Sotomayor
El viento, leve como una canción
perdida, roza la piel con un eco de antiguos recuerdos. El sol, en su tibieza
dorada, se posa en mi rostro como un susurro, una mano que vuelve a la memoria,
aún viva. Mi padre camina, marcando el sendero, y yo sigo sus pasos, envuelto
en una alegría silenciosa.
Cada hoja que desciende, como oro
viejo, lleva en su caída un silencio, una palabra no dicha, un suspiro que el
bosque recoge en su desnuda quietud.
Me encuentro en este paraje de
montañas altas y cielos profundos, donde el tiempo se disuelve entre las ramas
que respiran, y mi ser se hunde, como raíz, en la tierra húmeda y oscura.
Todo se vuelve vasto, esencial,
en el corazón de la montaña: la luz que se filtra entre las sombras profundas,
los juegos de penumbra que parecen danzar con el día, el eco lejano de un
latido que no es mío, pero que en este lugar me llama y me reclama.
Aquí, en la inmensidad de lo
callado, el silencio es el único testigo de mis pasos. Busco, entre los velos
del viento, aquello que yace más allá de lo visible, lo que el misterio guarda
en la entraña de esta tierra antigua.
Solo me inundan los recuerdos: mi
padre conversando con los campesinos, el olor a tierra húmeda, a café recién
colado, a plátanos maduros en un plato de metal desgastado, y esa alegría de
mis ocho años que vuelve a invadirme de los pies a la cabeza.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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