El Sueño de una Patria y la Lucha
por su Dignidad
Dicen que en Colombia los hombres
de leyenda nunca mueren, aunque sus cuerpos sean enterrados y sus nombres
olvidados por quienes escriben la historia oficial. Iván Marino Ospina, el
Comandante Felipe, no pidió permiso para soñar un país distinto. Su patria no
era un tesoro de oro para repartir en festines ni un botín para la codicia de
unos cuantos, sino una tierra que debía agrandarse en dignidad, una herida
abierta que, alguna vez, alguien habría de sanar.
Nació en Roldanillo, creció entre
Tuluá y Pereira, y fue un hombre moldeado por las montañas que acunan el centro
de Colombia. A Iván Marino, la tierra lo parió con los brazos dispuestos a la
lucha y los pies bien plantados en el suelo fértil. Él, como tantos otros,
eligió un camino donde las palabras y las balas compartían el mismo espacio, un
camino que, desde el M-19, cruzaba las sendas de la resistencia. En su andar,
enfrentó a los poderosos, y fue capturado y llevado a las Cuevas de Sacromonte,
en la Escuela de Comunicaciones del Ejército, donde el país se le mostró en su
faceta más oscura: una patria que tortura a sus hijos, los maldice, les
arrebata la piel y la voz.
En esas mazmorras, donde la noche
era densa y los gritos de otros se escuchaban como eco del propio dolor, Iván
Marino conoció el límite de la resistencia humana. Lo golpearon, lo quebraron,
y en algún momento de desesperación intentó tomar la salida final, como si un
acto de muerte propia fuera su último grito de libertad. Pero algo más fuerte
que la oscuridad lo sostuvo. No sería fácil apagar la chispa de su espíritu.
Seis meses después, burló los barrotes
y la vigilancia. Vestido de mayor del Ejército, como si su uniforme fuera un
disfraz de ironía, escapó de La Picota junto a Elmer Marín. No solo era una
fuga; era el acto de un hombre que había decidido vivir sin cadenas, un símbolo
que rebotó en cada rincón de Colombia. Al salir de la cárcel, Iván Marino
cruzaba, una vez más, el umbral entre la vida y la muerte, entre la opresión y
la libertad, y esa vez, era libre.
En 1983, el destino lo llevó a
Madrid, donde se sentó frente a Belisario Betancur. Allí, junto a Álvaro Fayad,
Iván Marino sostuvo la paz entre sus manos, como quien toma una frágil rosa que
amenaza con deshacerse. Fue un intento, una tregua, un susurro que se
cristalizó en los Acuerdos de Corinto,El Hobo y Medellín de 1984. Por un momento,
la paz pareció posible, como un milagro que se asoma apenas al borde de la
noche.
Pero en este país, los sueños de
paz siempre llevan fusiles en la espalda, y así fue en agosto de 1985, cuando
el Estado lanzó el operativo "Oiga caleño, vea", un operativo de
aniquilamiento financiado y ordenado por los representantes de la oligarquía
vallecaucana. El barrio Los Cristales de Cali despertó con el estruendo de las
balas, y la casa donde se hallaba Iván Marino fue sitiada. La madrugada del 28
de agosto fue su última hora, junto a su guardaespaldas y a su hijo, Gerardo
Ospina. Cayeron, y con ellos cayeron cuatro civiles, arrastrados por un
conflicto que, como un río, se llevaba vidas y sueños.
Iván Marino Ospina se fue, pero
su historia, sus cicatrices y su fuego quedaron marcados en la memoria de
Colombia. No como un mártir de los libros oficiales, sino como una prueba
viviente de que esta tierra no es un pedazo de barro para el antojo de los
poderosos. Su vida fue un grito, un llamado, un eco que pide que algún día, Colombia
pueda levantarse sobre sus ruinas, y encontrar, en algún rincón de su historia,
la dignidad perdida.
En esa lucha sin descanso del
M-19 y en ese combate hasta la muerte cayó Iván Marino Ospina, que jamás se
equivocó frente a sus enemigos ni con su pueblo, al que en Corinto convocaba a
la búsqueda de la paz: “Es la hora de los pueblos, del paso erguido de todos.
Es la hora de dialogar, de buscar todos, el camino a la paz y encarar con
dignidad, realismo y audacia la crisis de Colombia. El M-19 cumplirá”
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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