Julián bajó de la montaña como quien deja la piel vieja colgada de una rama. Ya no era el mismo muchacho que se había ido a pelear, machete y fusil al hombro, lleno de sueños de una patria liberada. Ahora tenía cicatrices nuevas y una mirada que lo decía todo sin necesidad de palabras. El monte le había enseñado a sobrevivir, pero ahora la pelea era otra. Pasto lo recibía con un abrazo de humo, luces y ruido, una ciudad rumbera a pesar del frío, que vibraba entre la salsa, el rock y el eco de las palabras de revolución, pese a su ancestro godo.
El M-19 le había dejado un
propósito claro: seguir la lucha, pero en otro frente. Volvía a la universidad,
a las aulas, a las reuniones clandestinas, a las paredes llenas de grafitis que
gritaban "¡Viva la revolución!" mientras la policía se desplegaba con
su Estatuto de Seguridad como escudo, reprimiendo cualquier intento de
levantarse. La represión no era solo física, era mental, silenciosa,
asfixiante. Pero Julián sabía que había algo más poderoso que los fusiles: la
conciencia. La de los estudiantes que, como él, no querían morir callados.
“La revolución es una fiesta”,
decía Álvaro, su compañero desde los días en el monte, mientras una botella de
aguardiente pasaba de mano en mano. Estaban en una de esas fiestas de los
barrios populares, donde la salsa y el rock convivían como si no existiera un
abismo entre "Maniático amor" de Joe Arroyo y la distorsión psicodélica
de Led Zeppelin. Álvaro era de esos que sabían que la música unía, que el
baile, el sudor y la risa podían ser armas tan eficaces como las bombas
molotov. Y Julián lo sabía también. Mientras veía a sus compañeros bailando,
riendo, con los cuerpos agitados al ritmo de la salsa brava, entendió que esa
también era su trinchera.
Tenemos que unirlos, Álvaro, dijo,
alzando la voz por encima de la música. No solo con consignas, con ideas. La
universidad es el terreno, pero la música es el cemento.
Así nació la semilla del nuevo
movimiento estudiantil en Pasto, que además se nutrió de los sonidos andinos,
hermanos del sur y de la nostalgia. No era la típica reunión secreta en un
sótano oscuro, con los rostros tensos y el miedo a la vuelta de la esquina. No,
esos encuentros eran diferentes. Las asambleas comenzaban con charlas sobre el
Estado de Sitio, la democracia plena, la lucha armada, pero pronto el ritmo
cambiaba. De las palabras se pasaba al baile, al sonido de nuevos ritmos. La
salsa unía lo que la política dividía, el rock se infiltraba en las mentes con
sus letras de rebeldía y sueños rotos; pero la música andina generaba
conciencia y pertenencia.
Por las noches, después de las
reuniones, Pasto ya dormía, pero al final del año y con el comienzo del nuevo,
la ciudad se transformaba y comenzaba un ciclo mágico con el Carnaval. Las
calles se llenaban de música, y los cuerpos jóvenes se sacudían como si cada
movimiento fuera una declaración política. Había un poder en eso, una fuerza
que no se podía medir con números ni estadísticas. Julián sabía que la policía,
los militares, el gobierno mismo no podían entenderlo. A ellos les preocupaban
las armas, las balas, los discursos inflamados. Pero ese movimiento era
distinto. La revolución era una fiesta, y en la pista de baile se gestaba la
próxima insurrección.
¿Te das cuenta, hermano? dijo
Julián una noche, viendo a sus compañeros bailar entre risas. Aquí, entre las
caderas y los pies descalzos, se está gestando algo que no podrán detener.
Era 1989, y el gobierno de Barco
ya sentía que la juventud le respiraba en la nuca; más aún ahora que el EME había
salido a la vida pública y convertido la Séptima Papeleta en un elemento de
agitación en las calles, una promesa de cambio que no se podía ignorar. El país
se estaba moviendo, pero en Pasto, el ritmo era distinto. Allí, la revolución
tenía banda sonora, tenía baile. Y Julián, el mismo que había disparado en el
monte y enterrado compañeros en silencio, ahora levantaba las manos al cielo
mientras el ritmo de las zampoñas lo envolvía. En cada paso, en cada giro,
estaba construyendo algo más grande que la guerra, algo que no moría con una
bala.
“La revolución es una fiesta”,
volvió a susurrar, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, la victoria
no estaba tan lejos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Uffff sin palabras , gracias poeta
ResponderBorrarGracias a usted compa...
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