El Patio del Liceo
Para Elkin René en donde esté, en
nuestros recuerdos, en la memoria viva…
En la quietud del patio del
Liceo, las horas transitan bajo los pasos de los estudiantes, en su sonido de
madera vieja y baldosa curtidas por el tiempo. El sol, tímido aún, se filtra
entre las vidrieras de la marquesina. Cada mañana, el viento parece susurrar
viejas historias a las paredes gastadas, testigos de tantas generaciones que
han pasado por sus corredores.
Un zumbido de risas y murmullos
se eleva, como si el tiempo en este lugar se resistiera a cambiar. Las mochilas
caen pesadas al suelo y los cuadernos abren sus alas de papel, ansiosos por
volar entre palabras que pronto se escribirán. El profesor, con su andar
pausado, cruza el umbral de las aulas, donde la luz del día es tenue, casi
soñolienta, y los pupitres arrastran ecos de días que ya no están.
En el centro del patio, una vieja
estatua se mantiene en pie, la campana ya no suena con los años, pero sigue
cantando su monótono arrullo. Los estudiantes pasan junto a ella sin detenerse,
pero ella, incansable, sigue su murmullo eterno, como si entendiera que el
tiempo, aquí, solo pasa cuando lo olvidamos.
El viento acaricia los rostros,
despeina cabellos y juega con las sombras que se extienden largas sobre las
baldosas desgastadas. Hay algo en este rincón que recuerda a la infancia: la
certeza de que todo es posible y que la vida, apenas asoma por entre los
cerrojos del porvenir.
Y al final del día, cuando los
últimos ecos se apagan, el patio queda en silencio. Los postes de madera
vigilan una vez más, firmes en su lugar, como guardianes de un secreto que solo
revelan a quienes saben escuchar. Aquí, entre el ruido de las clases, el aire
cargado de promesas, y las horas que se diluyen como un suspiro, se encuentra
el recuerdo de algo eterno, escondido en la piel de este antiguo Liceo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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