El carro loco
Eran las 11.45 de la mañana en
Cali, el sol pega directo en los cuerpos y el eco de los pasos se pierde entre
las paredes, a pesar de estar solos hablan despacio, son murmullos de un
comando de del M-19 que espera. La ciudad respira en un silencio tenso, como si
supiera lo que está a punto de suceder. El viento arrastra hojas secas, que
bailan con la misma cautela que los hombres que aguardan, ocultos tras los
muros de una casa abandonada que algún día fue una fábrica.
Ellos no llevan máscaras, porque
no temen que el miedo les dibuje el rostro. Sus ojos, sin embargo, están llenos
de determinación, como aquellos que han jurado cambiar el mundo, aunque el
mundo les sea adverso. Sus armas, herramientas de la esperanza, brillan con un
resplandor que podría confundirse con el de un nuevo amanecer, si no fuera
porque es la violencia lo que hoy se encuentra en sus manos.
El carro de valores aparece a lo
lejos, rompiendo la quietud del asfalto. Avanza con la torpeza de quien no sabe
que va directo al encuentro con la historia. En su interior, los guardias
conversan, quizás sobre la última cena, o tal vez sobre la próxima fiesta. Sus
vidas, sin saberlo, están a punto de ser escritas en la crónica de lo
inevitable.
Los muchachos, ninguno tiene más
de 30 años, salen de las sombras, como fantasmas que toman forma en la
penumbra. El carro se detiene, confundido entre el ruido de los motores y la
presencia de aquellos que no deberían estar allí. La orden es clara, precisa,
como una sentencia ya dictada: “¡Abajo del vehículo!”
Los guardias, aturdidos,
obedecen. No hay lugar para el heroísmo en esta escena, sólo para la verdad que
se revela en el silencio del metal contra el metal. Los guerrilleros toman el
dinero, pero no es oro lo que buscan, sino justicia. Saben que el valor de esos
billetes es efímero, pero en sus manos, representan la esperanza de los que
nada tienen.
El carro de valores queda vacío,
una carcasa inútil que alguna vez fue el símbolo del poder. Los muchachos se
desvanecen en la misma forma en que llegaron, dejando atrás una ciudad que
respira de nuevo, aunque con un aire distinto. Han sembrado una semilla en la
conciencia de un pueblo que despierta, y en la historia de la lucha, su gesto
se convertirá en una leyenda susurrada en las calles.
El día sigue su curso,
indiferente a lo que ha ocurrido. Pero en algún rincón, alguien recuerda.
Alguien entiende que, en esa tarde, más que un robo, ocurrió un acto de
resistencia, una chispa que avivó el fuego de un pueblo que no quiere seguir
ardiendo en la miseria. Y así, en las páginas no escritas del tiempo, el
comando sigue caminando, con la mirada fija en un horizonte que, algún día,
será de todos. El día siguiente en la parte rural de Florida reparten el dinero
en tres tulas que al hombro de los combatientes llegan hasta la comandancia del
Batallón América.
“¡Paso de vencedores!”
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Plata es plata, dijo el filósofo del Valle de Aburrá. Él problema no es el dinero, sino su destino.
ResponderBorrarAsí es, el problema siempre ha sido el destino, no solo de la plata, sino de cada cosa que hagamos
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