lunes, 2 de septiembre de 2024

SUI GENERIS

 Sui generis

 

En algún momento de mi juventud, pensando en no sé qué, sin dejar la salsa, ni la música protesta, donde las horas se dilatan y las melodías se enredan en el viento como hilos de luz, descubrí el sonido de un piano que flotaba en mi mente quedándose para siempre. Las notas que brotaban de las teclas parecían tener vida propia, cada una portando la memoria de un tiempo en que las noches se desbordaban de vino y secretos, para que nunca olvide que hubo un tiempo que fue hermoso.

 

Charly, el mago de cabellos desordenados y bigote dicromático, tocaba con la intensidad de quien conoce todos los misterios del universo, pero prefiere guardarlos en su pecho. Cada acorde era un eco de los sueños que se habían perdido entre el murmullo de mi ciudad, de las tardes de lluvia que ahogaban las promesas hechas en las plazas vacías, de la lucha clandestina y los amores perdidos.

 

En las mañanas, despertaba con el primer rasgueo de la guitarra, sonando en casetes grabados en cualquier parte, como si un susurro invisible me llamara a recordar lo que habían intentado olvidar, porque estábamos en épocas en las que sabíamos que la persona que amas puede desaparecer. En algunas tardes cuando organizábamos la fiesta, las mujeres, con sus faldas de colores, a las que sus piernas flacas se parecían quebrar, cantaban al compás de los coros, y los amigos, con sus rostros aún de niños, se dejaban llevar por las melodías que parecían conocer desde siempre. Por eso desde ese tiempo yo no voy en tren, voy en avión.

 

La música de Charly era como un tren que jamás llegaba a destino, recorriendo eternamente los paisajes de la memoria. En sus letras, las historias de amores imposibles y utopías rotas se tejían con la misma precisión con la que el cielo se unía al mar en el horizonte. Había en su voz una tristeza infinita, un eco de soledad que se confundía con la risa y el desparpajo. Siempre diciendo que no puede soportar la verdad, porque el terror lo va a matar.

 

Aquella música, que resonaba en el corazón como una antigua profecía, como esas motos que van a mil, no era solo un sonido; era un hechizo que envolvía en una bruma de melancolía y de esperanza al mismo tiempo. Las notas danzaban en el aire, rozando los sueños de quienes aún creían en la magia de las palabras, rasguñando las piedras, demoliendo hoteles, desapareciendo dinosaurios o simplemente volando bajo. Con el poder de sus canciones se curaban las heridas más profundas.

 

Y así, Charly sigue tocando, arrancando del silencio las notas de una música que no conoce el tiempo, que como el amor, se niega a morir y me lleva siempre a recordar que yo quise el fin y había más, y yo quise más, y no había fin.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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