Las navidades donde mi abuela Susana siempre fueron una locura. La casa, enorme de tan llena, parecía un hormiguero humano. Doce hijos, cincuenta nietos, y cada uno con su propio drama, pero todos juntos, como si el mundo se fuera a acabar y la única salvación fuera ese tamal que mi abuela cocinaba con manos santas. Mi tía Rosa decía que esos tamales tenían magia, y yo le creía. Pero antes de que la comida llegara, el preludio eran dos o tres aguardientes que mi papá y mis tíos bajaban con cada grito de combate, aplaudiendo la danza de mi papá, “El negrito chocholeador,” quien hacía gala de su destreza en la pista de baile. Yo me sonrojaba, como si todos me estuvieran mirando a mí, y no a mi padre.
La sala se convertía en un festival improvisado, con música a todo volumen. Esa vieja radiola de mi abuela sonaba como una tromba, soltando clásicos de Afrosound. Y yo, con mis ocho años, me metía en el baile. Ahí estaba mi tía Hilda, con su vestido de flores, riéndose a carcajadas, tirando pasos como si el mundo le fuera a dar una medalla por cada vuelta. Me llamaba, "¡Vení, bailá conmigo!", y no había opción. Me llevaba a la pista, y aunque apenas llegaba a su cintura, me dejaba llevar por la música, mientras el resto de la familia hacía barra. "¡A ver, Jaimito, que saque a bailar a la Esperancita! ¡Y Héctor, salí de la cocina!", gritaban entre risas. El aguardiente aparecía de todos los rincones porque alguien ya había gritado: “¡Mucho verano!”
Afuera, el sonido de "Tiro al blanco" acompañaba como una banda sonora en esa película que guardo en la memoria, coloreada por mi imaginación. Los tíos competían para ver quién soltaba el mejor chiste, y cada uno hacía reír a carcajadas a los demás, cada broma terminaba con un grito de euforia. Pero a mí lo único que me importaba era seguir el ritmo, las vueltas con mi tía, el sonido de la cumbia mezclado con las risas y el aroma de los tamales. Esa era la esencia de la navidad: el caos, el calor humano, y yo, niño de ocho años, siendo el rey de la pista, aunque solo fuera por unos minutos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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