Aquí, el viento no solo acaricia la piel de la tierra; más bien, la envuelve con un murmullo ancestral, trayendo consigo las voces del Chiles, el Cumbal, y el Azufral. Es un viento frío, casi cristalino, que corta el horizonte como una plegaria lejana. Las nubes, densas y solemnes, reposan sobre la loma de Colimba, suspendidas en una quietud de siglos, como si estuvieran al tanto de secretos que solo conocen las alturas y el eco perpetuo de la tierra.
La hierba, en su verdor profundo, resiste el peso del tiempo, como si cada hoja supiera cantar su propia eternidad. En esas hojas, aún vive la lengua de los antiguos, resonando en cada rincón escondido, en los pliegues verdes donde el espíritu se alza con la fuerza serena de lo eterno.
Los ríos, trazando caminos secretos, son las venas vivas de esta tierra milenaria. Corren en silencio, pero su corriente lleva en sí las voces de los que ya se fueron, de los que caminaron esta tierra con los pies desnudos y el alma expuesta al viento. Arriba, las aves surcan el cielo con vuelo callado, desplegando su canto mudo, dejando en el aire la huella invisible de poemas sin palabras, trazos que guían al hombre hacia el infinito.
Aquí, en la meseta, el tiempo se disuelve. La vida y la muerte danzan en un ritmo tan antiguo como el mundo, y el horizonte se funde con la memoria, mientras las montañas, eternas vigías, esperan la llegada de otro día, un día verde y vivo, vivo y risueño a pesar del frío.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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