Siloé
La lluvia, densa y persistente,
caía sobre Siloé como una cortina de plomo líquido, encajonando el paisaje en
una bruma borrosa. Bajo aquel diluvio, el flaco Marcos saludó con una
inclinación casi reverente a la flaca Liliana, a Roberto Patepalo y al viejo
Afranio, quien, con esa sonrisa cómplice que le colgaba como un amuleto, soltó
su apuesta al viento:
—Apuesto la carne de la comida al
que llegue menos embarrado a la casa del Tío.
La casa de seguridad, enclavada
en la loma del barrio 3 de mayo, se alzaba como un santuario prohibido. En la
distancia, se oía el eco del “Ana Milé”, el ritmo agitado y enérgico que
retumbaba en el ambiente como una risa burlona. La voz de la flaca rompió el
momento:
—Yo no apuesto mi carne —murmuró
con un dejo de ironía antes de empezar a escalar la cuesta, mientras el viejo
Afranio se quedaba al final de la fila, observándolos a todos con ese aire de
quien ya conoce el desenlace.
Roberto Patepalo, con su caminar
torpe, se aventuró por el barrizal, resbalando y maldiciendo, seguido por la
flaca que, con cada paso, perdía más la compostura. Detrás de ellos, el flaco,
sin mucho mejor suerte, se sacudía el barro de los ojos, tambaleante, mientras
balbuceaba entre risas:
—Perdimos, Patepalo, esta carne
ya está en manos del viejo.
Y allí, bajando la loma con la
calma de quien no tiene prisa, el viejo Afranio los alcanzó, sus zapatos apenas
manchados, con una sonrisa triunfal. Cuando llegaron a la casa del Tío, todos,
exhaustos y empapados, supieron que esa noche no habría carne para nadie. En
cambio, el viejo, entre risas, se encargó de preparar huevos revueltos,
recordándoles que, en Siloé, hasta la más insignificante apuesta podía traer
consigo el sabor delicioso de la victoria, si entendemos que en la lucha tiene
mucho que ver la poesía, el romanticismo político y la cadena de afectos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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