miércoles, 21 de agosto de 2024

EL LOBO

 El Lobo

 

Cuando tenía diez años me encontré en la calle un perro criollo que me seguía a todas partes, intenté encontrar su dueño, pero no había nadie que lo conociera, entonces decidí llevarlo a la casa y pedir permiso para que ese nuevo amigo me acompañara. Habían pasado dos años desde la muerte de mi perro, Lobo, un pastor belga negro de ojos brillantes y melancólicos, que había sido mi compañero fiel durante ocho largos años, los mismos que había vivido y cuya muerte me dejó una gran melancolía.

 

Lobo no era un perro cualquiera; parecía una criatura nacida del misterio, un espíritu que corría con el viento y que susurraba historias olvidadas en las noches de luna llena. Desde el día que llegó a la casa, con solo unas semanas de vida, Lobo se convirtió en mi sombra protectora, en un guardián que siempre caminaba a un paso detrás, vigilando cada uno de mis movimientos con la devoción de un amigo. Dice mi mamá que lo de Lobo y yo, fue amor a primera vista.

 

Al sentir la cercanía del nuevo perro recordaba con precisión los días en que corría junto a Lobo por las calles, donde el sol se derramaba como miel sobre mi rostro y donde Lobo se convertía en un torbellino negro, saltando entre los obstáculos y ladrando con una alegría desbordante que parecía resonar en el barrio. A veces, cuando me sentía triste, Lobo se acostaba a mi lado, apoyando su enorme cabeza en mis piernas, y juntos contemplábamos desde la ventana de mi cuarto las estrellas, en silencio, como si compartieran un lenguaje secreto que solo él me comprendía.

 

Pero también se me vino a la mente el recuerdo del día cuando Lobo comenzó a caminar más lento. Sus saltos se hicieron más cortos y sus ladridos, más apagados. De nuevo sentí esa sensación que no entendía por qué el perro, que siempre había sido tan fuerte, ahora se movía como si llevara sobre sus hombros el peso de todo el mundo. Pasaron semanas y, aunque mis padres intentaron prepararme, la muerte de Lobo cayó como una noche sin luna, oscura e interminable.

 

El perro murió una mañana fría de diciembre, en silencio, como si no quisiera molestar. Lo vi exhalar su último suspiro en el patio donde tantas veces jugamos, y aunque mi mamá me dijo que Lobo ahora estaba en un lugar mejor, sabía que mi amigo se había ido a un rincón de la eternidad, llevándose con él un pedazo de mi corazón.

 

Desde entonces, cada noche, cuando me iba a dormir, pasaba por el patio de la casa en silencio y me sentaba en el banco de madera donde vi a Lobo cerrar los ojos por última vez. Allí, escuché a Tony, así le llamé al nuevo perro, en un suspiro como el viento, que parecía susurrar, y entonces sentí como si entendiera el idioma que hablábamos con Lobo. Lobo corría de nuevo, libre y feliz, por las calles, su espíritu seguía corriendo a mi alrededor, como el viento que nunca se detiene y otra vez fuimos felices. No falta aclarar que durante otros cinco años Tony fue mi mejor amigo.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



No hay comentarios.:

Publicar un comentario