martes, 29 de octubre de 2024

DESPERTAR EN PASTO

 

La ciudad despierta con su piel cansada, tan cansada como los ojos que se abren a su niebla eterna. Está repleta de promesas rotas, de sueños que se esconden, temerosos, entre las sombras de cada calle. Pasto sabe guardar secretos, historias que nunca se dijeron en voz alta, ecos de lo que alguna vez quisimos ser y que ahora se diluyen en la humedad andina.

 

La gente avanza en silencio, como si el aire supiera cosas que nosotros ignoramos. Somos eso: pasajeros de un tiempo que no se detiene, que no nos espera ni se inmuta. Cada paso que dejamos en la acera es una despedida, un recordatorio de lo frágil que es el suelo bajo nuestros pies. En las vitrinas, nos vemos reflejados y ajenos, espectros de nuestras propias vidas, miradas esquivas que no buscan más que sobrevivir cada jornada.

 

Pero Pasto tiene esas noches largas que nos miran de frente, noches que saben de nosotros. Nos conocen en lo más oscuro, en el vértigo de la montaña y en el susurro de la selva lejana que abraza al río. En esta ciudad, los días se estiran hasta volverse extraños; aquí no hay descanso para quienes han hecho pacto con la vida. Pasto es andina, pero también pacífica y amazónica, y sobre todo, volcánica; es tierra que respira una calma que corta y un viento que susurra advertencias a quien se atreve a escuchar.

 

Y aunque caminamos juntos, aunque no nos miremos, cada quien lleva una historia sin contar, un grito contenido en los bolsillos. Tal vez, en algún cruce de miradas, en una esquina donde la noche aún no termina, reconozcamos el peso de vivir sin detenernos. Tal vez Pasto nos deja ir, porque sabe que sus calles siempre serán más largas que nuestros pasos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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