Hombre de barro
Los árboles de mi infancia aún me
recuerdan. Son sombras calladas, sepultadas en el silencio vasto de la tierra,
como secretos que solo el viento y la noche saben descifrar. Ellos guardan un
tiempo que no se ha ido, que se queda dormido en el eco de las hojas que
crujen, en la raíz que persiste bajo el barro de mis pasos. Los busco con la
nostalgia de quien nunca los dejó atrás; toco sus cortezas ásperas y en cada
surco encuentro un susurro, un retazo de una historia que no puedo recordar del
todo, que me envuelve con su aliento de tierra húmeda y rocío.
Hay momentos en que el mundo
calla, en que todo se desvanece para dejar sitio al murmullo que emerge desde
lo profundo, un susurro de raíces y piedras antiguas. Y en ese instante,
entiendo que las raíces son caminos hacia el centro del silencio, y que es la
tierra la que, desde su paciencia inmensa, se alza para hablarme, como si me
reclamara para su vida sempiterna, para sus memorias de sombras y de agua.
Mis manos, humildes, se extienden
hacia el cielo que ahora se inclina sobre mí, hacia ese azul que se cuela entre
las ramas en un abrazo. Entonces, soy raíz y también hoja; soy la sombra que se
dibuja en la tierra y el eco que busca la noche, una huella que apenas toca el
polvo y se pierde en el susurro eterno de la montaña. Soy de barro.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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