Santo Domingo
Era un día cualquiera, uno de
esos en los que el cielo parece haberse olvidado de ser azul. Las nubes
dibujaban sombras sobre los campos, mientras el viento susurraba secretos en
los árboles. Carlos Pizarro caminaba entre las montañas, dejando que sus botas
siguieran el ritmo de un corazón que había conocido la furia de las balas y el
ardor de la esperanza. Aunque cansado, su alma seguía buscando la paz, una paz
que sabía lejana, pero inevitable.
El tiempo pesaba en sus hombros,
como pesaba en los rostros de los hombres y mujeres que lo seguían, aquellos
que, como él, habían abrazado las armas en nombre de un sueño. Las hojas caían
a su alrededor, como caen los sueños que, con el paso del tiempo, se desvanecen
en el aire. Y, sin embargo, aún flotaban las palabras no dichas, aquellas que
no murieron en el estruendo de las emboscadas ni en las noches de selva. Pensó
en Iván Marino, en su lucha solitaria en medio de Cali, contra un ejército
desproporcionado. En “El Turco”, su amigo, su comandante asesinado en un
apartamento en Bogotá. En Afranio, su chamán, asesinado a mansalva hace unos
días. En Bateman y su certeza de la vida… Suspiró en silencio y no pudo evitar
que dos lágrimas se escaparan.
No había prisa. El M-19, aquel
ejército de sueños rotos y balas que una vez fue esperanza y revolución, estaba
dando sus últimos pasos en la guerra. Los fusiles ya no hablaban, pero los ecos
de lo que fueron seguían vibrando en los corazones. Las risas antiguas, las
promesas que se hicieron bajo cielos más claros, aún murmuraban entre ellos,
aunque sabían que el fin estaba cerca.
La paz se sentía como el viento
en la piel: fría, pero necesaria. Pizarro sabía que el fin de la lucha no
significaba el fin del sueño, solo que ahora la batalla sería otra. El hombre
que una vez había liderado asaltos y conspiraciones caminaba hacia una tregua, no
solo con el enemigo, sino con el tiempo.
Y en ese instante, en ese momento
alargado por el peso de los recuerdos y la incertidumbre del mañana, Carlos
dejó que las sombras de las montañas lo envolvieran. Sabía que su nombre
viviría entre aquellos que recordaran las promesas no cumplidas y los que aún
buscaban un país distinto. Los días del M-19 como grupo armado estaban
contados, pero su historia, esa, seguiría flotando en el aire, como las hojas
que caen, silenciosas, para fertilizar la tierra que algún día, tal vez, vería
florecer la libertad.
El viento siguió susurrando, y
Pizarro, sin prisa, dejó que el futuro lo alcanzara.
¡OFICIALES DE BOLÍVAR, ROMPAN
FILAS!
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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