lunes, 23 de septiembre de 2024

SOTOMAYOR

Sotomayor

 

El viento, leve como una canción perdida, roza la piel con un eco de antiguos recuerdos. El sol, en su tibieza dorada, se posa en mi rostro como un susurro, una mano que vuelve a la memoria, aún viva. Mi padre camina, marcando el sendero, y yo sigo sus pasos, envuelto en una alegría silenciosa.

 

Cada hoja que desciende, como oro viejo, lleva en su caída un silencio, una palabra no dicha, un suspiro que el bosque recoge en su desnuda quietud.

 

Me encuentro en este paraje de montañas altas y cielos profundos, donde el tiempo se disuelve entre las ramas que respiran, y mi ser se hunde, como raíz, en la tierra húmeda y oscura.

 

Todo se vuelve vasto, esencial, en el corazón de la montaña: la luz que se filtra entre las sombras profundas, los juegos de penumbra que parecen danzar con el día, el eco lejano de un latido que no es mío, pero que en este lugar me llama y me reclama.

 

Aquí, en la inmensidad de lo callado, el silencio es el único testigo de mis pasos. Busco, entre los velos del viento, aquello que yace más allá de lo visible, lo que el misterio guarda en la entraña de esta tierra antigua.

 

Solo me inundan los recuerdos: mi padre conversando con los campesinos, el olor a tierra húmeda, a café recién colado, a plátanos maduros en un plato de metal desgastado, y esa alegría de mis ocho años que vuelve a invadirme de los pies a la cabeza.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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