La ciudad despierta con su piel
cansada, tan cansada como los ojos que se abren a su niebla eterna. Está
repleta de promesas rotas, de sueños que se esconden, temerosos, entre las
sombras de cada calle. Pasto sabe guardar secretos, historias que nunca se
dijeron en voz alta, ecos de lo que alguna vez quisimos ser y que ahora se
diluyen en la humedad andina.
La gente avanza en silencio, como
si el aire supiera cosas que nosotros ignoramos. Somos eso: pasajeros de un
tiempo que no se detiene, que no nos espera ni se inmuta. Cada paso que dejamos
en la acera es una despedida, un recordatorio de lo frágil que es el suelo bajo
nuestros pies. En las vitrinas, nos vemos reflejados y ajenos, espectros de
nuestras propias vidas, miradas esquivas que no buscan más que sobrevivir cada
jornada.
Pero Pasto tiene esas noches
largas que nos miran de frente, noches que saben de nosotros. Nos conocen en lo
más oscuro, en el vértigo de la montaña y en el susurro de la selva lejana que
abraza al río. En esta ciudad, los días se estiran hasta volverse extraños;
aquí no hay descanso para quienes han hecho pacto con la vida. Pasto es andina,
pero también pacífica y amazónica, y sobre todo, volcánica; es tierra que
respira una calma que corta y un viento que susurra advertencias a quien se
atreve a escuchar.
Y aunque caminamos juntos, aunque
no nos miremos, cada quien lleva una historia sin contar, un grito contenido en
los bolsillos. Tal vez, en algún cruce de miradas, en una esquina donde la
noche aún no termina, reconozcamos el peso de vivir sin detenernos. Tal vez
Pasto nos deja ir, porque sabe que sus calles siempre serán más largas que
nuestros pasos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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