domingo, 1 de septiembre de 2024

SAN JUAN DE PASO

San Juan de paso

 

Mi ciudad, esa que alguna vez conocí en cada esquina, ha quedado atrapada en los pliegues del tiempo. Era una ciudad que latía al ritmo de los pasos de sus habitantes, una ciudad que susurraba secretos en cada rincón, pero que ahora solo existe en la bruma de mi memoria. Las calles, que alguna vez conocieron mis huellas, han decidido dibujar otras historias, otras vidas que ya no me pertenecen. Y los recuerdos, esos que antes eran nítidos como un día de sol, ahora se desvanecen como un suspiro al viento. Ese viento que antes barría las aceras con fuerza, con furia, es ahora un viento mudo, cansado, cargado de ausencias y despedidas. Solo sopla en la quietud de mi mente, donde el pasado se refugia, resistiendo el olvido.

 

Las fachadas, antes vivas con el murmullo de las voces, se han vuelto sombras imprecisas, fantasmas que fluyen entre los adoquines como un río de recuerdos. Ayer, la ciudad respiraba a través de sus muros, una ciudad de paredes que escuchaban y hablaban, que compartían con quienes se detenían a escucharlas, con techos que cubrían y arropaban. Pero ahora, esos murmullos han sido tragados por la modernidad, por un silencio que pesa más que cualquier palabra. Las plazas, los parques, los rincones donde los sueños infantiles se arremolinaban como remolinos de viento, han sido devorados por la voracidad del progreso, esa fiebre que transforma los espacios en mercancías. Donde antes había risas y juegos, donde los niños corrían detrás de sus fantasías, ahora solo hay gritos, el bullicio de un mercado que se ha instalado en lo que alguna vez fue un refugio. Y lo que queda es una imagen tenue, un reflejo difuso de lo que fue, flotando en el aire denso de la nostalgia, como una fotografía desteñida por los años.

 

Mi ciudad se ha vuelto una copia de las grandes urbes, ya no es más el refugio al que regresaba en la soledad de las noches, cuando su niebla espesa me arrullaba. Se ha convertido en un eco de otras ciudades, un lugar sin rostro, sin alma. Y aunque las luces de neón aún no han apagado las estrellas, los edificios sin orden ni forma estética han eclipsado los cielos, y lo que es peor, han opacado al volcán eterno, ese paisaje que alguna vez miré con asombro. Ya no es la ciudad que me acogía en sus brazos cuando el mundo se volvía demasiado grande. Pero todavía podemos salvarla, evitar que se convierta en un lugar de paso, un nombre en un mapa, un destino al que ya no pertenezcamos por la fiebre y el bullicio de lo que no nos une, ni nos ama, ni nos quiere. Porque en algún rincón de mi mente, mi ciudad sigue viva, resistiendo, esperando, como un viejo amigo que se niega a despedirse, aferrada a los últimos retazos de lo que alguna vez fuimos juntos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




 

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