viernes, 4 de octubre de 2024

Montañas del Cauca, septiembre 1988.

Si esta guerra me da tregua

 

Si esta guerra, la de los días vacíos y las noches largas, me da una tregua, correré hacia ti. Cruzaré los campos desolados, las trincheras de la distancia y el silencio. Volveré a tus brazos como quien regresa a la única tierra que le pertenece, a esa patria que se dibuja en la curva de tu cuello, donde las fronteras se evaporan con el roce de la piel, y el tiempo, ese tirano implacable, se rinde a la calma de tu respiración.

 

Voy a buscarte. Lo juro. Atravesaré los kilómetros que ahora parecen montañas imposibles. Cerraré los ojos y, en ese acto de fe, estaré allí, a tu lado. Oleré la fragancia que dejaste en la almohada, esa huella invisible que me acompaña cada noche, recordándome que tu presencia es mi único refugio, mi único abrigo en este mundo frío. Tus brazos serán mi puerto, y en ese espacio sagrado entre tus manos y mi rostro, no habrá miedo, ni guerra, ni olvido.

 

Acariciaré tus manos, esas que saben de amores antiguos y de batallas ganadas. En cada roce, encontraré la miel que tanto ansía mi sed, la dulzura que calma el hambre de todo lo que falta. Porque tú, amor, eres el río que atraviesa mis venas, el agua que nunca se detiene, y yo, simplemente, me dejo llevar, sin resistencia, sin prisa.

 

Cuando esa tregua llegue, iré a buscar el fuego de tus labios. Ese fuego que arde en medio de la tormenta, que ilumina los días más oscuros. Y en ese abrazo, el mundo, tan grande y tan ajeno, se hará pequeño, se hará nuestro. Ya no habrá guerras por pelear, ni miedos que me paralicen. Si tú me esperas, no habrá batalla que no pueda librar, ni herida que no se cure.

 

Con el eco de tu amor resonando en mi pecho, 

Siempre tuyo.

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



SECUESTRO

Secuestro

 

En la espesura de la selva, el hombre vestido de verde ya no es un policía ni un militar, sino un prisionero más de la tierra que devora el tiempo. Mi uniforme se había mezclado con el musgo y el barro, como si la selva hubiera querido tragarme, volviendo difusa la frontera entre mi cuerpo y el suelo que pisaba.

 

Atado de pies y manos, escuchaba el murmullo del viento que atravesaba los árboles, esa voz de la naturaleza que no traía consuelo, solo el eco de un miedo que me acompañaba en cada respiración. Las ramas parecían susurrar secretos, pero yo ya no creía en las respuestas, porque allí, en esa inmensidad verde, no había día ni noche. La selva era el reino de lo eterno, donde el tiempo se perdía en los contornos invisibles de las sombras.

 

Cada paso de los guerrilleros resonaba como un golpe en mi pecho. Al principio no me miraban, como si fuera parte del paisaje, una sombra más en ese purgatorio de hojas. Supe, con los días, que les tenían prohibido socializar con nosotros. Algunos de ellos, y un par de ellas, intentaron tratarnos con decencia, pero fueron castigados por hacerlo. En esa soledad, me sentía rodeado de espectros, y uno de esos era la voz inconfundible del mando de los subversivos. Lo escuchaba en los crujidos de las raíces bajo tierra, en el susurro del viento que se quejaba como un niño perdido. Se había convertido en un fantasma que nos acechaba de día y de noche. Todos nosotros, hombres fuertes y entrenados para enfrentarnos a enemigos visibles, nos hallábamos indefensos ante los fantasmas que no podíamos ver.

 

Lejos de las balas, lejos del combate, era la naturaleza la que ahora me atacaba. Los árboles, inmóviles testigos de mi fragilidad, me rodeaban como gigantes mudos, mientras luchaba contra los demonios de mi mente. No sabía si ese miedo que me acechaba era real o solo el eco de una desesperanza que había echado raíces dentro de mí.

 

A veces cerraba los ojos en un intento inútil por escapar, aunque fuera de la realidad. Pero en la selva no hay escapatoria, ni real ni mental. Las horas eran líquidas, resbaladizas, sin forma, y en cada una de ellas la soledad me abrazaba con fuerza. Ya no recordaba el rostro de mis hijos ni el calor de mi casa. Todo eso había quedado en otra vida, en otro mundo, lejos del retumbar de mis propios pensamientos, que, en ese vacío, gritaban más fuerte que las ráfagas del viento.

 

La selva no ofrecía consuelo, solo silencio. Pero era un silencio lleno de ruido, un ruido que me acompañaba como una melodía constante de hojas que caen y animales que huyen de su propia sombra. Y en ese silencio ruidoso, entendí que el verdadero enemigo no eran los hombres que me habían capturado, ni las armas que me habían llevado hasta allí. No. El verdadero enemigo era el miedo que se había alojado en mi pecho, ese miedo que nunca se calla, que se enrosca en los huesos como una serpiente y aprieta hasta hacerte olvidar quién eres.

 

Ya no sabía si volvería a ser libre. Pero lo que más temía no era la cárcel de la selva, sino la posibilidad de que, incluso si lograba escapar, nunca podría liberarme de ese eco que resonaba dentro de mi cabeza: el eco de una soledad que me perseguiría para siempre.

 

¿Sabe una cosa, señorita? 

A nosotros nos dieron publicidad y prensa solo hasta el día de la liberación. Luego, pasamos a ser unos secuestrados más del montón. Diez años más del mismo silencio ruidoso de la selva, pero ahora en la ciudad. Por eso mi trabajo ahora es tratar de sanar esas heridas, de juntar esos dolores, enfrentarlos y contarle a la gente la maldición de la guerra, la pérdida de los seres queridos, la falta del calor de un abrazo.

 

¿Cómo no voy a estar contento en este día? 

Estoy seguro de que con ese triunfo del pueblo en las elecciones se abre una hermosa posibilidad de enfrentar los fantasmas de la guerra, los demonios del secuestro, la maldición del negocio de la muerte. 

Claro que creo que es posible. Ya dimos el primer paso, ahora viene lo más difícil: seguir caminando y, sobre todas las cosas, vivir sin miedo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 


miércoles, 2 de octubre de 2024

EL DESTINO DE PALESTINA

El Destino de Palestina

 

Para la guerra, nada. 

Nada, porque las guerras no nos devuelven lo perdido, 

solo multiplican las ausencias. 

En Palestina, el suelo es polvo de siglos, 

y los pasos de los huérfanos resuenan como una plegaria 

que el cielo no escucha. 

Las piedras no son sólo piedras, 

son lágrimas detenidas, son corazones rotos 

que el viento del desierto aún no ha barrido.

 

Palestina, más que un lugar, 

es un latido universal. 

Es la memoria de los que fueron, 

es la resistencia de los que quedan. 

En sus calles, los niños sueñan con estrellas silenciosas, 

pero el ruido de las bombas 

se roba las noches. 

El cielo se rompe en sombras, 

y los muros, 

los muros nacen como cicatrices en la piel de la tierra.

 

Para la guerra, nada. 

Nada, salvo la memoria, 

ese viejo cuaderno donde la historia se escribe 

con manos curtidas por el exilio. 

Palestina no es un pedazo de mapa, 

es el reflejo de todos nosotros. 

Es el grito ahogado de quienes buscan paz 

y encuentran la muerte en cada esquina.

 

Palestina no está allá, está aquí. 

Está en cada rincón donde los ojos se nublan de olvido. 

Somos todos Palestina. 

Somos la herida que no cicatriza, 

el exilio que se extiende 

más allá de los mares, más allá de las montañas, 

como una nube negra que el viento arrastra 

de frontera en frontera.

 

Para la guerra, nada. 

Nada, porque la guerra es la fábrica del olvido. 

Pero para la paz, 

para la paz, tenemos la voz de los pueblos. 

Manos que se buscan, 

corazones que laten al mismo ritmo, 

como si supieran 

que el destino de Palestina 

es el destino de la humanidad. 

Y en esa lucha, 

todos, todos, nos encontramos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



A PESAR DE LOS PESARES

A pesar de los pesares

 

Te sigo amando porque el amor es como un río que no sabe detenerse, aunque las montañas se alcen como muros de silencio y las distancias se expandan como un eco interminable. En cada amanecer, cuando el sol apenas se atreve a asomarse sobre los bordes del mundo, sé que mi amor sigue fluyendo, como el agua que busca el mar, aun cuando no lo ve, aun cuando todo parece lejano.

 

Amo en los intersticios del tiempo, en los espacios vacíos que dejas al caminar por otras tierras, por cielos que ya no compartimos. Y sin embargo, te amo. Te amo en el ritmo de las lunas que callan, en la marea inquebrantable de tus silencios, esos que a veces parecen infinitos. Pero incluso en el silencio, en la sombra que dejas al pasar, hay algo que canta, una melodía hermosa que me devuelve a ti, como las aves que siempre encuentran el sur, aunque las estaciones cambien y el frío intente congelar sus alas.

 

No importa cuán lejos estés, no importa cuántas lunas ocultes tras tu ausencia, yo te sigo amando. Porque el amor no necesita presencia, solo ese lazo invisible que une lo distante, que resiste los inviernos y las noches más largas. Te amo, como un árbol que ama la lluvia aunque no caiga en sus raíces. Te amo y eso es lo único que permanece, la única certeza en un mundo que se disuelve, que cambia.

 

Y es lo que importa, ahora y siempre. Amar, más allá del tiempo, más allá de los pesares.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 1 de octubre de 2024

SIMBIOSIS

Simbiosis 

 

Bajo el velo de la montaña, 

todo es verde, inmenso, 

como un océano eterno 

que se alza hasta los cielos.

 

La montaña se funde en la piel, 

en los huesos, 

se enreda en los pulmones 

con el aliento espeso de sus vientos.

 

Su vastedad no es solo paisaje, 

es vida que pulsa, 

que late en la sangre 

con el ritmo de lo eterno.

 

Y en su abrazo inmenso, 

el cuerpo se disuelve; 

ya no hay más nombres 

ni recuerdos.

 

Somos susurros de hojas 

y silencios 

que se filtran por las venas 

sin memoria.

 

Nos traga en su hondura, 

en sus fauces de tiempo, 

y así dejamos de ser 

para fundirnos con ella.

 

El alma, desnuda y errante, 

se transforma en la montaña, 

en la verde espesura 

y su latido.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


BELLO HORIZONTE

Bello Horizonte

"La memoria es lo único que nos salva de la muerte"...

 

Septiembre llegó como una brisa ligera, pero traía en sus entrañas algo más. En el barrio Bello Horizonte, en las entrañas olvidadas de Bogotá, el viento del cambio recorrió sus calles polvorientas. Aquella tarde, los niños se encontraron con el sonido de promesas hechas risa, globos que ascendían hacia un cielo que apenas conocían, y versos que flotaban como cometas sobre los techos agrietados. Lo que parecía un día cualquiera se transformó en una fiesta que nadie esperaba, y que todos recordarían.

 

El barrio se convirtió en el epicentro de una revolución insólita. Hombres y mujeres, sin uniformes, con boinas y camisas como si fueran parte de un circo errante, llegaron al patio. No traían armas, solo globos de colores y cometas en las manos. "Es una fiesta", gritó un niño, y los demás lo siguieron, corriendo tras los globos que, por un momento, parecían alcanzar el sol.

 

Eran del M-19, pero nadie los veía como guerrilleros. Eran poetas, magos callejeros, heraldos de un sueño que se desplegaba como las alas de las cometas que ahora cruzaban el cielo del barrio. Repartían víveres del IDEMA como si fueran un banquete sagrado, pero no era la comida lo que llenaba el alma de los habitantes. Era algo más profundo: la certeza de que, por un breve instante, la vida podía ser dulce, ligera como el aire.

 

Los niños reían, corrían libres, y en sus ojos había un brillo que el barrio no conocía. Los militantes declamaban versos, y cada palabra se sentía como un eco de libertad. "Todos los niños del mundo", decía una mujer, dejando caer las palabras como lluvia, "merecen comer hasta que el hambre sea solo un mal recuerdo, hasta que el miedo en sus estómagos sea desplazado por la risa".

 

Los pobladores, acostumbrados a la escasez y al silencio, rodearon a los rebeldes, no con temor, sino con gratitud. En esos hombres y mujeres vieron algo más que forasteros. Vieron aliados, vieron un reflejo de su propia lucha, una lucha silenciosa que nadie les había enseñado, pero que latía en lo profundo de sus corazones. No hubo disparos ni gritos, solo canciones y poesía que se elevaban junto a las cometas.

 

El barrio, por un momento, dejó de ser un rincón olvidado. Era un país independiente, protegido por los ojos vigilantes de su propia gente. Los niños, ajenos al peligro que acechaba, seguían corriendo, sus risas hacían eco entre las paredes tristes. La revolución no tenía balas aquel día, solo versos y globos.

 

Pero en algún rincón, en las sombras donde el júbilo no llegaba, la persecución comenzaba a gestarse. Los helicópteros comenzaron a rondar como aves de rapiña, y el cielo, que hace poco estaba lleno de cometas, se cubrió de nubes grises. La fiesta se acercaba a su fin. Los guerrilleros, que hasta entonces repartían esperanza, comenzaron a marcharse, serenos, como quienes han aprendido a convivir con la caza.

 

El barrio no los dejó ir solos. Las puertas se cerraron tras ellos, las calles se convirtieron en laberintos protectores. No había ni un solo habitante dispuesto a traicionar. Los agentes del orden llegaron con furia, pero el barrio los recibió con el silencio de los que saben guardar un secreto. Los militantes del M-19 se desvanecieron entre las grietas como sombras al caer la noche.

 

Esa noche, cuando todo terminó y la calma volvió a imponerse, los niños guardaron sus cometas bajo las almohadas, y los globos, ya desinflados, en los rincones de sus cuartos. No entendían del todo lo que había pasado, pero sabían que algo había cambiado para siempre.

 

Los adultos se sentaron en sus cocinas vacías, pero con el pecho lleno de algo que no podían nombrar. Sabían que, por un breve y fugaz momento, habían sido los guardianes de un sueño. Un sueño que, como las cometas, había volado lejos, pero cuyo eco seguiría flotando sobre las calles de Bello Horizonte por mucho tiempo más.

 

En el cuerpo de uno de los muchachos caídos en la cacería sangrienta de las fuerzas represivas encontraron una hoja de cuaderno con estas palabras: "Todos los niños del mundo merecen un algodón de azúcar que endulce sus días amargos, un maestro que les enseñe a soñar con los pies en la tierra y las manos en el aire. Merecen danzar sin miedo bajo cielos abiertos, leer mundos que aún no existen, y comer hasta que el hambre se convierta en un recuerdo lejano. Merecen un mundo donde la risa expulse al miedo, y donde cada sonrisa sea una pequeña victoria sobre la injusticia. La memoria es lo único que nos salva de la muerte". Y esas palabras, flotando como un verso perdido, quedaron impresas en las calles del barrio, donde aún, de vez en cuando, algún niño corre persiguiendo un globo que se eleva hacia un cielo sin fin.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos