El 5 de enero en Pasto, en los años 80, era una explosión de locura. El aire traía consigo el eco de trompetas y tambores, mientras la salsa lo envolvía todo como una niebla que te hacía moverte, te jalaba desde adentro. La ciudad entera se convertía en una pista de baile infinita, un torbellino de gente con pintura en el rostro, con cosmético en las manos, que digo en las manos, en todo el cuerpo; con ganas de perderse en el ritmo hasta olvidar quiénes éramos.
Salíamos como cada año, los mismos de siempre, un combo inseparable de amigos que creían que el mundo se acababa después del 6 de enero. Teníamos solo 50 pesos en el bolsillo, pero eso no importaba. Ese billete era más un amuleto que moneda: lo llevabas como si fuera una prueba de que la noche no necesitaba billetes para hacerte feliz. Y así era. La ciudad nos daba todo lo que necesitábamos. Pasabas por una esquina y la salsa te recibía con los brazos abiertos, como si los mismos Héctor Lavoe y Willie Colón estuvieran tocando ahí, solo para ti. Te dabas la vuelta y encontrabas una ronda de aguardiente que no pediste, pero que te llegaba de manos desconocidas, de corazones que solo querían verte bailar y reír.
Había algo en el aire que te hacía sentir inmortal, como si nada pudiera tocarte. Los bares no cerraban, las calles nunca se vaciaban y el frío de las montañas se olvidaba cuando el calor de la gente te abrazaba. Cada rincón tenía su propia fiesta, cada paso de baile te llevaba a otro mundo. Y no había apuro, porque el carnaval no tenía dueño ni relojes. La salsa sonaba por todas partes: Richie Ray, Bobby Cruz, Rubén Blades. No importaba dónde fueras, la ciudad misma latía con el mismo beat.
A veces, te encontrabas con amigos que no habías visto en meses, pero que parecía que nunca se habían ido. Las risas resonaban en las calles, y esa pequeña reserva de 50 pesos seguía intacta en el bolsillo. Es que, en el fondo, no necesitabas nada más. Ni billetes, ni grandes planes, solo el compás del son, la energía de los cuerpos moviéndose al unísono, la certeza de que la noche era interminable.
Al final, cuando el sol ya empezaba a asomarse tímidamente, regresábamos con los mismos 50 pesitos, con las piernas cansadas pero el corazón lleno. Y aunque el carnaval continuaba, sabíamos que el 5 de enero en la ciudad sorpresa, no tenía comparación; con la promesa de que la salsa, el sabor y la amistad durarían mucho más que cualquier amanecer.
Entonces en la puerta de la casa estaba mi mamá, me hacía sacar parte de la ropa y los zapatos, pasaba de una al baño a lavarme bien, detrás de las orejas y el pupo lleno de cosmético, bien sobado con esponja, antes de alistar la energía para la rumba del 6…
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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