viernes, 20 de septiembre de 2024

EN MI MEMORIA

En mi memoria

 

Mi piel guarda el eco de tus caricias, esas que dejaste como huellas invisibles en cada rincón de mi cuerpo. No importa cuánto tiempo haya pasado, cada poro aún te recuerda, como si tu tacto fuera una brisa que nunca se disipa, un eco suave que resuena en la sangre. Mi piel tiene memoria, y esa memoria es más nítida que cualquier recuerdo que mi mente pueda invocar. Es en la quietud de la noche, cuando el silencio es profundo, que siento el peso de tu ausencia como una caricia invertida, un vacío que toca y duele.

 

Mis manos, que una vez recorrieron la geografía de tu cuerpo, ahora se quedan vacías, buscando lo que ya no está. Y aunque el tiempo ha intentado borrar los surcos que dejaste, mi piel no cede, no olvida. Cada cicatriz, cada marca, es testimonio de ti, de lo que fuiste, de lo que soy cuando te pienso. Es extraño cómo el cuerpo guarda lo que el alma se empeña en soltar. Mi piel te invoca, te reclama, aún en esos días en que me esfuerzo por olvidar. Pero no puedo. No puedo porque tu ausencia tiene el mismo peso que tu presencia, y mi piel, fiel testigo de todo, sigue recordando lo que fuimos, lo que ya no somos.

 

Mi cuerpo no miente. Guarda el secreto de lo vivido, y aunque el tiempo intente borrar la memoria de mi corazón, mi piel aún te lleva, como si tu sombra hubiera quedado impresa en mí, más allá del olvido.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

jueves, 19 de septiembre de 2024

POEMA

Poema

 

¿Y quién soy yo sino un viajero en tu cielo, 

un niño que mira asombrado tu brillo de luna? 

Camino entre nubes solo para verte, 

sacudo estrellas para que nunca te falte luz. 

Meto mis manos en el fuego, 

Y pierdo el miedo a las sombras, 

para descubrir contigo los secretos del viento 

y las palabras que los árboles guardan en sus ramas.

 

Te sigo desde antes de que el sol naciera, 

como el agua que corre, como el fuego que danza, 

y en mi pecho late un amor que aún no ves, 

que guardo, tranquilo, 

esperando el día en que te canses de buscarlo lejos.

 

Tengo para ti los murmullos de la tierra, 

el canto del trueno en las tormentas, 

y en mi abrazo llevo el calor del mundo, 

las huellas que el tiempo dejó en mi piel, 

porque, por lo que vale la pena, 

vale dar la vida entera.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



CARTAS DE AMOR 38

CARTAS DE AMOR 38


Señora bonita,

 

Pienso en usted con la misma devoción con la que uno mira el horizonte al caer la tarde, esperando siempre, como si la vida fuera a comenzar de nuevo cuando el sol toca las montañas. La recuerdo como se recuerda lo que nunca se ha olvidado, la extraño como se extraña lo que no se ha tenido del todo. Y en esa mezcla de realidades y fantasías, me permito desearla, como se desea la fruta madura que el árbol ofrece sin prisa, sabiendo que hay que esperar el momento justo para probarla.

 

Imagino su risa, y siento en mi pecho ese calor que no viene del sol, sino de los recuerdos que se han vuelto carne. Porque su risa no es solo un sonido, es la melodía que acompaña los días que se alargan sin fin. Es un eco que resuena en los rincones más profundos de mi alma, un eco que me asegura que la vida, con sus complicaciones, sigue siendo un lugar donde vale la pena soñar.

 

Cuando usted ríe, señora, el mundo se detiene. Las guerras olvidan sus batallas, los pájaros callan para escucharla y hasta el viento parece cambiar su rumbo, buscando su voz. En su risa están los colores del amanecer, las promesas del crepúsculo, y los susurros de la tierra que pide ser escuchada. Es una carcajada que ilumina las sombras de mis días, el estallido que disipa mis noches de soledad. Con usted, uno no puede más que rendirse ante la certeza de que la vida, aunque cruel, puede ser generosa.

 

La imagino, siempre, como una tarde de verano en la que el tiempo parece detenerse. Una tarde que arde en su luz, pero que no quema, que invita al descanso bajo la sombra, y al mismo tiempo, al caminar sin rumbo por senderos desconocidos. Es usted el sol que nunca se apaga, el que, incluso en medio de la tormenta, insiste en aparecer. Con usted, siempre hay un nuevo amanecer, una nueva promesa.

 

Pero usted, mi señora, es más que una tarde de verano. Es el enigma de la fruta que cae solo cuando está lista. No llega antes, ni se demora. Sabe cuándo es su momento. Y yo, en mi impaciencia, espero con la certeza de que cuando el destino decida, cuando la vida lo permita, la tendré, la saborearé, como quien prueba el fruto más dulce y entiende de pronto todos los misterios del mundo.

 

En usted, todo cobra sentido. En su risa, en su mirada, en su presencia. Usted me ha enseñado que el tiempo no es más que un cómplice, que la vida es como el vino añejo que debe beberse sin prisa, a sorbos pequeños y eternos. Y aunque el futuro sea incierto, siempre me quedarán sus ojos. Esos ojos que, como estrellas en una noche oscura, tienen el poder de salvarlo todo.

 

Con amor eterno, 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

MI SUEÑO

 

Mi Sueño

 

Quiero habitarte 

como el río que al alba besa la tierra, 

silencioso y eterno, 

penetrar hasta los parajes ocultos de tu alma, 

donde los secretos duermen bajo sombras vivas, 

guardados en la curva de tu sonrisa, 

en el susurro aletargado de tu sombra.

 

Quiero aprenderte 

como el viento que recorre la montaña, 

palmo a palmo, 

detenerme en cada pliegue, 

en cada rincón donde el deseo nace 

como un brote tras la lluvia. 

Ser el aire que se filtra entre tus dedos, 

corriente suave que te envuelve, 

que te descubre en la luz y en la penumbra.

 

Quiero andarte 

como quien camina con la luna entre los árboles, 

sentir tu estremecimiento, profunda como la tierra, 

y fundirnos, 

como se funden el monte con la niebla 

en un abrazo de fuego puro, 

donde se encuentran la vida y el primer rayo de luz 

del sol que resplandece en tus labios rojos.

 

Seremos el día que amanece 

y el eco inquebrantable 

que da sentido al vasto horizonte del tiempo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 17 de septiembre de 2024

LA PAZ TIENE MEMORIA

La paz tiene memoria

 

La paz no llega como el trueno, 

se alza en la bruma de las montañas, 

como la neblina que cubre las colinas 

y enmudece las voces viejas del dolor. 

En la luz del ocaso, en la tierra callada, 

se tejen susurros de antiguos pasos 

que alguna vez cruzaron los caminos 

bajo cielos pesados de lluvia.

 

La paz es una herida que canta, 

un río oscuro que fluye lento, 

arrastra las hojas secas de la historia, 

y en su cauce, la sangre se convierte 

en agua clara, en memoria que sueña. 

Sus nombres, sembrados en la tierra, 

crecen como árboles nuevos 

en los rincones donde el viento recuerda 

la guerra y el olvido.

 

Hay en la paz un murmullo profundo, 

una voz que viene de las montañas lejanas, 

de los bosques donde se encienden los cielos, 

de los rostros que miraron el fuego 

y la larga sombra del tiempo. 

En ese silencio habita la paz, 

en el eco de los días enterrados, 

donde las estrellas danzan 

como recuerdos perdidos.

 

Es en la memoria donde la paz florece, 

como una flor silvestre en el crepúsculo, 

en las grietas de las piedras antiguas, 

allí donde el futuro se dibuja despacio, 

con manos que llevan el peso del ayer. 

Cada paso que damos hacia la mañana, 

lleva en su canto 

el perdón que nace del corazón oscuro, 

y el sol que alumbra las cicatrices del alma.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Fotografía de Darwin Córdoba


lunes, 16 de septiembre de 2024

EL GUERRILLERO DE ASFALTO

El guerrillero del asfalto

 

Había dejado la ciudad hacía apenas tres días, pero a Pablo ya le parecía una vida entera. El ajetreo del asfalto, las esquinas donde vigilaba los pasos ajenos, las luces tintineantes que anunciaban la noche, todo eso se había esfumado como un mal sueño. Ahora, el monte se extendía ante él, vasto e impenetrable, con su calor sofocante y un aire pesado que se le metía en los pulmones como si fuera a ahogarlo.

 

Su llegada había sido recibida con risas. Los veteranos guerrilleros del monte lo miraban como a un cachorro que apenas había abierto los ojos, un niño perdido entre fieras que ya conocían demasiado bien las reglas de esa selva. Las botas de Pablo, húmedas hasta el alma, eran objeto de bromas. "Se te va a pudrir el pie, compadre", le dijo un moreno flaco, riendo con una mueca que dejaba entrever los dientes desgastados por el cigarrillo y el tiempo.

 

Pablo intentaba mantener la compostura. Él, que había sobrevivido a redadas en la ciudad, esquivado a la policía en callejones oscuros y dormido en sótanos húmedos esperando el próximo golpe, ahora se encontraba tambaleante, incómodo, como si el mismo suelo lo rechazara. Cada paso en el barro se sentía como un hundimiento, como si el monte quisiera devorarlo. El zumbido de los mosquitos era constante, irritante, pero no tanto como el pegajoso calor que hacía hervir su piel bajo el uniforme.

 

Los otros guerrilleros se movían como sombras, como si fueran parte de ese paisaje verde y salvaje. Sus risas, que estallaban a cada torpeza de Pablo, parecían brotar de la misma selva, resonando entre los árboles altos y espesos. "Aquí no hay sirenas que te despierten, compañero. Aquí lo que manda es la tierra y el sol", le dijo una mujer de ojos oscuros, que se secaba la frente con una camisa raída.

 

En la ciudad, Pablo había sido un líder. Organizó asaltos, discutió estrategias, soñó con la revolución desde las alturas de los edificios. Pero el monte era otra cosa. Aquí, las palabras eran pocas y el silencio era ley. El crujir de las ramas bajo el peso de los hombres armados, el susurro de las hojas al viento, el aullido distante de un animal nocturno, todo parecía más verdadero que cualquier consigna política.

 

Las noches eran lo peor. El frío lo golpeaba con una ferocidad inesperada, como una traición de la naturaleza. Las risas de la guerrillerada se apagaban con el crepúsculo, y las sombras se volvían más espesas, envolviendo sus pensamientos. Pablo se acostaba en su hamaca improvisada, con el cuerpo adolorido por la marcha del día y los ojos abiertos al oscuro techo de hojas. Se preguntaba cuánto faltaría para que el monte lo aceptara, para que las risas se transformaran en camaradería, para que sus botas dejaran de estar húmedas.

 

"Te vas a acostumbrar", le había dicho el comandante antes de enviarlo al monte. "Todos lo hacemos. El monte te prueba, te mide. Y si te acepta, será tu casa. Si no... bueno, lo sabrás pronto."

 

Y eso era lo que más lo atormentaba. El monte parecía más vivo que la ciudad que había dejado, más despierto y consciente. Lo miraba, lo pesaba, y él aún no sabía si iba a sobrevivir a su juicio. Las risas de los guerrilleros, el calor implacable, las botas pesadas y mojadas, todo era parte de esa prueba.

 

Pero mientras el sol se escondía, y los mosquitos seguían rondando como fantasmas sobre su piel, algo en el fondo de su ser le decía que, aunque la selva no lo había aceptado del todo, él ya no podía volver. El asfalto no sería jamás lo mismo.

Ay, Clementina, ¿dónde estarás en esta tarde de calor infernal?

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



MAÑANA VERDE

Mañana Verde

 

El viento,

ese viento húmedo que cruza los valles,

susurra con la voz de las madres,

de las abuelas que tejieron la vida

en los bosques secretos,

y en cada hoja verde,

en cada sombra de árbol,

dejaron el eco de sus risas,

como ríos que nacen entre piedras

y se deslizan hacia el mar de la memoria.

 

Las raíces,

susurran su canción profunda, y yo,

con las manos alzadas hacia el cielo verde,

recojo las palabras del tiempo,

palabras que nacen en la tierra oscura

y se alzan como savia en mi piel.

Cada paso, lento y pesado,

es un regreso, un retorno al silencio

donde todo florece.

 

En cada rama,

cuelgan pedazos de mi alma,

como si hubiera vivido mil vidas en estos montes,

enredado en raíces que me llaman,

perdido entre hojas secas de otoños viejos.

Y el bosque, en su calma verde,

me enseña que el tiempo no tiene prisa,

que el musgo cubre el corazón de los días

y que en mi pecho habita una selva,

una mañana verde

donde los recuerdos florecen

sin permiso.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba

SAMANIEGO

Samaniego 

 

En las montañas que se alzan hacia el cielo, 

donde el viento juega con las arrugas de la tierra, 

el alma encuentra refugio en el verde profundo, 

en las largas sombras de los árboles floridos, 

susurrantes bajo la luz de una luna antigua.

 

Allí nacen los recuerdos, 

en el eco de los ríos que nunca callan, 

y corren como una vieja canción, 

tejiendo la memoria al sol y al agua,

floreciendo en la quietud de su paisaje.

 

La vida aquí es como una piedra 

que cae lenta en un lago secreto, 

creando círculos, 

círculos infinitos, 

círculos como sueños frágiles 

y la esperanza que persiste, 

inmensa bajo el cielo que se rompe en luz.

 

Es en la calma de sus montes 

donde se escucha el latido del universo, 

donde el silencio se convierte en voz, 

voz de lo eterno. 

Aquí nace la paz que tanto anhelas, Samaniego, 

que respira en la luz y en la sombra, 

como el canto de los días que se esperan. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Samaniego
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


domingo, 15 de septiembre de 2024

DESDE EL BARRIO

Desde el barrio

 

Desde esta esquina polvorienta, donde el horizonte se mezcla con los techos bajos y el cielo gris, se escucha el susurro incesante del barrio y se mira el parpadeo de la ciudad. Es un latido constante, un corazón que late sin prisa, pero sin pausa. Aquí, en estas calles torcidas y empinadas, las palabras se mezclan con el humo del café colado, las risas de los niños suenan como ecos del pasado, y las radios susurran viejas promesas a través de ventanas que nunca se cierran del todo. Los perros ladran, los saludos se lanzan al aire como flores de despedida.

 

Estas calles sin nombre, que la memoria de los mapas olvidó, cargan historias tan profundas como las raíces de los árboles viejos que aún insisten en crecer entre los adoquines. En la tienda del barrio, donde el mostrador está marcado por los años y los silencios, es donde se guardan las voces de los que llegaron de lejos, los que trajeron consigo el peso de la distancia y el sueño de un hogar. Es allí donde la madre, callada, compra el pan con la misma moneda con la que paga sus lágrimas. Y el vecino, con manos gastadas, comparte lo poco que tiene, porque en la miseria se sabe que solo compartiendo se sobrevive.

 

Aquí, en esta esquina perdida del mundo, la dignidad no se compra ni se vende, se teje en el día a día, en el sudor que moja la tierra y en la música que retumba en las paredes, para que el dolor no grite tan fuerte. No es solo la música, es el pulso del barrio, es la vida que insiste en seguir, incluso cuando todo parece querer detenerla. Porque en cada paso, en cada rastro de aquellos que jamás dejaron de creer, hay una historia de resistencia. Resisten por el derecho a tener un techo que los cubra, una mesa llena que alimente, y una justicia que aún no llega.

 

Allá, en el centro de la ciudad, las luces brillan como promesas vacías. Pero aquí, en la barriada, las estrellas que alumbran no están en el cielo, están en las manos de los que construyen el futuro, ladrillo a ladrillo, sueño a sueño. Aquí, en medio del polvo y la esperanza, se levanta el mañana que pertenece a todos, los que madrugan, los que luchan desde el rincón más olvidado, desde la sombra que la ciudad no quiere ver.

 

Es por ellos, por los que son más que un número en las estadísticas, por los que tienen nombre y rostro, que levantamos una bandera invisible pero firme. No hay mayor riqueza que la unidad, no hay mayor poder que el de un pueblo que no se rinde. Y aquí, en este rincón del mundo, en este barrio que late como un tambor antiguo, sabemos que siempre habrá un cantor que cante por nosotros, y que el pueblo, este pueblo, seguirá adelante, porque la lucha es su destino.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LA FUERZA DEL PUEBLO

La Fuerza del Pueblo

 

Ser parte del poder popular es sentir que la vida, por fin, pertenece a la tierra que pisamos. Es caminar entre los rostros anónimos que son como el espejo donde reconozco mi propia piel, mi historia. La alegría no es una celebración vacía, es una fuerza que nace de sabernos juntos, de ser muchos y ser uno. Porque en este tejido de manos y voces, donde antes hubo silencio y miedo, crece la voluntad de no ser más invisibles. 

 

La libertad que sentimos no es una bandera ondeando en el aire, ni una promesa en bocas que jamás sabrían cumplirla. Es la certeza de que nuestras huellas no serán borradas, que nuestras voces han sembrado semillas que otros antes soñaron pero no vieron florecer. Aquí estamos, presentes. Y esa alegría tiene un peso que no aplasta, sino que eleva, porque nace del mismo suelo que otros trabajaron y defendieron. 

 

Es una alegría que arde como el fuego en el pecho, pero no para consumirnos, sino para empujar el día con más fuerza. No somos héroes, no queremos serlos. Somos el latido que atraviesa las calles, los campos, los ríos. Somos lo que resiste, lo que construye. Y en cada paso, en cada palabra compartida, la certeza de que el poder ya no es un fantasma en manos ajenas, sino el fuego de ser y existir en este ahora, donde el pueblo es su propio dueño, su propio futuro. 

 

Ser parte del poder popular es comprender, con la alegría intacta, que la historia nos pertenece, no porque nos la regalaron, sino porque la tomamos con las manos abiertas, con las manos juntas.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



MANIFIESTO

Manifiesto

 

Ellos, los que nunca nos vieron, los que sólo hablaban para sus espejos dorados, tiemblan hoy. Tiemblan porque en las calles se oyen voces que no caben en sus mansiones, voces que suben desde las montañas, desde el río que nunca calló, desde el calor sofocante del llano y las esquinas polvorientas de la ciudad. Es el pueblo, es la gente, es la tierra misma que ha despertado.

 

Nos dijeron que no podíamos, que estábamos condenados al silencio. Nos hicieron creer que nuestra historia era la del miedo, la de los muertos sin nombre, la de las manos vacías. Pero hoy nos sabemos más. Somos memoria, somos vida, somos los herederos del fuego que nunca se apagó. Hoy las calles son nuestras, los sueños son nuestros, y el futuro también.

 

El gobierno que nació del estallido de la resistencia, de los barrios, de los campesinos, de los olvidados, necesita nuestra fuerza, no la de los fusiles ni la del poder por el poder, sino la fuerza de la palabra, del abrazo, del grito que hace temblar las injusticias. Necesitamos la fuerza del poder popular.

 

Porque Petro no es solo un hombre, es un camino. Es la semilla de esperanza plantada en una tierra que ha sido robada, saqueada, violada por siglos. Pero la tierra nunca olvida. Y aquí estamos, caminando juntos, pisando fuerte, con cada paso diciendo: "No nos rendimos".

 

Que tiemblen, que se escondan en sus torres de cristal, porque el pueblo ya no tiene miedo. Hoy levantamos el puño, pero también la pluma, la palabra, el sueño colectivo que está por cumplirse. Hoy somos muchos, somos millones, y somos imparables.

 

No vamos a ceder, porque la historia que ellos escribieron con sangre no es la que queremos leer. Hoy es el pueblo quien escribe, con sudor, con lágrimas, pero sobre todo con esperanza.

 

Colombia se levanta. Y esta vez, no volvemos a arrodillarnos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



RESUMEN

Resumen

 

El viento que sopla desde las montañas trae hoy algo más que el susurro de las hojas. Viene cargado con las palabras postergadas por la historia, los sueños que se ahogaron en el olvido y el eco lejano de la risa infantil, esa que alguna vez resonó en los montes antes de que la guerra lo arrasara todo. Ahora, esa risa vuelve a sonar libre, frente a los representantes de un gobierno que ha cambiado el lenguaje contrainsurgente por el de la paz con justicia social y dignidad. Las montañas de Nariño, antiguas y altivas como reinas ancestrales, fueron testigos silenciosos de la sangre que corrió por los ríos como venas abiertas. Sin embargo, hoy esas mismas cumbres, resucitadas por un nuevo aliento, observan desde sus alturas cómo el pueblo se levanta en las calles, no con miedo, sino con una esperanza renacida.

 

El poder, esa quimera astuta que solía habitar en los despachos perfumados de quienes vestían trajes y corbatas como armaduras de engaño, ya no está allí. Ahora el poder camina por los caminos polvorientos, lo llevan los hombres y mujeres que entendieron que es en sus manos, curtidas por la historia, en sus cicatrices que nunca olvidaron el dolor, pero que tienen la capacidad de perdonar y la ternura de amar, donde reside la fuerza para transformar la historia. En las plazas, donde antes solo resonaba el eco de promesas vacías, ahora el aire huele a futuro, a ese futuro que una vez fue negado a quienes vivieron con la piel quemada por el sol y los rostros esculpidos por siglos de injusticia. Porque ahora el poder no está en los representantes de las oficinas, las direcciones, los ministerios o las comisiones; el poder es del pueblo.

 

Intentarán apagar el fuego, sin saber que la llama de un pueblo no se extingue. Los muros que levantaron para contener el miedo ahora se ven pequeños e inútiles ante la fuerza de quienes se niegan a aceptar la sumisión como destino. Porque no hay poder más grande que la dignidad de los olvidados. Los campesinos, los obreros, los indígenas, las mujeres, los jóvenes; todos aquellos que habitaron las fronteras invisibles del poder, saben que la justicia no se pide como un favor, sino que se toma con las manos, como se toma el pan recién salido del horno y se reparte entre hermanos.

 

El fascismo, como un monstruo de mil cabezas, aún intentará sembrar el terror. Pero el pueblo, con la paciencia de la tierra que resiste al vendaval, responderá con el amor. Un amor que no es solo una palabra dulce, sino una trinchera viva, un grito de lucha que se alza en medio de la tormenta. Y en esa resistencia, tejida con las manos ásperas de los campesinos y las voces entrelazadas de los obreros, los negros, los indígenas se canta un himno que resuena más fuerte que las balas: “No pasarán”.

 

Hoy el sol brilla distinto en el cielo de mi Patria. No porque las nubes se hayan ido, sino porque la luz ha regresado al lugar al que siempre perteneció: las manos del pueblo. Y así, entre cantos de victoria y cicatrices que ya no duelen, se teje una nueva historia. Porque aquí, en esta tierra de montañas eternas, el fascismo no pasará. Y aquellos que aprendimos a resistir, lo hicimos cantando, y ellos, los enemigos del pueblo y de la paz, no saben que el canto es la aurora que anuncia el renacer de todo lo que alguna vez fue arrebatado.

 

COMPAÑERO PRESIDENTE, ESTAMOS CUMPLIENDO

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 10 de septiembre de 2024

LA CIUDAD VACÍA

La ciudad vacía

 

Camino por las calles desiertas,

los pasos resuenan en el pavimento agrietado,

llevaba un eco vacío tan profundo

como el volcán eterno.

 

Tus recuerdos me acompañaban,

las risas, los abrazos, las promesas

hechas bajo la sombra de un árbol,

pero el silencio es tan intenso

que parece tocar el alma.

 

Los faroles, apagados en su soledad,

se mantienen erguidos

como soldados en una batalla perdida.

Las ventanas, con sus cortinas corridas,

esconden, todavía, secretos

 que ya nadie desea conocer.

 

Sólo un suspiro, y comienzo a caminar de nuevo.

Tal vez no pueda llenar la ciudad de risas,

pero puedo llevar conmigo la memoria de lo que fue.

Y en mi corazón, esa ciudad vacía comenzará a renacer.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba 

EL GUARDIÁN DEL TIEMPO

El Guardián del tiempo

 

En las montañas andinas, donde la niebla se abraza a los árboles y el musgo acaricia las piedras, camina un ser antiguo, casi invisible, el guardián del tiempo. El oso de anteojos avanza con la calma de quien ha visto mil lunas sin prisa, dejando huellas que el viento se encargará de borrar. Su mirada, oscura y brillante, refleja los secretos del bosque. Parecen anteojos dibujados por la misma naturaleza, como si necesitara ver más allá del mundo tangible, como si supiera que en la bruma se ocultan verdades que los hombres han olvidado.

 

Cada paso del oso es un latido del monte. Las ramas crujen bajo su peso, pero él no perturba el silencio; lo llena. A su alrededor, los árboles se inclinan en reverencia, y el agua de los riachuelos murmura su nombre en dialectos que nadie entiende, salvo él. Es un caminante solitario, pero nunca está solo. El eco de su respiración se mezcla con el canto de las aves, con el susurro del viento que acaricia sus orejas. El bosque lo conoce, lo cuida, lo bendice.

 

Es un guardián de lo sagrado, de lo intangible. Se mueve con la lentitud de quien no tiene miedo del tiempo, porque sabe que el tiempo no puede alcanzarlo. Y así, en su andar pausado, deja una promesa escrita en la piel de la montaña: la vida sigue, se renueva, se esconde en las sombras y en las luces, pero nunca desaparece.

 

El oso de anteojos sigue caminando, desapareciendo entre los árboles como un suspiro de la tierra, como una leyenda que se cuenta en la bruma de la mañana.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



OFICIALES DE BOLÍVAR, ROMPAN FILAS

OFICIALES DE BOLÍVAR, ROMPAN FILAS

 

Aquel día el sol se alzó como si nada hubiera pasado, ignorante del temblor que recorría la piel de la tierra. Los árboles no eran distintos, las nubes avanzaban con la lentitud de siempre, pero en el corazón de los hombres y mujeres del M-19, algo titilaba con una fuerza nueva, incontrolable. Para los guerrilleros, esa tarde todo cambió.

 

El metal frío, curtido por la pólvora, ya no estaba. No hubo palabras, solo un leve eco, un gesto mudo que flotó entre ellos, combatientes, hombres y mujeres que habían apostado su vida en una idea más alta que la montaña más alta. La paz de la que hablaron los últimos meses —que se convirtieron en años— comenzaba hoy. La incertidumbre generada en diciembre por el incumplimiento del gobierno y el congreso quedaba atrás. Sin más miramientos, dejaban los fierros y apostaban a la lucha política.

 

En la chiva que nos llevaba desde Santo Domingo a Cali, los recuerdos golpeaban con la violencia de un río desbordado. Las marchas nocturnas bajo cielos cargados de estrellas, las emboscadas en las sombras, los operativos en ciudad, las despedidas, los compañeros que se desvanecieron como cenizas arrastradas por el viento. ¿Había valido la pena?, me pregunté en silencio, mientras los compas hablaban y reían. No oía las palabras, solo el eco de los disparos que ya no se harían, la promesa de un futuro que aún no conocía.

 

La revolución, esa llama que una vez ardió con fuerza en el pecho, ahora se sentía como una brasa lejana, tibia, no extinta, pero sí transformada. Me pregunté si la lucha se había convertido en otra cosa o si era yo quien ya no la entendía de la misma manera. ¿Acaso el fusil había sido una extensión de mi ser? Ahora que estaba desnudo de armas, ¿qué quedaba de mí?

 

Sentía el peso del pasado como una mochila vacía. Algo se había ido, algo se había ganado, y en el vacío de ese momento surgió un nuevo tipo de batalla: la que tendría que librar con mi memoria. Dejar las armas no significaba dejar atrás la guerra; la guerra ahora vivía en mi interior, en las cicatrices, en los fantasmas que, desde ahora, me seguirían por las calles de una ciudad que siempre había mirado desde la lejanía. Volver a la vida civil, decían. ¿Pero qué vida? En un país que enterraba todos los días a sus mejores hombres y que, en el transcurrir de su historia, solo era ejemplo de perfidia y engaños. Se me vino a la mente la suerte de Guadalupe Salcedo y su ejército de llaneros liberales, la propia comandancia del EME en estos últimos años.

 

Miré a mi alrededor. Los rostros de mis compañeros reflejaban alegría, el peso de un pacto con la historia, dijo Claudia, una guerrillera que venía de Bogotá, perdón, una ex guerrillera que venía de Bogotá. Se había firmado un acuerdo, sí, pero nadie sabía con certeza lo que iba a pasar. Los ideales, esos que los habían llevado a subir al monte, estaban intactos como el primer día. Tal vez la esencia de todo residía en el polvo, las cenizas de lo que fue, alimentando algo que todavía no comprendía. No sabía si era el único que sentía eso, pero mejor me uní a cantar junto con ellos durante el viaje. Más que un grupo de excombatientes, parecía un paseo escolar.

 

Guerrilleros, ahora despojados de su uniforme y sus armas, sentí entre mi pecho y espalda una nueva incertidumbre. El sol continuaba su ascenso, ajeno a la despedida, y en ese instante me dije en voz baja: la revolución no ha muerto, solo ha cambiado de trinchera. Y como alguien que despierta de un largo sueño, entendí que el verdadero combate apenas comenzaba, esta vez sin balas, pero con el peso de una historia que siempre me seguiría.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 9 de septiembre de 2024

EL ENCARGO

El encargo

 

Había caído la tarde en la cárcel, pero en el pabellón de los subversivos el tiempo no obedecía al reloj de los carceleros. El aire olía a consignas y a recuerdos de montañas, de noches interminables bajo la luna fría. En aquel pequeño rincón de la prisión, donde las ventanas apenas dejaban entrar un rayo de luz, los días no se medían en horas, sino en golpes, en gritos, en silencios densos como el humo de los cigarrillos que se consumían rápido en manos temblorosas.

 

Gabriel llevaba allí ya más de seis meses, aunque había perdido la cuenta exacta. El motivo de su encarcelamiento era el mismo que el de tantos otros hombres de su generación: había luchado. Y en aquella lucha, había perdido su libertad, pero no su causa. Pertenecer al M-19 lo había llenado de un orgullo que ahora, tras las rejas, le hervía en la sangre como una promesa no cumplida. Las noches pasaban con los murmullos de otros compañeros, entre sueños rotos y promesas que se alzaban como fantasmas en la penumbra.

 

Una tarde, mientras Gabriel se recostaba contra el muro húmedo de su celda, escuchó los pasos lentos de Camilo, un guerrillero viejo, de esos que parecían haberse formado en la clandestinidad misma del tiempo. Camilo se acercó con su andar pausado, arrastrando los pies como si cada paso fuera un eco de las marchas eternas por las montañas. Lo miró con sus ojos hundidos y brillantes, y en silencio sacó una hoja arrugada de entre su camisa, vieja, pero impecable. Sin decir nada, se la entregó.

 

—Llévala a mi hijo, cuando salga —dijo Camilo, en voz baja pero firme.

 

Gabriel tomó la carta con manos temblorosas. La arruga del papel reflejaba el sufrimiento de quien la había escrito. Sabía que Camilo no iba a salir de allí, al menos no por su propia voluntad. Estaba enfermo, con una tos que resonaba cada noche en las celdas como un recordatorio de lo que les esperaba. Era como si cada vez que tosía, el mundo más allá de los muros se volviera más lejano.

 

—¿Qué le digo? —preguntó Gabriel, sin saber cómo cargar con aquella responsabilidad que pesaba como el plomo.

 

Camilo lo miró largo rato, como si buscara en sus ojos una promesa no verbalizada.

 

—Dile que no me busque. Que no me espere. Que recuerde que su padre peleó por algo más grande que él, por algo más grande que todos nosotros. Y que, aunque no me vea nunca más, mi voz estará siempre con él —respondió el compañero, antes de darse la vuelta y regresar a su rincón, donde se sentó y volvió a perderse en su tos eterna.

 

Esa noche, Gabriel no pudo dormir. La carta lo quemaba en el bolsillo de su pantalón, como si fuera un trozo de sol encerrado en aquel pedazo de papel. Imaginaba al hijo de Camilo, un muchacho que probablemente ya no recordaba el rostro de su padre, pero que viviría con la sombra de su ausencia. Gabriel nunca había escrito una carta desde la cárcel, porque no tenía a quién dirigirla. Su familia no sabía que el estaba en el país, para ellos el seguía en una beca de estudio en la Unión Soviética, además el tiempo de prisión terminaría por preclusión del proceso en una semana, los recuerdos de su casa eran simples y lo único que le acompañaba eran los ecos de los disparos en las montañas, donde llegó el mismo fin de semana que dijo que saldría para Europa.

 

Los días pasaron lentos y monótonos, pero la presencia de la carta en su bolsillo le daba a Gabriel un propósito extraño. Era como si esa pequeña misión, ese simple encargo, le conectara con algo más allá de las rejas. Mientras los otros prisioneros se iban consumiendo en sus pensamientos, él, sin darse cuenta, había comenzado a alimentar una esperanza que no era la suya, pero que lo mantenía vivo. Había algo en esa carta, en las palabras de Camilo, que lo hacían pensar en la libertad no como una posibilidad lejana, sino como una llama interna que aún no se apagaba.

 

La salud de Camilo empeoró. La tos se volvió más aguda y, en la madrugada del séptimo día tras haber entregado la carta, el viejo guerrillero murió, envuelto en un silencio que sólo fue roto por los primeros rayos del sol que entraron a través de las rejas.

 

Esa misma mañana, Gabriel supo que el tiempo de la carta había llegado. Poco después, le notificaron que sería liberado. La noticia lo sorprendió, pero su primer pensamiento no fue para él mismo, sino para la carta, para la promesa que había hecho.

 

Cuando por fin cruzó el umbral de la prisión, el aire frío lo golpeó con fuerza. Sintió el sol sobre su piel como si lo estuviera sintiendo por primera vez en años. Tomó la carta de su bolsillo, la alisó con cuidado, y la guardó en su pecho. Camilo no lo vería más, pero su hijo sabría que su padre, en su último acto, había dejado un legado de lucha y resistencia.

 

Mientras bajaba por las calles empinadas, Gabriel no pudo evitar una sonrisa. Sabía que llevaría esa carta a su destino, y aunque no conocía el rostro del hijo de Camilo, en su corazón se había forjado un vínculo invisible, el mismo que une a aquellos que, aunque privados de libertad, jamás dejan de soñar con ella. Por primera vez en todo ese tiempo sintió la necesidad de leerla y así lo hizo, pronunciando cada palabra como si fuera Camilo y sintiéndolas como si fueran para él:

 

A mi hijo, en los albores de su juventud,

Desde la cárcel, donde me retiene la infamia de los poderosos, 

Hijo mío:

 

No me pesa la prisión, ni las cadenas que atenazan mis manos, porque sé que lo que me ha traído hasta aquí es la lucha por un ideal más grande que los barrotes que intentan contenerme. Mi espíritu sigue libre, intacto, indomable. Lo que me angustia es la distancia entre nosotros, la incapacidad de verte crecer, de escuchar tus primeras dudas, de sentir tus primeros pasos en el difícil sendero de la vida. Hoy entras en esa edad en la que el hombre empieza a comprender el mundo, y es justamente ahora cuando más necesitas la verdad, no las mentiras que te susurrarán aquellos que quieren hacer de ti un esclavo.

 

Quiero que sepas, hijo, que no estoy aquí por un crimen que me pertenezca, sino por el crimen de haber querido liberar a los oprimidos, por haber alzado mi voz contra aquellos que se creen dueños de la patria y del destino de los hombres. Aquí me llaman subversivo, como si subvertir el orden injusto fuera algo de lo que debiera avergonzarme. Si he sido subversivo, ha sido por amor a la libertad, por la convicción de que el mundo no puede seguir siendo gobernado por tiranos.

 

No permitas que te conviertan en lo que ellos desean: un obediente súbdito, un cordero que sigue al rebaño sin preguntarse por qué. Tú llevas en tu sangre la fuerza de aquellos que se han rebelado contra la injusticia, la dignidad de los que no han aceptado el yugo sin antes luchar. Cuando te hablen de patria, hijo, recuerda que la patria no es la tierra que nos venden con sus banderas y sus himnos vacíos; la patria verdadera es la justicia, y aquel que lucha por ella, aun desde las sombras de una celda, es más libre que el más alto de los tiranos en su trono.

 

Sé que el camino que tendrás por delante será arduo, lleno de confusiones y tentaciones. Pero si algo he de pedirte en esta carta es que nunca traiciones tu conciencia. El hombre que traiciona su conciencia es más prisionero que yo, más muerto que aquellos que la tiranía ha ejecutado.

 

Te escribo estas palabras no con la amargura del derrotado, sino con la esperanza del que sabe que su causa es justa. No importa si alguna vez salgo de este encierro o si los años me marchitan aquí; lo que importa es que, fuera de estos muros, tú tomes mi bandera, no como una carga, sino como una antorcha que ilumine tu camino.

 

Tu padre, que te ama y te observa desde la sombra, 

Un prisionero, pero jamás un esclavo.

 

Camilo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba