San Juan de paso
Mi ciudad, esa que alguna vez
conocí en cada esquina, ha quedado atrapada en los pliegues del tiempo. Era una
ciudad que latía al ritmo de los pasos de sus habitantes, una ciudad que
susurraba secretos en cada rincón, pero que ahora solo existe en la bruma de mi
memoria. Las calles, que alguna vez conocieron mis huellas, han decidido
dibujar otras historias, otras vidas que ya no me pertenecen. Y los recuerdos,
esos que antes eran nítidos como un día de sol, ahora se desvanecen como un
suspiro al viento. Ese viento que antes barría las aceras con fuerza, con
furia, es ahora un viento mudo, cansado, cargado de ausencias y despedidas.
Solo sopla en la quietud de mi mente, donde el pasado se refugia, resistiendo
el olvido.
Las fachadas, antes vivas con el
murmullo de las voces, se han vuelto sombras imprecisas, fantasmas que fluyen
entre los adoquines como un río de recuerdos. Ayer, la ciudad respiraba a
través de sus muros, una ciudad de paredes que escuchaban y hablaban, que
compartían con quienes se detenían a escucharlas, con techos que cubrían y
arropaban. Pero ahora, esos murmullos han sido tragados por la modernidad, por
un silencio que pesa más que cualquier palabra. Las plazas, los parques, los
rincones donde los sueños infantiles se arremolinaban como remolinos de viento,
han sido devorados por la voracidad del progreso, esa fiebre que transforma los
espacios en mercancías. Donde antes había risas y juegos, donde los niños
corrían detrás de sus fantasías, ahora solo hay gritos, el bullicio de un
mercado que se ha instalado en lo que alguna vez fue un refugio. Y lo que queda
es una imagen tenue, un reflejo difuso de lo que fue, flotando en el aire denso
de la nostalgia, como una fotografía desteñida por los años.
Mi ciudad se ha vuelto una copia
de las grandes urbes, ya no es más el refugio al que regresaba en la soledad de
las noches, cuando su niebla espesa me arrullaba. Se ha convertido en un eco de
otras ciudades, un lugar sin rostro, sin alma. Y aunque las luces de neón aún
no han apagado las estrellas, los edificios sin orden ni forma estética han
eclipsado los cielos, y lo que es peor, han opacado al volcán eterno, ese
paisaje que alguna vez miré con asombro. Ya no es la ciudad que me acogía en
sus brazos cuando el mundo se volvía demasiado grande. Pero todavía podemos
salvarla, evitar que se convierta en un lugar de paso, un nombre en un mapa, un
destino al que ya no pertenezcamos por la fiebre y el bullicio de lo que no nos
une, ni nos ama, ni nos quiere. Porque en algún rincón de mi mente, mi ciudad
sigue viva, resistiendo, esperando, como un viejo amigo que se niega a
despedirse, aferrada a los últimos retazos de lo que alguna vez fuimos juntos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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