La voz
La primera vez que Héctor Juan
Pérez Martínez pisó las calles de Nueva York, ni la brisa del Caribe que aún lo
envolvía ni los fantasmas de las montañas de Ponce lo acompañaban. Parecía que
la gran ciudad, con su furia desbordante y sus luces que nunca se apagan, se
tragaba con voracidad al muchacho flaco que todavía no respondía al nombre de
Lavoe. Sin embargo, había algo en él que siempre se mantendría intacto, incluso
en medio del caos: su voz.
Era una voz con la que podía
desafiar a los propios dioses de la salsa. Cuando Héctor cantaba, su sonido
atravesaba la calle como una brisa que se cuela entre las palmeras al
atardecer, pero con la contundencia del machete que corta el viento en la selva
tropical. Tenía una nasalidad que no pretendía disfrazar; es más, la enarbolaba
con la dignidad de los viejos trovadores que no necesitaban adornos para ser
escuchados. Esa peculiaridad en su tono se convertiría en su firma, una marca
de agua en cada canción que entonaba.
Lavoe no cantaba para
impresionar, no le interesaba exhibir agudos vertiginosos ni alcanzar los
límites de la voz humana como algunos de sus colegas. Su registro de tenor era
modesto, común quizás, pero en sus notas había una sinceridad que pocos podían
igualar. La fuerza que imprimía a cada fraseo nacía no solo de su técnica, sino
de la vida que llevaba dentro. Cada palabra era un puño que se levantaba contra
el destino, cada verso era una declaración de supervivencia, y cada respiro,
una pausa en medio de una pelea que, como todo en su vida, estaba destinada a
durar hasta el último aliento.
Había un brillo inusual en su
timbre, una limpieza que contrastaba con el entorno ruidoso y caótico en el que
creció su leyenda. A diferencia de las voces rasposas que acostumbraban llenar
los salones y clubes de la ciudad, la de Lavoe resplandecía con una claridad
única. No había humo ni alcohol en sus notas, sino una luz que atravesaba los
arrabales y llenaba de vida los rincones oscuros de los barrios.
Pero tal vez lo más admirable en
su arte era la destreza con la que manejaba el fraseo. Los versos escapaban de
su boca con una naturalidad que hacía pensar a muchos que no había ningún
esfuerzo detrás, como si las palabras bailaran sobre el ritmo que marcaban los
trombones y las congas. Era un mago de la dicción; cada sílaba se alineaba como
por arte de magia, permitiendo a todos aquellos que lo escuchaban no solo
oírlo, sino entenderlo, sentirlo.
Al escuchar "La Murga de
Panamá", se podía percibir cómo jugaba con su rango vocal, oscilando entre
notas bajas que parecían emerger de las entrañas mismas de la tierra y agudos
que coqueteaban con los límites del viento. Nunca forzaba nada, su voz fluía
como el agua de los ríos que rodean su isla, incontrolable, pero a la vez
perfectamente en sintonía con su curso. Héctor Lavoe no cantaba; se comunicaba
con el mundo a través de su música, como si cada presentación fuera una
conversación con el destino.
Así se forjaba la leyenda. No era
el timbre, ni el registro, ni siquiera su inigualable capacidad para frasear lo
que hacía de Lavoe un cantante inolvidable. Era la vida que habitaba en su voz,
la forma en que cada canción se transformaba en un relato, en una crónica de
los dolores y las alegrías de una generación que, como él, peleaba por
sobrevivir. Cantaba la salsa como quien cuenta una historia de amor y tragedia
al mismo tiempo.
Héctor Lavoe, el hombre cuya voz
nasal y brillante se levantó entre las calles de cemento y los cielos grises de
Nueva York, supo siempre que no importaba cuánto doliera el camino o cuántas
veces la vida lo hiciera tambalear, su voz era su arma, su escudo y su legado.
En ella quedaban guardadas todas las historias que jamás contó, y cada una de
sus canciones era una puerta que abría el alma de un hombre marcado por la
grandeza y la tragedia.
Se puede decir que Héctor Lavoe
no fue solo un cantante, sino un profeta que con cada fraseo nos susurraba los
secretos de la vida. Porque al final, como en todo realismo mágico, a lo
garciamarquiano, la realidad y la fantasía se cruzan en la más sencilla de las
verdades: Héctor Lavoe era, y siempre será, la voz del Caribe que nunca dejó de
cantar, incluso en medio del silencio.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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