miércoles, 25 de septiembre de 2024

EL ÚLTIMO DÍA DEL NEGRO CASTILLO

El último día del Negro Castillo

 

Desde la ventana del cuartucho alquilado, Adolfo el “Negro Castillo”, observaba la plaza vacía como un cazador que aguarda al animal invisible en la espesura. El calor sofocante de la tarde se mezclaba con la incertidumbre que desde su llegada a la ciudad no lo había abandonado. Eran ya más de cinco horas desde que había llegado en un autobús polvoriento, llevando apenas una pequeña mochila con lo justo para sobrevivir el día. Su misión era clara, pero los detalles eran ambiguos como una conversación a media voz.

 

El reloj de la iglesia daba las cinco cuando recordó las palabras del hombre que lo reclutó. "Cuando el sol empiece a caer, alguien vendrá por ti. No preguntes, no dudes, sólo sigue." La espera se había vuelto interminable, y cada ruido de las calles hacía que el corazón del Negro diera un brinco. El pueblo, en su aparente letargo, era un hervidero de silencios cómplices, y él, apenas un suspiro en medio de una tormenta que aún no se desataba.

 

Adolfo pasó la mano por la barba rala que había empezado a crecerle en las semanas de entrenamiento. Era la primera vez que estaba tan cerca del frente de batalla, de esa acción de la que tanto le habían hablado en las montañas. La idea de entrar a la ciudad lo había hecho sentir libre, parte de algo grande, pero ahora que estaba en el corazón mismo de la bestia, el miedo empezaba a arañarle los huesos.

 

Un golpe suave en la puerta lo sacó de su trance. Dejó la botella de agua en la mesa y abrió. Era un muchacho joven, casi un niño, que lo miraba con ojos de perro callejero. "¿Adolfo?" preguntó, casi en un susurro. Adolfo asintió, y el muchacho hizo un gesto con la cabeza, invitándolo a seguirlo.

 

Caminando por las calles estrechas, apenas intercambiaron palabras. El sol se iba apagando detrás de los cerros, y la ciudad adquiría una calma extraña, como si estuviera reteniendo el aliento antes de un gran estallido. Adolfo sentía que cada paso lo acercaba a un destino irrevocable. Sus pensamientos volaban entre recuerdos de su infancia y la imagen nebulosa de la acción que esa noche debía cumplir. Se había entrenado para esto, lo sabía, pero nunca había imaginado que la espera lo consumiría tanto.

 

Llegaron a una casa humilde, alejada del bullicio, donde un grupo de hombres lo esperaba. Todos lo miraron sin hablar, como si su llegada fuera algo previsto desde hace mucho, un paso más en la larga danza de los conspiradores. Uno de ellos, el más viejo, le tendió una pistola envuelta en un trapo. "Es hora", dijo simplemente, sin ceremonias, y la palabra resonó en la mente del Negro Castillo como un eco infinito.

 

Mientras las sombras cubrían la ciudad, supo que había cruzado el umbral. Ahora era uno de ellos, uno más en esa ciudad dormida que pronto despertaría al sonido de disparos y gritos. No había vuelta atrás. Y mientras ajustaba el arma en la cintura, comprendió que la espera había terminado, pero que, en el fondo, no estaba seguro si estaba preparado para lo que vendría después.

 

Adolfo Castillo avanzaba con el grupo, los pasos de sus compañeros eran rápidos y certeros. La adrenalina comenzaba a latir en sus sienes, esperando el eco de los disparos que pronto romperían el silencio de la noche. Sabía que estaban a escasos minutos del punto de ataque: un convoy militar que, según la información, debía pasar por la calle central justo a medianoche. Las órdenes eran claras: desamar, sabotear y desaparecer.

 

La respiración se le aceleraba mientras cruzaban un callejón angosto, ya podía escuchar el ronquido de los motores acercándose. Todo estaba dispuesto. Él se escondió tras un muro de adobe, sosteniendo la pistola con ambas manos. De repente, una figura menuda apareció a la mitad de la calle, justo en la línea de fuego. Un niño, descalzo, con una pelota desgastada en las manos, corría despreocupado hacia el convoy sin notar el peligro inminente. El grito de un hombre retumbó en sus oídos: "¡Detengan el operativo, hay un niño!"

 

Todo ocurrió en una fracción de segundo. Adolfo, con el corazón martillándole el pecho, soltó el arma y corrió sin pensar, sin dudar. Las miradas de sus compañeros lo siguieron, estupefactos, mientras se lanzaba hacia el niño. Las balas empezaron a silbar a su alrededor. Al llegar al pequeño, lo alzó en brazos y lo empujó hacia una esquina segura, cubriéndolo con su cuerpo mientras el convoy se detenía, los soldados bajaban con armas listas, y el caos estalló.

 

Sintió el primer impacto en el hombro como un golpe sordo, el segundo en el abdomen lo hizo tambalear. Cayó de rodillas, pero presionó al niño contra sí para protegerlo. Todo a su alrededor se desmoronaba en un torbellino de disparos y gritos. Adolfo respiraba con dificultad, cada bocanada de aire le costaba más, pero en medio de la confusión, pudo ver al niño escapar, sano y salvo, perdido entre las gentes que alcanzaron a amontonarse en los alrededores.

 

Una paz extraña lo invadió mientras sentía su cuerpo ceder. El calor de la sangre se extendía por su camisa, y el frío lo envolvía como una manta. Escuchaba los ecos de los pasos de sus compañeros alejándose, el rugido de los motores del convoy que se retiraba, y en sus últimos momentos, no pensó en la revolución, ni en la misión fallida, ni siquiera en sus propios sueños. Pensó en el niño, en sus ojos grandes y aterrados, y en cómo había reaccionado ante el infortunio.

 

Se recostó en la calle, mirando el cielo despejado de la ciudad, y en su mente apareció el rostro de su madre, sus manos cariñosas lavándole las heridas de la infancia, las mismas manos que ahora lo recibirían en otro lugar. El aliento último del Negro Castillo se escapó silencioso, en paz, como si todo lo que había hecho en su vida hubiera sido para salvar ese niño en ese preciso momento.

 

El niño que había salvado, sin saberlo, se convertiría en un símbolo, una chispa de esperanza en una ciudad rota por la guerra. Pero Adolfo Castillo no viviría para verlo. Su último acto, el de salvar una vida, quedaría grabado en la memoria de quienes lo conocieron como el hombre que, en el último momento, eligió la vida sobre la muerte.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos





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