Esa casa no era solo un refugio
de tapias de barro y ventanas abiertas; era una tierra pequeña, un reino de
colinas y sombras, donde el tiempo corría lento y se perdía entre los
corredores encerados. Allí, los nombres se recuerdan como el eco, y los
recuerdos duermen en los rincones de los armarios gigantes de madera tallada de
cada uno de sus cuartos, enredados en el ruido de las puertas y el eco de pasos
en las duelas. El sol, que siempre intentó entrar, se detenía en el umbral,
como si su luz no osara atravesar el silencio que envolvía todo.
Las piedras del patio, grises
bajo la sombra de los muros blancos, guardaban las huellas de mis pies
pequeños, y en el aire se mezclaban las risas fugaces que el viento, eterno y
errante, llevaba consigo. Es como si esos pasos aún caminaran en otro lugar, en
un tiempo suspendido, donde las huellas nunca desaparecen.
Las paredes, calladas y sabias,
conocían mis secretos, los días de lluvia cuando el vidrio vibraba bajo el peso
del agua, las noches interminables donde los sueños se hacían pequeños bajo la
inmensidad de la oscuridad. No hablaban, pero decían tanto en su silencio, un
lenguaje que solo se entiende en la lejanía, cuando ya se ha ido todo lo que
era.
Olía a geranios florecidos que se
desplegaban en la claridad del mediodía, crujía bajo mis pies en el suelo de
madera, como si el tiempo mismo se rompiera en cada paso. Reía con el olor del
carbón prendido en su cocina amable, y entre sus paredes blancas, como nieves
perpetuas, la imaginación alzaba vuelo, trazando cielos que solo en mis
recuerdos siguen existiendo.
Esa casa ahora se esconde en la
bruma de la memoria, en ese rincón donde todo lo que fue sigue siendo, aunque
mis manos ya no puedan tocarlo. Cierro los ojos y regreso, descalzo, sintiendo
el frío del suelo que aún respira bajo mis pies, caminando entre las sombras de
un pasado que no me abandona. Es como adentrarse en un sueño antiguo, atrapado
en el manto de lo irrecuperable, de lo que, aunque perdido, nunca muere.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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