El sabor del añejo en las
empanadas es el recuerdo de niño al filo de la mesa de la abuelita Mercedes, en
realidad mi bisabuela materna. La cocina siempre estaba invadida por el humo
del café recién molido, que envolvía el aire con su aroma, la paila con aceite
bien caliente que resonaba como cuando un aguacero cae en el tejado de zinc, al
freír las empanadas, es un abrazo que llega desde tiempos que ya no recuerdo,
pero que siempre está ahí, agazapado en las esquinas de la memoria.
En Pasto, cada navidad tiene ese
ritual propio, el café con empanadas de añejo, es una tradición casi sagrada.
Las melodías navideñas, que empiezan a sonar en septiembre, acompañan el
chisporroteo del aceite caliente donde se fríen las empanadas. Y en las casas
pequeñas, apretadas, todo el mundo cabe, como si el espacio se estirara para
darle lugar a las carcajadas, a los cuentos repetidos que las abuelas lanzan al
aire mientras mueven la paila para que las empanadas no se peguen o se quemen.
Y eso, en la casa tienda de la abuela Mercedes, era un ritual.
“Es el añejo, mijo, lo que le da
sabor a la vida”, decía siempre la abuelita Mercedes, mientras sus manos viejas
y rápidas sellaban los bordes de cada empanada. En esos días no entendía bien
lo que quería decir, pero algo en la forma en que lo decía me hacía sentir que
había algo más profundo en cada mordisco.
Era en la navidad cuando el añejo
se volvía eterno. Porque no era solo el sabor, no. Era el eco de las risas de
mis primos, el rechinar del viejo radio de mi abuela sonando villancicos
desafinados, el tintineo de las tazas de peltre cuando Florentina, su escudera,
servía el café negro, cargado. Las empanadas se doraban al ritmo de las risas,
de los recuerdos de lo que fuimos y de lo que seguimos siendo, atrapados entre
las paredes gastadas de aquella casa que resistía el tiempo como un soldado en
su trinchera.
Cada mordisco es como regresar al
pasado. El crujido de la masa se mezcla con los recuerdos, con el frío que
entraba por la ventana y se disipaba en el calor de la cocina. Las calles de
Pasto, vacías por la noche, solo eran interrumpidas por las luces de navidad
que colgaban de las ventanas como estrellas caídas, y en el corazón de esa
soledad, la casa tienda de la abuelita brillaba allí en la calle 18, como la
vida que latía alrededor de la mesa a mis cinco años, correteando un cuy para
cargarlo y sentirlo tibio en mis manos con su corazón latiendo a toda
velocidad.
Eran noches en las que, aunque no
lo sabíamos, éramos inmortales.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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