viernes, 9 de agosto de 2024

EL VIEJO

 EL VIEJO

Crecí en un pueblo donde ser de izquierda era llevar una marca invisible, una cicatriz que no se veía, pero dolía. Los murmullos serpenteaban por las calles empedradas, susurrando el nombre de mi padre, el hereje, el señalado por atreverse a soñar distinto. Nosotros, sus hijos, cargábamos esa sombra, una sombra que no entendíamos del todo, pero que sentíamos en cada mirada furtiva, en cada gesto de recelo.

 

Éramos niños con sueños, sueños que volaban alto como cometas, queriendo escapar del peso que nos anclaba al suelo. Pero la realidad, siempre cruel, nos devolvía a la tierra. En la escuela, las monjas nos miraban con ojos de inquisidores, nos mantenían al margen, como si fuéramos portadores de un pecado que no habíamos cometido. Nos ponían como ejemplo, como mal ejemplo, y lanzaban palabras que se clavaban como espinas, palabras que no entendíamos, pero que sabíamos llenas de veneno.

 

Hay una navidad que no olvido. Nos dejaron encerrados en un aula fría, lejos del calor de la novena, lejos de los dulces y los regalos que los otros niños recibían entre risas. El aula se transformó en nuestra cárcel, donde el eco de los villancicos nos llegaba distorsionado, como un recordatorio de que no éramos bienvenidos. Esa noche, la navidad pasó de largo, pero nos dejó un legado más profundo: el entendimiento de que nuestras almas eran distintas, y que esa diferencia era tanto una bendición como una condena.

 

Y luego, un día, llegaron los cuatro jefes políticos, con sus rostros de odio y su escolta policial, buscando a mi padre. No fue sorpresa. Mi viejo, el hombre que se atrevió a desafiar el silencio, se salvó por la providencia; había partido un día antes a la minga, para techar la casa de mi tío Olegario. Pero a nosotros no nos dejaron en paz. Quemaron nuestra casa, mataron a los dos marranos, y a la vaca le cortaron las tetas, como si con ello quisieran arrancarnos el último rastro de dignidad. Mi madre, mis tres hermanos y yo, con el alma rota y la piel tiznada de humo, fuimos a parar a la casa de mi tía Eulalia, llevando en los ojos la memoria de lo que habíamos perdido, y en el corazón, la certeza de que la lucha continuaba.

 

Cuando llegó la guerrilla, fue como si la hubiéramos estado esperando desde siempre. Juan, mi hermano mayor, y yo nos unimos sin dudar. Marcos y Fidel, los más pequeños, se quedaron con Mamá. El viejo ya no estaba; había muerto cortando madera, en un accidente que, al menos, no fue obra de los godos.

 

Pasaron cinco años en el monte, y un día nos llegó la noticia: el comandante Bateman había caído, no en combate, sino en un accidente aéreo. Lo irónico, lo que dolía en el fondo del alma, era que murió en la avioneta de un godo, un godo que era su amigo y de la causa. Poco después, como si el destino quisiera ensañarse, mi hermano Juan desapareció en manos de las fuerzas del Estado. Fue un mes después de la muerte del comandante, y con él se fue una parte de mí.

 

Y, sin embargo, yo sobreviví a todo eso. Sobreviví a los diálogos del 84, a los combates en Yarumales, la emboscada en Corinto, a las milicias en Cali, al proceso de diálogo del 88. Vi morir a Pizarro, y con él, al M-19. Y aquí estoy, sobreviviente de una historia que se escribió con sangre y sueños, una historia que parecía destinada a tragarnos, pero que me dejó en pie, con la memoria llena de ausencias y la piel marcada por las cicatrices del tiempo.

Así que no me pregunte porque estoy feliz este día en que ganamos una, al menos. Voy a emborracharme en la casa de mi hija, con mi nieto mayor, el que estuvo liderando las primeras líneas, es que lo que se hereda no se hurta. Pero camine, allá hay un roncito cubano que estaba guardando para una buena celebración y esta es la mejor de todas. Ganamos las elecciones.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos. 


 

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