El encargo
Había caído la tarde en la cárcel,
pero en el pabellón de los subversivos el tiempo no obedecía al reloj de los
carceleros. El aire olía a consignas y a recuerdos de montañas, de noches
interminables bajo la luna fría. En aquel pequeño rincón de la prisión, donde
las ventanas apenas dejaban entrar un rayo de luz, los días no se medían en horas,
sino en golpes, en gritos, en silencios densos como el humo de los cigarrillos
que se consumían rápido en manos temblorosas.
Gabriel llevaba allí ya más de
seis meses, aunque había perdido la cuenta exacta. El motivo de su
encarcelamiento era el mismo que el de tantos otros hombres de su generación:
había luchado. Y en aquella lucha, había perdido su libertad, pero no su causa.
Pertenecer al M-19 lo había llenado de un orgullo que ahora, tras las rejas, le
hervía en la sangre como una promesa no cumplida. Las noches pasaban con los
murmullos de otros compañeros, entre sueños rotos y promesas que se alzaban
como fantasmas en la penumbra.
Una tarde, mientras Gabriel se
recostaba contra el muro húmedo de su celda, escuchó los pasos lentos de
Camilo, un guerrillero viejo, de esos que parecían haberse formado en la
clandestinidad misma del tiempo. Camilo se acercó con su andar pausado,
arrastrando los pies como si cada paso fuera un eco de las marchas eternas por
las montañas. Lo miró con sus ojos hundidos y brillantes, y en silencio sacó
una hoja arrugada de entre su camisa, vieja, pero impecable. Sin decir nada, se
la entregó.
—Llévala a mi hijo, cuando salga
—dijo Camilo, en voz baja pero firme.
Gabriel tomó la carta con manos
temblorosas. La arruga del papel reflejaba el sufrimiento de quien la había
escrito. Sabía que Camilo no iba a salir de allí, al menos no por su propia
voluntad. Estaba enfermo, con una tos que resonaba cada noche en las celdas
como un recordatorio de lo que les esperaba. Era como si cada vez que tosía, el
mundo más allá de los muros se volviera más lejano.
—¿Qué le digo? —preguntó Gabriel,
sin saber cómo cargar con aquella responsabilidad que pesaba como el plomo.
Camilo lo miró largo rato, como
si buscara en sus ojos una promesa no verbalizada.
—Dile que no me busque. Que no me
espere. Que recuerde que su padre peleó por algo más grande que él, por algo
más grande que todos nosotros. Y que, aunque no me vea nunca más, mi voz estará
siempre con él —respondió el compañero, antes de darse la vuelta y regresar a
su rincón, donde se sentó y volvió a perderse en su tos eterna.
Esa noche, Gabriel no pudo
dormir. La carta lo quemaba en el bolsillo de su pantalón, como si fuera un
trozo de sol encerrado en aquel pedazo de papel. Imaginaba al hijo de Camilo,
un muchacho que probablemente ya no recordaba el rostro de su padre, pero que
viviría con la sombra de su ausencia. Gabriel nunca había escrito una carta
desde la cárcel, porque no tenía a quién dirigirla. Su familia no sabía que el
estaba en el país, para ellos el seguía en una beca de estudio en la Unión Soviética,
además el tiempo de prisión terminaría por preclusión del proceso en una
semana, los recuerdos de su casa eran simples y lo único que le acompañaba eran
los ecos de los disparos en las montañas, donde llegó el mismo fin de semana
que dijo que saldría para Europa.
Los días pasaron lentos y
monótonos, pero la presencia de la carta en su bolsillo le daba a Gabriel un
propósito extraño. Era como si esa pequeña misión, ese simple encargo, le
conectara con algo más allá de las rejas. Mientras los otros prisioneros se
iban consumiendo en sus pensamientos, él, sin darse cuenta, había comenzado a
alimentar una esperanza que no era la suya, pero que lo mantenía vivo. Había
algo en esa carta, en las palabras de Camilo, que lo hacían pensar en la
libertad no como una posibilidad lejana, sino como una llama interna que aún no
se apagaba.
La salud de Camilo empeoró. La
tos se volvió más aguda y, en la madrugada del séptimo día tras haber entregado
la carta, el viejo guerrillero murió, envuelto en un silencio que sólo fue roto
por los primeros rayos del sol que entraron a través de las rejas.
Esa misma mañana, Gabriel supo
que el tiempo de la carta había llegado. Poco después, le notificaron que sería
liberado. La noticia lo sorprendió, pero su primer pensamiento no fue para él
mismo, sino para la carta, para la promesa que había hecho.
Cuando por fin cruzó el umbral de
la prisión, el aire frío lo golpeó con fuerza. Sintió el sol sobre su piel como
si lo estuviera sintiendo por primera vez en años. Tomó la carta de su
bolsillo, la alisó con cuidado, y la guardó en su pecho. Camilo no lo vería
más, pero su hijo sabría que su padre, en su último acto, había dejado un
legado de lucha y resistencia.
Mientras bajaba por las calles
empinadas, Gabriel no pudo evitar una sonrisa. Sabía que llevaría esa carta a
su destino, y aunque no conocía el rostro del hijo de Camilo, en su corazón se
había forjado un vínculo invisible, el mismo que une a aquellos que, aunque
privados de libertad, jamás dejan de soñar con ella. Por primera vez en todo
ese tiempo sintió la necesidad de leerla y así lo hizo, pronunciando cada
palabra como si fuera Camilo y sintiéndolas como si fueran para él:
A mi hijo, en los albores de su
juventud,
Desde la cárcel, donde me retiene
la infamia de los poderosos,
Hijo mío:
No me pesa la prisión, ni las
cadenas que atenazan mis manos, porque sé que lo que me ha traído hasta aquí es
la lucha por un ideal más grande que los barrotes que intentan contenerme. Mi
espíritu sigue libre, intacto, indomable. Lo que me angustia es la distancia
entre nosotros, la incapacidad de verte crecer, de escuchar tus primeras dudas,
de sentir tus primeros pasos en el difícil sendero de la vida. Hoy entras en
esa edad en la que el hombre empieza a comprender el mundo, y es justamente
ahora cuando más necesitas la verdad, no las mentiras que te susurrarán
aquellos que quieren hacer de ti un esclavo.
Quiero que sepas, hijo, que no
estoy aquí por un crimen que me pertenezca, sino por el crimen de haber querido
liberar a los oprimidos, por haber alzado mi voz contra aquellos que se creen
dueños de la patria y del destino de los hombres. Aquí me llaman subversivo,
como si subvertir el orden injusto fuera algo de lo que debiera avergonzarme. Si
he sido subversivo, ha sido por amor a la libertad, por la convicción de que el
mundo no puede seguir siendo gobernado por tiranos.
No permitas que te conviertan en
lo que ellos desean: un obediente súbdito, un cordero que sigue al rebaño sin
preguntarse por qué. Tú llevas en tu sangre la fuerza de aquellos que se han
rebelado contra la injusticia, la dignidad de los que no han aceptado el yugo
sin antes luchar. Cuando te hablen de patria, hijo, recuerda que la patria no
es la tierra que nos venden con sus banderas y sus himnos vacíos; la patria
verdadera es la justicia, y aquel que lucha por ella, aun desde las sombras de
una celda, es más libre que el más alto de los tiranos en su trono.
Sé que el camino que tendrás por
delante será arduo, lleno de confusiones y tentaciones. Pero si algo he de
pedirte en esta carta es que nunca traiciones tu conciencia. El hombre que
traiciona su conciencia es más prisionero que yo, más muerto que aquellos que
la tiranía ha ejecutado.
Te escribo estas palabras no con
la amargura del derrotado, sino con la esperanza del que sabe que su causa es
justa. No importa si alguna vez salgo de este encierro o si los años me
marchitan aquí; lo que importa es que, fuera de estos muros, tú tomes mi
bandera, no como una carga, sino como una antorcha que ilumine tu camino.
Tu padre, que te ama y te observa
desde la sombra,
Un prisionero, pero jamás un
esclavo.
Camilo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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