El Destino de Palestina
Para la guerra, nada.
Nada, porque las guerras no nos devuelven lo perdido,
solo multiplican las ausencias.
En Palestina, el suelo es polvo de siglos,
y los pasos de los huérfanos resuenan como una plegaria
que el cielo no escucha.
Las piedras no son sólo piedras,
son lágrimas detenidas, son corazones rotos
que el viento del desierto aún no ha barrido.
Palestina, más que un lugar,
es un latido universal.
Es la memoria de los que fueron,
es la resistencia de los que quedan.
En sus calles, los niños sueñan con estrellas
silenciosas,
pero el ruido de las bombas
se roba las noches.
El cielo se rompe en sombras,
y los muros,
los muros nacen como cicatrices en la piel de la tierra.
Para la guerra, nada.
Nada, salvo la memoria,
ese viejo cuaderno donde la historia se escribe
con manos curtidas por el exilio.
Palestina no es un pedazo de mapa,
es el reflejo de todos nosotros.
Es el grito ahogado de quienes buscan paz
y encuentran la muerte en cada esquina.
Palestina no está allá, está aquí.
Está en cada rincón donde los ojos se nublan de olvido.
Somos todos Palestina.
Somos la herida que no cicatriza,
el exilio que se extiende
más allá de los mares, más allá de las montañas,
como una nube negra que el viento arrastra
de frontera en frontera.
Para la guerra, nada.
Nada, porque la guerra es la fábrica del olvido.
Pero para la paz,
para la paz, tenemos la voz de los pueblos.
Manos que se buscan,
corazones que laten al mismo ritmo,
como si supieran
que el destino de Palestina
es el destino de la humanidad.
Y en esa lucha,
todos, todos, nos encontramos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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