viernes, 27 de septiembre de 2024

TANGO

Tango

 

A mi abuelo le gustaba el tango. Sus manos, gastadas por los años, por la vida que le arrancó trozos de piel y de alma, se quedaban suspendidas en el aire cada vez que el bandoneón lloraba. Como si, en ese instante, intentara atrapar el tiempo, ese tiempo que siempre se le escurría entre las notas. Me heredó su amor por el tango, pero más que la música, me dejó esa forma suya de escucharla: con los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia un pasado que yo nunca viví, pero que sentía en cada acorde, como si esos recuerdos fueran también míos.

 

El tango no solo canta, arropa. Te envuelve en historias de ausencias, de amores rotos y promesas olvidadas. Amores que nunca fueron míos, pero que, al oírlos, dolían como si los hubiera perdido yo. Mi abuelo me enseñó a saborear el sonido, a dejar que el tango me calara hasta los huesos, despacio, hondo, como su voz rasposa que me llegaba desde algún rincón del alma. Esa voz que parecía un abrazo, el último abrazo de alguien que siempre estaba por despedirse, pero nunca se iba del todo.

 

Para mí, el tango nunca fue una reliquia, no. Era un pasillo secreto hacia mi infancia, un eco del techo de la casa cuando llovía y las gotas marcaban el compás del dos por cuatro. Cerraba los ojos, y el mundo se detenía. Y allí, en ese silencio habitado por la melodía, aparecía él, mi abuelo, tarareando "Cuartito Azul" o "Malena", como si el pasado se negara a desvanecerse. Pero el tiempo, como las notas del bandoneón, siempre termina escapando. Y ahora, cuando suenan esas viejas canciones, me doy cuenta de que no era el tango lo que me abrazaba. Era él, siempre fue él, y su abrazo, como el tango, se desvanece antes de que pueda retenerlo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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