lunes, 16 de septiembre de 2024

EL GUERRILLERO DE ASFALTO

El guerrillero del asfalto

 

Había dejado la ciudad hacía apenas tres días, pero a Pablo ya le parecía una vida entera. El ajetreo del asfalto, las esquinas donde vigilaba los pasos ajenos, las luces tintineantes que anunciaban la noche, todo eso se había esfumado como un mal sueño. Ahora, el monte se extendía ante él, vasto e impenetrable, con su calor sofocante y un aire pesado que se le metía en los pulmones como si fuera a ahogarlo.

 

Su llegada había sido recibida con risas. Los veteranos guerrilleros del monte lo miraban como a un cachorro que apenas había abierto los ojos, un niño perdido entre fieras que ya conocían demasiado bien las reglas de esa selva. Las botas de Pablo, húmedas hasta el alma, eran objeto de bromas. "Se te va a pudrir el pie, compadre", le dijo un moreno flaco, riendo con una mueca que dejaba entrever los dientes desgastados por el cigarrillo y el tiempo.

 

Pablo intentaba mantener la compostura. Él, que había sobrevivido a redadas en la ciudad, esquivado a la policía en callejones oscuros y dormido en sótanos húmedos esperando el próximo golpe, ahora se encontraba tambaleante, incómodo, como si el mismo suelo lo rechazara. Cada paso en el barro se sentía como un hundimiento, como si el monte quisiera devorarlo. El zumbido de los mosquitos era constante, irritante, pero no tanto como el pegajoso calor que hacía hervir su piel bajo el uniforme.

 

Los otros guerrilleros se movían como sombras, como si fueran parte de ese paisaje verde y salvaje. Sus risas, que estallaban a cada torpeza de Pablo, parecían brotar de la misma selva, resonando entre los árboles altos y espesos. "Aquí no hay sirenas que te despierten, compañero. Aquí lo que manda es la tierra y el sol", le dijo una mujer de ojos oscuros, que se secaba la frente con una camisa raída.

 

En la ciudad, Pablo había sido un líder. Organizó asaltos, discutió estrategias, soñó con la revolución desde las alturas de los edificios. Pero el monte era otra cosa. Aquí, las palabras eran pocas y el silencio era ley. El crujir de las ramas bajo el peso de los hombres armados, el susurro de las hojas al viento, el aullido distante de un animal nocturno, todo parecía más verdadero que cualquier consigna política.

 

Las noches eran lo peor. El frío lo golpeaba con una ferocidad inesperada, como una traición de la naturaleza. Las risas de la guerrillerada se apagaban con el crepúsculo, y las sombras se volvían más espesas, envolviendo sus pensamientos. Pablo se acostaba en su hamaca improvisada, con el cuerpo adolorido por la marcha del día y los ojos abiertos al oscuro techo de hojas. Se preguntaba cuánto faltaría para que el monte lo aceptara, para que las risas se transformaran en camaradería, para que sus botas dejaran de estar húmedas.

 

"Te vas a acostumbrar", le había dicho el comandante antes de enviarlo al monte. "Todos lo hacemos. El monte te prueba, te mide. Y si te acepta, será tu casa. Si no... bueno, lo sabrás pronto."

 

Y eso era lo que más lo atormentaba. El monte parecía más vivo que la ciudad que había dejado, más despierto y consciente. Lo miraba, lo pesaba, y él aún no sabía si iba a sobrevivir a su juicio. Las risas de los guerrilleros, el calor implacable, las botas pesadas y mojadas, todo era parte de esa prueba.

 

Pero mientras el sol se escondía, y los mosquitos seguían rondando como fantasmas sobre su piel, algo en el fondo de su ser le decía que, aunque la selva no lo había aceptado del todo, él ya no podía volver. El asfalto no sería jamás lo mismo.

Ay, Clementina, ¿dónde estarás en esta tarde de calor infernal?

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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