El Negro
Negro, grande y gordo, no era un gato
cualquiera. Sus ojos, dos esferas amarillas, reflejaban las estrellas que nunca
se apagaban en su mirada. Se decía que había nacido bajo un eclipse, y que por
eso su pelaje era tan oscuro como la noche más profunda, un manto de sombras
que se confundía con el cielo al caer el sol.
Nadie sabía de dónde había venido. Un día
simplemente apareció, deslizándose entre los tejados como un suspiro olvidado.
Los niños del barrio lo miraban con asombro y algo de miedo. “Es el gato diablo,”
decían las abuelas, “un hechicero que se oculta en la piel de un gato.” Los
viejos afirmaban que lo habían visto hablando con las estrellas, y que éstas le
respondían, en un lenguaje antiguo que nadie más podía entender, eso casi que
se confirmaba porque en el silencio de las noches se oía en los tejados el
maullido y claro parecía que pronunciaba la palabra “diablo”.
El gato, sin embargo, no tenía más poderes que
los que la gente le atribuía. Su magia estaba en la forma en que movía el mundo
a su alrededor, en cómo sus pasos suaves sobre los tejados silenciaban las
discusiones y sus ojos tranquilizaban los corazones rotos. Los amantes, en las
noches de luna llena, lo veían saltar de un tejado a otro, y creían que el amor,
como el gato, era capaz de superar cualquier abismo.
Había una mujer en el barrio, doña Marina, que
le temía más que a la muerte. Decía que el Gato diablo era el espíritu de su
esposo muerto, que había regresado para vigilarla. Una noche, cuando el gato se
posó en su ventana, ella le lanzó una piedra. Pero él, ágil como un suspiro, la
esquivó con elegancia y siguió su camino, dejando a doña Marina con su
remordimiento a cuestas.
El tiempo pasaba, y el Gato seguía saltando por
los tejados, apareciendo y desapareciendo como un fantasma que no se decide a
partir. Los días de tormenta, cuando el viento rugía y las nubes amenazaban con
tragarse la ciudad, él se quedaba quieto en su rincón favorito, observando el
caos con la calma de quien sabe que las tormentas siempre pasan.
Una madrugada, cuando el barrio aún dormía, el
gato negro se fue. Nadie lo vio partir, pero todos sintieron su ausencia. Los
tejados, ahora vacíos, parecían más fríos, y las noches, más largas. Se dijo
que se había transformado en una estrella, la más brillante de todas, y que
desde allá arriba seguía cuidando de los suyos, saltando de una constelación a
otra.
Con el tiempo, el barrio lo olvidó, pero cada
vez que un gato negro cruzaba la calle, alguien murmuraba su nombre, como un
conjuro para recordar que, aunque el gato diablo ya no estaba, su espíritu
seguía viviendo en cada rincón, en cada sombra, en cada salto por los tejados.
Y así, el día que trajeron al Negro, un bebe de 3 meses, el gato que desafiaba
la noche, se convirtió en una leyenda viva, como todas las leyendas que nunca
mueren, viviendo conmigo en la misma casa.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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