viernes, 11 de octubre de 2024

VLAD EL DRAGÓN

Vlad el dragón

(Morir de amor a cada amanecer)

 

Él la miraba y el tiempo se hacía trizas. Habían pasado cientos de años, o quizá sólo un parpadeo, desde aquel primer encuentro en una noche sin nombre, cuando sus miradas se reconocieron en un idioma que no necesitaba traducción. Desde entonces, cada vez que sus cuerpos se encontraban, era como un relámpago que partía el cielo, un choque de piel y deseo, como el primer susurro de los dioses, el roce de dos mundos olvidados que volvían a la vida.

 

Ella cargaba su historia a cuestas; él, la suya. Pero cuando reían juntos o cuando ella lo miraba - ¡ay, la luz de esos ojos! - él sentía que todo lo que alguna vez creyó verdadero se reescribía en cada chispa de esa mirada. Entre el murmullo de promesas jamás dichas y palabras que nunca se dirían, él la amaba. La amaba hasta los huesos, en el silencio de quienes aman sin licencias, sin destino claro, como dos piezas destinadas a perderse en el mismo abismo.

 

Cada noche era un viaje sin retorno. Se entregaban como si no existiera regreso, hundiéndose uno en el otro hasta la última gota, hasta el eco final de sus latidos. Y cada noche, antes del amanecer, él moría de amor. Morir de amor a cada amanecer: esa era la única forma en que sabía amarla. El amor renacía obstinadamente, como las mareas que no se rinden, y él sabía, en la profundidad de sus huesos, que perderla sería como perder la propia piel, como quedar desnudo ante un sol implacable.

 

Nunca hubo razón para lo que vivían. Tampoco palabra alguna que pudiera contener la magnitud de ese amor feroz, un amor que llevaba entre pecho y espalda, como un tatuaje invisible e indeleble, una certeza de fuego que no necesitaba pronunciarse. Porque a veces, las palabras de los hombres no alcanzan, no logran apresar la verdad brutal de lo que siente el alma cuando la vida, por un instante o por una eternidad, decide enseñarte el rostro del amor.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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