El Guardián del tiempo
En las montañas andinas, donde la niebla
se abraza a los árboles y el musgo acaricia las piedras, camina un ser antiguo,
casi invisible, el guardián del tiempo. El oso de anteojos avanza con la calma
de quien ha visto mil lunas sin prisa, dejando huellas que el viento se
encargará de borrar. Su mirada, oscura y brillante, refleja los secretos del
bosque. Parecen anteojos dibujados por la misma naturaleza, como si necesitara
ver más allá del mundo tangible, como si supiera que en la bruma se ocultan
verdades que los hombres han olvidado.
Cada paso del oso es un latido
del monte. Las ramas crujen bajo su peso, pero él no perturba el silencio; lo
llena. A su alrededor, los árboles se inclinan en reverencia, y el agua de los
riachuelos murmura su nombre en dialectos que nadie entiende, salvo él. Es un
caminante solitario, pero nunca está solo. El eco de su respiración se mezcla
con el canto de las aves, con el susurro del viento que acaricia sus orejas. El
bosque lo conoce, lo cuida, lo bendice.
Es un guardián de lo sagrado, de
lo intangible. Se mueve con la lentitud de quien no tiene miedo del tiempo,
porque sabe que el tiempo no puede alcanzarlo. Y así, en su andar pausado, deja
una promesa escrita en la piel de la montaña: la vida sigue, se renueva, se
esconde en las sombras y en las luces, pero nunca desaparece.
El oso de anteojos sigue
caminando, desapareciendo entre los árboles como un suspiro de la tierra, como
una leyenda que se cuenta en la bruma de la mañana.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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