Los Atardeceres Rojos
Las tardes se desangran en tonos rojos. El volcán eterno se
dispone a posar para las fotos que logro capturar con mi celular de gama media,
y es en ese momento cuando recuerdo tu mano, cálida y distante, cuánta falta le
hace a la mía.
Hay algo en esos atardeceres que huele a despedida, a final
de día, de mes o de verano, a días que se escurren entre los dedos como arena
seca, casi polvo. El cielo se enciende en llamas y, por un instante, el mundo
entero parece arder en una melancolía suave, en ese último resplandor antes de
que la noche nos envuelva.
Tu mano, esa que me hace falta, ligera como el viento que
arrastra las hojas caídas, dibuja en mi piel mapas invisibles de recuerdos
compartidos. Sé que, de todas formas, es mi mente la que te trae. Pero en cada
caricia siento la pérdida de un día que no volverá, de un sol que se oculta
demasiado pronto, dejando la certeza de que la oscuridad siempre regresa, silenciosa
y voraz.
Hay una tristeza dulce en estos atardeceres, una belleza que
duele, que se clava en el pecho como una espina que no quiero arrancar. Los
rojos se mezclan con los dorados, y en ese instante fugaz, cuando el sol se
funde en el horizonte tras el volcán eterno, parece que el tiempo se detiene,
que la vida respira hondo antes de continuar su marcha inexorable.
Tu mano sigue allí, en mi mente, firme y temblorosa a la
vez, y en su calor encuentro un refugio contra la certeza de que estos atardeceres
rojos no son nuestros, que no nos pertenecen. Se irán, como se va el sol, como
se van los días, dejándome solo en la penumbra, con las sombras alargadas de lo
que alguna vez fui.
Me haces una falta mortal, casi destructora; me demuele
pensar en tu mano sin tenerla. Me dueles ausente, me dueles lejana.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario