lunes, 7 de octubre de 2024

SILOÉ

Siloé

 

La lluvia, densa y persistente, caía sobre Siloé como una cortina de plomo líquido, encajonando el paisaje en una bruma borrosa. Bajo aquel diluvio, el flaco Marcos saludó con una inclinación casi reverente a la flaca Liliana, a Roberto Patepalo y al viejo Afranio, quien, con esa sonrisa cómplice que le colgaba como un amuleto, soltó su apuesta al viento:

 

—Apuesto la carne de la comida al que llegue menos embarrado a la casa del Tío.

 

La casa de seguridad, enclavada en la loma del barrio 3 de mayo, se alzaba como un santuario prohibido. En la distancia, se oía el eco del “Ana Milé”, el ritmo agitado y enérgico que retumbaba en el ambiente como una risa burlona. La voz de la flaca rompió el momento:

 

—Yo no apuesto mi carne —murmuró con un dejo de ironía antes de empezar a escalar la cuesta, mientras el viejo Afranio se quedaba al final de la fila, observándolos a todos con ese aire de quien ya conoce el desenlace.

 

Roberto Patepalo, con su caminar torpe, se aventuró por el barrizal, resbalando y maldiciendo, seguido por la flaca que, con cada paso, perdía más la compostura. Detrás de ellos, el flaco, sin mucho mejor suerte, se sacudía el barro de los ojos, tambaleante, mientras balbuceaba entre risas:

 

—Perdimos, Patepalo, esta carne ya está en manos del viejo.

 

Y allí, bajando la loma con la calma de quien no tiene prisa, el viejo Afranio los alcanzó, sus zapatos apenas manchados, con una sonrisa triunfal. Cuando llegaron a la casa del Tío, todos, exhaustos y empapados, supieron que esa noche no habría carne para nadie. En cambio, el viejo, entre risas, se encargó de preparar huevos revueltos, recordándoles que, en Siloé, hasta la más insignificante apuesta podía traer consigo el sabor delicioso de la victoria, si entendemos que en la lucha tiene mucho que ver la poesía, el romanticismo político y la cadena de afectos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Afranio Parra Guzmán
El Guerrero del Jaguar


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