin cesar, 

llevando consigo 

las huellas de mi existencia 

hacia el océano infinito 

de lo que ya no es, 

de lo que solo vive 

en la profunda marea 

de mi corazón.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


EL STUDEBAKER 58 SEDÁN

 EL STUDEBAKER 58 SEDÁN

 

En cada barrio hay un coche que guarda secretos y sueños. En el nuestro, ese coche era el Studebaker 58 de Alberto. No era solo un vehículo, era una máquina del tiempo, un confidente, un guardián de historias.

 

Alberto, mecánico automotriz, lo había comprado de segunda casi como chatarra y durante muchos meses, después de su trabajo, lo había levantado de las cenizas. En sus asientos de cuero desgastado se habían contado secretos de amor prohibido, habían llorado corazones rotos y habían reído a carcajadas los amigos de toda la vida. Las marcas en la pintura eran cicatrices de aventuras nocturnas, de caminos perdidos y hallados. Pero Alberto era un hombre hábil y lo restauró paso a paso, latas, eléctricos, pintura y accesorios. Realmente, viéndolo, era mejor que nuevo.

 

Lo manejaba con una mezcla de orgullo y felicidad. Los niños del barrio lo veíamos pasar como si fuera un rey en su trono, el coche brillando bajo el sol del mediodía, sus cromados reflejando destellos de un pasado glorioso. El motor, a veces ronco, a veces susurrante, guardaba en su interior la música de las carreteras, el eco de las promesas y los juramentos. Alberto decía que aquel coche tenía alma, que había sido testigo de la historia, que conocía más de la vida que cualquier libro. De vez en cuando nos permitía subirnos mientras estaba estacionado, limpiarlo con franela y agua enjabonada o si estábamos de suerte, ir a pasear en ese coche de película. Recuerdo que por esos días se estrenaba el agente 007 “Solo para tus ojos”, que protagonizaba Roger Moore, aunque el auto de James Bond no era ese, era lo más parecido y yo imaginaba escenas de acción subido en ese auto tras el volante cubierto de cuero blanco, solo cerraba los ojos y tarareaba la banda sonora para trasladarme a los paisajes donde fue rodada.

 

Un día, el Studebaker 58 sedán dejó de rugir por las calles del barrio. Alberto, con sus ojos aguados, simplemente tenía que elegir: tenía la oportunidad de comenzar su propio taller o mantener a su viejo amigo de cuatro ruedas. Lo compró un bogotano, policía retirado, que lo enllantó de nuevo, cambiando la línea del vehículo original. Alguna vez lo vi estacionado fuera del pollo frito, le habían pintado unas líneas horrorosas en sus laterales. Después supimos que lo sacaron del despeñadero de la Panamericana con su dueño muerto por tres disparos en el rostro. Dicen que el conductor del Studebaker 58 sedán regresaba del motel y el marido celoso de la mujer que lo acompañaba cobró la infidelidad con plomo. El carro otra vez pasó a ser chatarra.

 

Ese Studebaker 58, más que un coche, era un fragmento de nuestras vidas, un recordatorio de que los objetos, cuando son amados, adquieren alma y cuentan historias que no deben ser olvidadas. Cuando recuerdo esos días, juro que aún puedo escuchar su motor en la distancia, como un viejo amigo que se despide con un último suspiro y a Alberto riendo a carcajadas tras el volante.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos.