En la Bogotá lluviosa de los años ochenta, cuando la neblina de madrugada se colaba como un espectro entre los ladrillos húmedos y las luces de las calles apenas encendidas, dos monjas franciscanas, de rostros tan solemnes como los santos de yeso y manos endurecidas por el tiempo y el trabajo; se encontraron de repente en el umbral del destino. Como si un presagio más allá de lo humano les hubiera abierto la puerta, la Hermana Teresa y la Hermana Clara se vieron convertidas en inesperadas guardianas de cinco jóvenes guerrilleros, heridos y perseguidos como bestias en el monte, que escapaban del B2, la despiadada organización de inteligencia militar, que había jurado borrarlos del mundo de los vivos.
La caza había comenzado después
de la audaz incursión en el Cantón Norte, un golpe certero que había dejado a
la ciudad en vilo y en el que el M-19 se había apoderado de un arsenal que
lanzaba una desafiante promesa al aire. Aquella misma noche, con los rostros
ensangrentados y las almas cargadas de historia, los cinco llegaron al portón
del convento en busca de algo que ni ellos mismos entendían.
La Hermana Teresa, que conocía
las penumbras de la capilla mejor que sus propios sueños, no vaciló. Con el
gesto imperioso y mudo de quienes han hecho un voto eterno, señaló la puerta
escondida detrás del altar, que se abría hacia un cuarto de techos bajos y
paredes de ladrillo tan antiguos como los relatos de las misiones. Un espacio
secreto, destinado siglos atrás a dar cobijo a otros fugitivos de otros
tiempos. Aquella noche, con la firmeza de quien sigue una orden del cielo, las
monjas escondieron a los cinco guerrilleros en esa celda de silencio.
Así transcurrieron doce días en
los que el tiempo parecía otro. En el mundo de allá afuera, los rumores y el
miedo hacían su ronda. En cambio, en el silencio sombrío de aquel cuarto, la
Hermana Clara se escabullía con sigilo cada noche, llevando tazones de sopa
caliente y paños empapados para aliviar sus heridas. La Hermana Teresa vigilaba
la puerta como una centinela de Dios, los ojos fijos en la cruz de madera que
colgaba sobre el altar y los oídos atentos al menor susurro. Era un pacto mudo
entre la vida y la muerte, entre el rezo y la rebeldía, que las dos monjas
defendían con una lealtad imperturbable.
Los cinco guerrilleros, en su
agotamiento, mantenían la mirada baja y las palabras medidas. Solo en una de
aquellas noches, con una vela temblorosa que iluminaba su rostro, uno de ellos
se atrevió a murmurar su verdad. Habló de sus compañeros caídos, de los ideales
que perseguían y de un país que, en sus sueños, era un lugar justo, luminoso y
sin cadenas. La Hermana Clara lo escuchó en silencio, sin mostrar en su rostro
la pena que aquel relato le sembraba en el corazón.
En el duodécimo día, cuando el B2
por fin cesó de rondar por las calles, la Hermana Teresa llamó a los jóvenes y,
con el mismo gesto con el que los había acogido, les dio su bendición. Luego
les indicó el camino de escape: un túnel subterráneo que partía desde el
subsuelo de la capilla hasta el otro extremo del barrio, una salida clandestina
que los liberaría del acecho. Los cinco, con los rostros todavía marcados por
el miedo y la gratitud, asintieron en silencio y desaparecieron en la penumbra
de la madrugada, llevándose consigo una historia que la niebla mantendría bajo
su manto.
Las Hermanas Teresa y Clara jamás
volvieron a mencionar aquellos días. Para ellas, había sido un acto de fe en
nombre de Cristo Obrero, defensor de los pobres y los perseguidos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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