La primavera
En un rincón del tiempo, donde
las hojas secas y el polvo se amontonan como testigos silenciosos de lo que
fue, una gota de lluvia se detiene, suspendida como un espejismo en el cristal
de un sueño. Los árboles, viejos sabios de la naturaleza, murmuran secretos que
el viento acaricia con la suavidad de recuerdos lejanos.
La lluvia, con su cadencia
delicada, no solo empapa el suelo; también se cuela en los rincones de los
recuerdos, esos que se deslizan como cintas de colores en el barro. En ese
barro, el eco de una risa se entrelaza con el llanto, formando un tapiz de
emociones enlazadas.
En la calle solitaria, bajo la
luz titilante de las farolas de los autos, que parecen recordar tiempos
mejores, la lluvia se desliza con sus pasos etéreos, persiguiendo sombras de un
mundo que se les escapa. La lluvia canta una canción de cristal, un himno de
nostalgia y esperanza que se derrama en cada gota. Cada gota lleva consigo un
deseo, una promesa tenue de que, a pesar de todo, siempre habrá un mañana.
Afuera dos vidas se entrelazan, un
niño que se siente gigante en su mundo pequeño, y un anciano que aún guarda la
esperanza de un renacimiento que parece esquivo, pero que al mirar al niño
jugando bajo las goteras de los aleros del tejado, se da cuenta que eso es la
primavera, en un país sin estaciones.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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