martes, 1 de octubre de 2024

BELLO HORIZONTE

Bello Horizonte

"La memoria es lo único que nos salva de la muerte"...

 

Septiembre llegó como una brisa ligera, pero traía en sus entrañas algo más. En el barrio Bello Horizonte, en las entrañas olvidadas de Bogotá, el viento del cambio recorrió sus calles polvorientas. Aquella tarde, los niños se encontraron con el sonido de promesas hechas risa, globos que ascendían hacia un cielo que apenas conocían, y versos que flotaban como cometas sobre los techos agrietados. Lo que parecía un día cualquiera se transformó en una fiesta que nadie esperaba, y que todos recordarían.

 

El barrio se convirtió en el epicentro de una revolución insólita. Hombres y mujeres, sin uniformes, con boinas y camisas como si fueran parte de un circo errante, llegaron al patio. No traían armas, solo globos de colores y cometas en las manos. "Es una fiesta", gritó un niño, y los demás lo siguieron, corriendo tras los globos que, por un momento, parecían alcanzar el sol.

 

Eran del M-19, pero nadie los veía como guerrilleros. Eran poetas, magos callejeros, heraldos de un sueño que se desplegaba como las alas de las cometas que ahora cruzaban el cielo del barrio. Repartían víveres del IDEMA como si fueran un banquete sagrado, pero no era la comida lo que llenaba el alma de los habitantes. Era algo más profundo: la certeza de que, por un breve instante, la vida podía ser dulce, ligera como el aire.

 

Los niños reían, corrían libres, y en sus ojos había un brillo que el barrio no conocía. Los militantes declamaban versos, y cada palabra se sentía como un eco de libertad. "Todos los niños del mundo", decía una mujer, dejando caer las palabras como lluvia, "merecen comer hasta que el hambre sea solo un mal recuerdo, hasta que el miedo en sus estómagos sea desplazado por la risa".

 

Los pobladores, acostumbrados a la escasez y al silencio, rodearon a los rebeldes, no con temor, sino con gratitud. En esos hombres y mujeres vieron algo más que forasteros. Vieron aliados, vieron un reflejo de su propia lucha, una lucha silenciosa que nadie les había enseñado, pero que latía en lo profundo de sus corazones. No hubo disparos ni gritos, solo canciones y poesía que se elevaban junto a las cometas.

 

El barrio, por un momento, dejó de ser un rincón olvidado. Era un país independiente, protegido por los ojos vigilantes de su propia gente. Los niños, ajenos al peligro que acechaba, seguían corriendo, sus risas hacían eco entre las paredes tristes. La revolución no tenía balas aquel día, solo versos y globos.

 

Pero en algún rincón, en las sombras donde el júbilo no llegaba, la persecución comenzaba a gestarse. Los helicópteros comenzaron a rondar como aves de rapiña, y el cielo, que hace poco estaba lleno de cometas, se cubrió de nubes grises. La fiesta se acercaba a su fin. Los guerrilleros, que hasta entonces repartían esperanza, comenzaron a marcharse, serenos, como quienes han aprendido a convivir con la caza.

 

El barrio no los dejó ir solos. Las puertas se cerraron tras ellos, las calles se convirtieron en laberintos protectores. No había ni un solo habitante dispuesto a traicionar. Los agentes del orden llegaron con furia, pero el barrio los recibió con el silencio de los que saben guardar un secreto. Los militantes del M-19 se desvanecieron entre las grietas como sombras al caer la noche.

 

Esa noche, cuando todo terminó y la calma volvió a imponerse, los niños guardaron sus cometas bajo las almohadas, y los globos, ya desinflados, en los rincones de sus cuartos. No entendían del todo lo que había pasado, pero sabían que algo había cambiado para siempre.

 

Los adultos se sentaron en sus cocinas vacías, pero con el pecho lleno de algo que no podían nombrar. Sabían que, por un breve y fugaz momento, habían sido los guardianes de un sueño. Un sueño que, como las cometas, había volado lejos, pero cuyo eco seguiría flotando sobre las calles de Bello Horizonte por mucho tiempo más.

 

En el cuerpo de uno de los muchachos caídos en la cacería sangrienta de las fuerzas represivas encontraron una hoja de cuaderno con estas palabras: "Todos los niños del mundo merecen un algodón de azúcar que endulce sus días amargos, un maestro que les enseñe a soñar con los pies en la tierra y las manos en el aire. Merecen danzar sin miedo bajo cielos abiertos, leer mundos que aún no existen, y comer hasta que el hambre se convierta en un recuerdo lejano. Merecen un mundo donde la risa expulse al miedo, y donde cada sonrisa sea una pequeña victoria sobre la injusticia. La memoria es lo único que nos salva de la muerte". Y esas palabras, flotando como un verso perdido, quedaron impresas en las calles del barrio, donde aún, de vez en cuando, algún niño corre persiguiendo un globo que se eleva hacia un cielo sin fin.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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