La montaña y el susurro
Cada vez que uno pisa las
montañas de Nariño, recibe mucho más de lo que las manos pueden sostener, y algo
más profundo que el eco del mundo se abre en el pecho. La niebla, como un
antiguo velo de seda, envuelve los cerros, y el viento, viejo narrador de
historias, lleva consigo el eco de lo que fue y será. La paz, esa quietud tan
honda, se extiende como un paño tibio sobre el cuerpo. Los árboles, en su
quietud, son centinelas de la memoria, y los ríos murmuran una canción que
parece venir de los tiempos más remotos, el susurro del cielo hecho brisa, que
como una caricia, despierta el alma dormida.
El alma, que llega cansada y
deshecha por el polvo de los caminos, se agranda y se contrae entre las sombras
de las ramas, entre las raíces que abrazan la tierra húmeda. De pronto, sin
saber cómo, descubre que ahí, entre el musgo y las hojas secas, está su refugio,
el lugar que la llama. Un hogar que no se ve con los ojos, pero que vibra en lo
más hondo de la piel. Bajo el canto de la vida que brota, en el canto pequeño
de la hierba, en el vuelo silencioso de los pájaros, se recuerda que la guerra
es solo una sombra pasajera. Allí, al menos por un instante, las heridas son
cerradas, la muerte es apenas un eco lejano, y la esperanza danza con nosotros
en el aire fino y libre.
Porque en la montaña, donde los
sueños duermen y despiertan, uno aprende a escuchar la vida como si nunca
hubiera existido el odio.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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