Montaña adentro
En mi alma, la tristeza agita sus
alas, como un cielo gris que pesa sobre la tierra. Contemplando la montaña,
donde el viento acaricia los picos, mi corazón se siente marchito, como una
flor que se deshoja al caer la tarde. Los árboles, testigos mudos, murmuran
suspiros de amores que se perdieron en el tiempo, y en cada sombra, un sueño se
oculta, una ilusión que se desliza, como el rocío que se evapora al amanecer.
El viento, suave y melancólico,
susurra entre las hojas tu nombre, y su canto se torna lamento, una canción de
soledad que reverbera en mi ser, profundo como un eco de tiempos lejanos. En el
bosque, los senderos se bifurcan, cargados de historias olvidadas; cada paso
que doy deja una huella en el polvo de mis recuerdos, como un susurro que se
lleva el aire.
Los ríos, serpientes de plata,
arrastran fragmentos de tu esencia, mientras el sol se oculta detrás de los
picos afilados, dejando caer un manto de sombras que me envuelven. En esta
soledad de verdes y grises, hallo la esencia de lo perdido, el latido de un
mundo que avanza, indiferente a mis lágrimas, un mundo donde tú no estás.
Así, en la montaña, donde el
silencio se adorna de misterio, descubro que la tristeza es, a su manera, una
forma de amor; un abrazo de la naturaleza que me envuelve y me impulsa a
buscarte hoy más que nunca, como si el eco de tu voz aún resonara en los
susurros del viento.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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