martes, 10 de septiembre de 2024

OFICIALES DE BOLÍVAR, ROMPAN FILAS

OFICIALES DE BOLÍVAR, ROMPAN FILAS

 

Aquel día el sol se alzó como si nada hubiera pasado, ignorante del temblor que recorría la piel de la tierra. Los árboles no eran distintos, las nubes avanzaban con la lentitud de siempre, pero en el corazón de los hombres y mujeres del M-19, algo titilaba con una fuerza nueva, incontrolable. Para los guerrilleros, esa tarde todo cambió.

 

El metal frío, curtido por la pólvora, ya no estaba. No hubo palabras, solo un leve eco, un gesto mudo que flotó entre ellos, combatientes, hombres y mujeres que habían apostado su vida en una idea más alta que la montaña más alta. La paz de la que hablaron los últimos meses —que se convirtieron en años— comenzaba hoy. La incertidumbre generada en diciembre por el incumplimiento del gobierno y el congreso quedaba atrás. Sin más miramientos, dejaban los fierros y apostaban a la lucha política.

 

En la chiva que nos llevaba desde Santo Domingo a Cali, los recuerdos golpeaban con la violencia de un río desbordado. Las marchas nocturnas bajo cielos cargados de estrellas, las emboscadas en las sombras, los operativos en ciudad, las despedidas, los compañeros que se desvanecieron como cenizas arrastradas por el viento. ¿Había valido la pena?, me pregunté en silencio, mientras los compas hablaban y reían. No oía las palabras, solo el eco de los disparos que ya no se harían, la promesa de un futuro que aún no conocía.

 

La revolución, esa llama que una vez ardió con fuerza en el pecho, ahora se sentía como una brasa lejana, tibia, no extinta, pero sí transformada. Me pregunté si la lucha se había convertido en otra cosa o si era yo quien ya no la entendía de la misma manera. ¿Acaso el fusil había sido una extensión de mi ser? Ahora que estaba desnudo de armas, ¿qué quedaba de mí?

 

Sentía el peso del pasado como una mochila vacía. Algo se había ido, algo se había ganado, y en el vacío de ese momento surgió un nuevo tipo de batalla: la que tendría que librar con mi memoria. Dejar las armas no significaba dejar atrás la guerra; la guerra ahora vivía en mi interior, en las cicatrices, en los fantasmas que, desde ahora, me seguirían por las calles de una ciudad que siempre había mirado desde la lejanía. Volver a la vida civil, decían. ¿Pero qué vida? En un país que enterraba todos los días a sus mejores hombres y que, en el transcurrir de su historia, solo era ejemplo de perfidia y engaños. Se me vino a la mente la suerte de Guadalupe Salcedo y su ejército de llaneros liberales, la propia comandancia del EME en estos últimos años.

 

Miré a mi alrededor. Los rostros de mis compañeros reflejaban alegría, el peso de un pacto con la historia, dijo Claudia, una guerrillera que venía de Bogotá, perdón, una ex guerrillera que venía de Bogotá. Se había firmado un acuerdo, sí, pero nadie sabía con certeza lo que iba a pasar. Los ideales, esos que los habían llevado a subir al monte, estaban intactos como el primer día. Tal vez la esencia de todo residía en el polvo, las cenizas de lo que fue, alimentando algo que todavía no comprendía. No sabía si era el único que sentía eso, pero mejor me uní a cantar junto con ellos durante el viaje. Más que un grupo de excombatientes, parecía un paseo escolar.

 

Guerrilleros, ahora despojados de su uniforme y sus armas, sentí entre mi pecho y espalda una nueva incertidumbre. El sol continuaba su ascenso, ajeno a la despedida, y en ese instante me dije en voz baja: la revolución no ha muerto, solo ha cambiado de trinchera. Y como alguien que despierta de un largo sueño, entendí que el verdadero combate apenas comenzaba, esta vez sin balas, pero con el peso de una historia que siempre me seguiría.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



No hay comentarios.:

Publicar un comentario