martes, 24 de septiembre de 2024

LA LLANADA

La Llanada

 

El viento no apura su paso. Se desliza como un susurro paciente, acariciando las ramas que lo esperan desde siempre. No corre, no escapa, camina despacio, como quien lleva en sus bolsillos historias que no tiene prisa por contar. Es el viento viejo, el que ha escuchado los secretos del amanecer, esos que nacen antes de que la primera luz rompa la oscuridad.

 

El sol, que aún no se atreve a alzar su voz, estira sus brazos tímidos sobre la montaña. Se cuela entre los árboles, dibujando en la piel de la tierra sombras que nunca son las mismas, como si quisiera reinventar el mundo cada mañana. Todo lo que toca se despierta lentamente, el murmullo de la vida apenas empieza, y las flores, ebrias de rocío, levantan sus cabezas para beber la luz naciente.

 

Las montañas, como gigantes centinelas, no dicen nada. Desde su altura, observan, guardianas silenciosas de los pasos del tiempo. Ellas lo han visto todo: el dolor y la fiesta, las lágrimas y las carcajadas de la vida. Y en su silencio se esconde un eco antiguo, un latido que pertenece al viento, un canto que nadie más escucha, pero que todos sienten en lo más hondo del alma.

 

Y cuando todo parece haber renacido, hasta lo que nunca se ha perdido, llega la tarde, con su promesa de calma. Las aves se apagan en el horizonte, el viento se recuesta en el regazo de las montañas, y el día se disuelve lentamente en el abrazo de la noche. Todo, en La Llanada, respira la necesidad de paz, de un mundo que ha aprendido a renacer, sin prisa, una y otra vez, sin perderé la esperanza.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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