Señora hermosa,
La he sentido en la penumbra de
este valle de sombras y silencios, donde cada rincón se vacía de luz, como un
bosque al caer la niebla. No está, y la ciudad parece ahora un suspiro que
muere despacio. ¿Qué es el amor si no es verla, como se ve un río en la
distancia, fluyendo siempre hacia dentro, hacia el alma? Aquí quedo, en esta
certeza de sombras: aprender a vivir sin el brillo de sus ojos, sin las huellas
que deja en cada rincón de mi espíritu.
Usted se ha ido metiendo en mi
ser como las historias antiguas, aquellas que contaba mi abuela, de fantasmas
que cruzaban las casas con paso leve, dejando apenas el eco de sus pasos en la
madera. Se convierte en el hilo de la memoria, en el roce suave que no pide
permiso, y en el silencio que queda después, cuando el día amanece solo y el
aire está lleno de su ausencia.
Mis sueños ahora la guardan como
a un secreto, como si fuera esa gata de seda y armiño que recorre mis noches en
un susurro, un ángel hecho de gracia que jamás se pierde en el tiempo. Usted se
desvanece, en un destello, cuando abro los ojos, y me deja con la última imagen
de sí, suspendida en la penumbra de una madrugada que se alarga.
Deja en mí, amor mío, esta
historia que se guarda en el silencio, un eco de aquello que fue, de lo que
sigue siendo y de lo que aún me acompaña en la sombra.
Con el eco de sus pasos,
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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