martes, 10 de septiembre de 2024

EL GUARDIÁN DEL TIEMPO

El Guardián del tiempo

 

En las montañas andinas, donde la niebla se abraza a los árboles y el musgo acaricia las piedras, camina un ser antiguo, casi invisible, el guardián del tiempo. El oso de anteojos avanza con la calma de quien ha visto mil lunas sin prisa, dejando huellas que el viento se encargará de borrar. Su mirada, oscura y brillante, refleja los secretos del bosque. Parecen anteojos dibujados por la misma naturaleza, como si necesitara ver más allá del mundo tangible, como si supiera que en la bruma se ocultan verdades que los hombres han olvidado.

 

Cada paso del oso es un latido del monte. Las ramas crujen bajo su peso, pero él no perturba el silencio; lo llena. A su alrededor, los árboles se inclinan en reverencia, y el agua de los riachuelos murmura su nombre en dialectos que nadie entiende, salvo él. Es un caminante solitario, pero nunca está solo. El eco de su respiración se mezcla con el canto de las aves, con el susurro del viento que acaricia sus orejas. El bosque lo conoce, lo cuida, lo bendice.

 

Es un guardián de lo sagrado, de lo intangible. Se mueve con la lentitud de quien no tiene miedo del tiempo, porque sabe que el tiempo no puede alcanzarlo. Y así, en su andar pausado, deja una promesa escrita en la piel de la montaña: la vida sigue, se renueva, se esconde en las sombras y en las luces, pero nunca desaparece.

 

El oso de anteojos sigue caminando, desapareciendo entre los árboles como un suspiro de la tierra, como una leyenda que se cuenta en la bruma de la mañana.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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