Cada mañana, la monotonía se sienta a mi mesa, con su armadura de café y su daga invisible. Franquearla es hacer malabares con un suspiro y dos dedos en la frente, como si un simple ritual de cafeína fuera a romper el hechizo de sus sinrazones. A veces quiero invitarla a charlar, saber si ella también se cansa de ser lo mismo cada día, de dejar en la mesa la misma quemadura sobre el mantel. Pero no hablo; prefiero el silencio de esta ceremonia amarga, de este oscuro líquido que me encadena y libera, una y otra vez.
Ella, la monotonía, me mira y
sonríe sin dientes. Al fondo, en el vapor que sube, puedo ver lo que me falta,
lo que no cambia. Pero sigo bebiendo, sorbo a sorbo, convencido de que en el
fondo de la taza hay algo que no he probado, algo más que café y sus miradas
frías.
Así, nos miramos cada mañana, y
es como si me viera en el reflejo de sus ojos grises: un fantasma adicto a la
repetición, pero deseoso de esa chispa que no llega, de un derrumbe perfecto y
desprolijo, que me hiere los ojos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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