domingo, 19 de enero de 2025

MATINÉ


El volcán eterno me observa como un dios cansado, su silueta inmensa y callada recortada contra un cielo que arde en oro y azul. La soledad aquí no tiene forma; es más bien un eco, un susurro de mi propia infancia que se enreda en el viento helado que baja de la montaña. Estoy solo, pero no del todo. Mis recuerdos caminan a mi lado. 

 

El sol de aquel domingo todavía quema en mi piel, aunque hayan pasado años. Mi mano pequeña, temblorosa, estaba envuelta en la de mi padre, fuerte y tibia como un juramento. Íbamos por las calles de ese Pasto de los años 70, rumbo al Teatro Imperial, donde las matinés eran ventanas a otros mundos, pero en mi niñez, el verdadero espectáculo era caminar con él. Las palabras que no decía se filtraban en sus pasos, en la manera en que sostenía mi mano, como si el universo entero pudiera desmoronarse y aún así yo estaría a salvo. 

 

Hoy, frente al Galeras, trato de encontrar esa certeza. Pero todo es más grande ahora, más pesado. El volcán no es solo un volcán; es una presencia que vigila, un guardián de secretos que quiero recordar. El teatro se ha recuperado para el arte, para que las generaciones venideras lo disfruten en su verdadera plenitud, y mi padre es una ausencia que se siente como un segundo latido, presente siempre, es solo mirarme al espejo y encontrarlo a él en mi figura. 

 

El volcán y yo compartimos este silencio. Miro las nubes que se amontonan en su cima, su blancura casi cruel contra el gris de la roca, y pienso en cómo el tiempo también acumula cosas, igual que esas nubes: memorias, pérdidas, amores, despedidas. Pero cuando cierro los ojos, vuelvo a sentir la mano de mi padre, su calor intacto, guiándome entre la luz brillante de ese domingo que jamás termina. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

 


sábado, 18 de enero de 2025

A LA MUJER QUE AMÉ SIEMPRE


Te amé en los ecos del mercado,  

en el rumor de los tomates que pactan  

su precio con manos laboriosas.  

Te amé en las esquinas donde el café  

se enfría mientras la ciudad despierta.  


Te amé en las cuerdas flojas del tendal,  

donde la ropa, cansada de ser mojada,  

se deja acariciar por el viento como tú  

te dejabas tocar por mis palabras.  


Eras la luz amarilla en la bombilla del corredor,  

esa que parpadea pero nunca se apaga,  

como nunca se apagaron las noches  

en que mi pecho aprendió a pronunciar tu nombre  

sin miedo a la soledad.  


Te amé en las cucharas que rascan el fondo de las ollas,  

en el pan que se parte con dedos humildes,  

en la silla que se balancea y canta un himno viejo.  

Eras el cuchillo que corta la fruta,  

el papel arrugado que guarda promesas.  


Te amé en el eco de los buses que no se detienen,  

en los billetes ajados que saben de historias ajenas,  

en la lluvia que cae sobre techos oxidados  

y en la danza íntima del agua sobre el suelo.  


Aún te amo, aunque no estés,  

en la paciencia de las cosas cotidianas,  

en el filo de la vida que sigue,  

y en el recuerdo constante de que amar  

es un acto simple y eterno,  

como el día que llega sin que nadie lo llame.  


Jorge Alberto Narváez Ceballos




jueves, 16 de enero de 2025

MARÍA

 

Salíamos del colegio con las mochilas llenas de libros y cuadernos, las miradas de los profesores aún pegadas a nuestras espaldas como si adivinaran en qué terminaba aquella caminata. Eran cuarenta y cinco minutos exactos desde la salida hasta tu casa, lo sabía porque contaba cada paso en silencio, como quien repite un mantra. En ese tiempo, el mundo se hacía pequeño: solo estaba Pasto a lo lejos, el camino de tierra que subía y bajaba con el ritmo de nuestras risas, y tus ojos, esos ojos color miel que parecían robarle luz al sol. 

 

Cuando hablabas, la ciudad quedaba en silencio. Te escuchaba como quien se aferra a un último aliento. A veces parábamos en una loma desde donde se veía todo: las casas desperdigadas como fichas de un juego, el humo de los hornos de leña, las montañas que abrazaban la ciudad con esa mezcla de soledad y promesa. Tú me señalabas algo, una calle o una iglesia, pero yo solo veía tus labios, carnosos, húmedos, listos para atraparme. 

 

Al llegar a tu casa, sentía como si cruzáramos un umbral mágico. Era una casa enorme, como un sueño que se desplegaba en corredores infinitos y habitaciones llenas de secretos. Y el patio, ah, el patio. El patio era un corazón palpitante atrapado entre tapias altas de barro pisado. Aquel muro terroso parecía respirar con el eco del tiempo, sosteniendo en su memoria las risas y los suspiros de quienes alguna vez pasaron. Sobre las tejas, el verde musgo se extendía como un tapiz antiguo, dibujando mapas de lluvia y sol que contaban historias que solo el viento sabía interpretar. 

 

La blancura de las paredes era como un lienzo vivo, donde los colores de los maceteros brillaban con la intensidad de un sueño. Los geranios alzaban sus flores como pequeñas antorchas, mientras los kalanchoes se arremolinaban en una danza silenciosa. Los anturios, rojos y solemnes, parecían guardar secretos profundos, y los helechos, con su frescura salvaje, abrazaban cada rincón. Entre los helechos, los vicundos se alzaban como guardianes discretos, sus hojas largas y nervudas susurrando cuentos de tiempos que yo solo podía imaginar. 

 

Era allí, en un rincón del patio o en alguna sala olvidada, donde la realidad se derretía. Tus labios eran mi refugio, tu piel mi mapa. Recorría tu cuerpo con la urgencia de quien sabe que el mundo puede detenerse en cualquier instante. La luz de la tarde jugaba en tu cabello y el perfume de las flores nos envolvía, mezclándose con el calor de nuestras respiraciones. 

 

Cuando salía de tu casa, el mundo se sentía ajeno, distante. Volvía a caminar solo, con el sabor de tu risa en mi boca y el eco de tus ojos atrapado en mi memoria. El patio quedaba detrás, eterno, esperando nuestra próxima conspiración. Y yo, con cada paso, solo deseaba volver a perderme en ti. 

 

¿Dónde estás ahora, María? ¿Dónde tu risa que llenaba el mundo, dónde tus canciones que se enredaban en el viento? ¿Dónde quedó mi yo de aquellos tiempos, el que podía mirarte sin miedo, con las manos todavía inocentes, temblando al rozar tus mejillas ruborizadas? Esas mejillas que amé hasta el hastío, como si fueran el centro de todo, como si en ellas se escondiera la respuesta a un misterio que nunca supe resolver. 

 

¿Dónde está mi vida sencilla, la que cabía en el trayecto entre el colegio y tu casa, en los minutos robados al reloj, en los suspiros que no necesitaban traducción? ¿Dónde está tu falda, María, esa que subía hasta la cintura cuando me amabas sin medidas, sin tiempo, sin límites? 

 

¿Dónde estamos ahora, tú y yo, las sombras que fuimos en esa casa de tapias altas y musgo verde, bajo el cielo que nos miraba como un testigo discreto? ¿Dónde se quedó lo que fuimos, lo que soñamos, lo que prometimos sin hablar? 

 

El tiempo, con su andar imparable, ha hecho de tu ausencia una constante. María, la vida sin ti no es el vacío que temí, sino una especie de eco, un murmullo interminable que se desliza en mis días. Tu recuerdo no pesa como una carga, sino que flota, suave, como el aroma de las flores en aquel patio que fue nuestro.

 

He aprendido que la vida sigue, aunque las casas envejezcan y las ciudades cambien, aunque las manos se tornen menos inocentes y los corazones acumulen cicatrices. Pero también he descubierto que hay memorias que nunca se apagan, que ciertas risas y ciertos labios quedan incrustados en el alma como un tatuaje invisible.

 

María, no sé dónde estás ahora, pero en algún rincón del mundo, quizás hay un patio con geranios y helechos, un rincón donde tu risa todavía se escapa entre las sombras. Y mientras yo camine, te llevaré conmigo, no como una ausencia, sino como un vestigio de lo que alguna vez fue bello, de lo que alguna vez me enseñó a amar sin medida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




miércoles, 15 de enero de 2025

NICOLÁS


Delante del Comandante en Jefe del M-19, Nicolás daba parte de la dejación total de las armas por parte de los hombres y mujeres del Movimiento, que había transformado la percepción de las guerrillas insurgentes en Colombia y en buena parte de la América mestiza. El calor le golpeaba la nuca como un látigo, pero Nicolás apenas lo sentía. 

 

Pensó en muchos de los momentos vividos, en los compañeros y hermanos que no pudieron celebrar este paso hacia la vida política legal; pero, sobre todo, pensó en las acciones contundentes que tuvo que realizar durante los años en que militó en la guerrilla bolivariana y nacionalista del M-19. Victorias que ya eran cenizas, pero que jamás desaparecerían de la memoria colectiva de un país que le había arrancado tanto y que aún le exigía más. 

 

Entonces, como el Coronel Aureliano Buendía recordó el momento en que conoció el hielo justo cuando estaba frente al pelotón de fusilamiento, él evocó el instante preciso en que el gato hidráulico perforó la losa del piso en la bodega de armas del Cantón Norte del Ejército Nacional. Pensó en cómo todo había cambiado desde los años ochenta hasta este inicio de la última década del siglo XX, un siglo que Colombia comenzó en guerra, la de los Mil Días, y que terminaba sumida en otro conflicto armado, uno de tantos en los que la oligarquía nacional había hundido al país hasta los tuétanos, pero el cual estaban dejando atrás. Sabía también que no eran los únicos alzados en armas, pero alguien debía dar el primer paso hacia la reconciliación Nacional.    

 

Recordó las 5000 armas que salieron de esa bodega y cómo, días después, bajo la más implacable acción de tortura y persecución ciudadana, el Ejército y, más aún, el Estado colombiano las recuperaron. Pero, a pesar de su contundencia, ese Estado jamás logró reponerse de la bofetada infligida por un grupo de jóvenes cuya determinación no titubeó. De la misma forma en que se apropiaron para siempre de la figura y obra del Libertador el día que recuperaron su espada, quedó en la memoria del país la demostración de que el Ejército colombiano era vulnerable en su propio juego. Además, y como un valor agregado, quedó claro para los Estados Unidos de América que, para levantar una guerrilla en Colombia, no hacía falta ayuda internacional ni tomar partido en la Guerra Fría, ya que las armas necesarias para la lucha de liberación estaban en las propias armerías del Ejército. 

 

Pensó en cómo muchas de las acciones del EME siempre parecían contar con el respaldo de la suerte, la alineación de los astros o la acción innegable de lo que Jaime Bateman llamaba "la cadena de afectos". Entonces, Nicolás rió en silencio, miró al comandante Pizarro y le dio parte de victoria, con la misma certeza con la que, años atrás, había informado a Bateman cuando salió con las primeras armas del Cantón. Recordó cómo habían logrado entrar a escasos centímetros de una columna y detrás de unos pesados contenedores de armas. "Si no hubiera sido por la cadena de afectos, jamás habríamos entrado al Cantón", pensó. 

 

Se acercó a la mesa, se quitó la fornitura y dejó su arma. Sentía que entregaba más que un objeto; era parte de su cuerpo y alma lo que quedaba ahí, frente a un país al que ya le había dado todo. 

 

Era imposible no pensar en el Cantón Norte, en las armas, en la cara de Bateman cuando todo salió bien, como si el universo estuviera de su lado. Pensó: Esto no es solo lucha, es vida. Vida que se reparte, que se reparte hasta que no quede nada. 

 

--¡Oficiales de Bolívar, rompan filas! -gritó ante la tropa. 

 

Y junto con ellos, en un coro casi místico, respondió con firmeza y emoción contenida: 

 

--¡PASO DE VENCEDORES! 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

lunes, 13 de enero de 2025

DE PUNTILLAS

 

No cerró la puerta. 

No dejó un rastro de sus pasos, 

ni un murmullo en el aire, 

como quien no quiere despertarte. 

 

No hubo palabras, 

solo el eco de lo que no se dijo. 

Se llevó las preguntas, 

y dejó un silencio de alas rotas 

volando en la habitación. 

 

La luna, discreta, 

la vio desvanecerse en la madrugada. 

Y las estrellas, cómplices, 

apagaron su brillo 

para no delatarla. 

 

Se fue de puntillas, 

como un sueño que se deshace 

antes de ser entendido. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos





sábado, 11 de enero de 2025

ÚLTIMO DESEO


Abrázame como si el bosque estuviera desapareciendo,  

como el horizonte rojizo abraza el volcán eterno.  

No me preguntes porqué,  

ni busques la razón del deseo.  

Sólo abrázame,  

como quien recoge nubes con las manos,  

como quien guarda la risa debajo de la almohada.  


Hazlo como si trenzaras con un hilo las estrellas,  

como quien escucha una canción de amor

que nunca pudo dedicarse.  

Hazlo, aunque no me comprendas,  

a pesar de todos los pesares,  

aunque me pierda  

como el canto herido de un ave que se escapa.  


El abrazo es una puerta abierta,  

Una venta al cielo azul marino,  

a los sueños de tu cuerpo a la luz de la luna.  

Abrázame, y cuando me sueltes,  

que el mundo siga girando,  

pero más lento,  

como la sombra de un pájaro  

que danza con la tarde.  


Jorge Alberto Narváez Ceballos

Paisaje
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


viernes, 10 de enero de 2025

ME LLAMAN CALLE

 

El sol de Cali cae como un castigo sobre las calles, derritiendo los adoquines y la paciencia. Los muchachos del grupo de teatro callejero "El Alarido" se reúnen en una esquina del barrio obrero. Llevan las manos manchadas de pintura y las mochilas llenas de máscaras hechas con papel maché. En la pared de enfrente, una consigna pintada a toda prisa: "El teatro es arma, la calle es trinchera".

 

La idea había nacido entre risas y rabias. Fue Jorge Marcos Zambrano, el poeta de los arrabales, quien les había susurrado al oído que las palabras podían más que las balas. Había caído en una redada, dejando su nombre flotando como una bandera clandestina. "Hagan ruido por mí", les había dicho antes de desaparecer. Y eso hicieron. Cada escena, cada grito, era un eco de su voz.

 

—Hoy toca en el parque del barrio El Naranjal —dice Lucía, la actriz de ojos encendidos, mientras se ajusta la falda raída. —La policía anda jodiendo por ahí, pero qué importa. ¿Vamos a parar?

 

—¡Ni mierda! —responde Julián, el tipo que siempre cargaba con un megáfono y un libro de Brecht bajo el brazo. —Si no salimos, ¿qué nos queda?

 

El parque está lleno de niños descalzos y viejos que se esconden del calor bajo los árboles. Los actores montan su escenario improvisado, un tablado de madera que cruje con cada paso. El primer acto comienza con un monólogo que Julián declama como si la vida le fuera en ello:

 

—¿Quién teme al pueblo cuando el pueblo es teatro?

 

La gente se acerca. Algunos se ríen, otros murmuran. De fondo, un par de tombos patrullan en moto, pero los ignoran. Por ahora. La obra avanza entre denuncias, carcajadas y canciones, y cuando termina, Lucía toma el megáfono:

 

—Esto no es solo teatro. Es una invitación. Organizarnos es la única salida. Vengan, junten fuerzas. Por Jorge Marcos, por nosotros, por ustedes.

 

Aquella noche, en un rincón oscuro del barrio, los jóvenes se reúnen en un salón comunitario. Hay café aguado y pan duro, pero también hay fuego. Grupos de estudio, talleres de teatro, y, entre todo eso, el murmullo constante del M-19 que se mueve entre los callejones.

 

El legado de Jorge Marcos Zambrano está vivo en cada uno de ellos. Su nombre es un conjuro, un grito de resistencia que no se calla. Mientras los muchachos pintan pancartas y escriben nuevas escenas, afuera las patrullas pasan una y otra vez. Pero en sus corazones, late la certeza de que no hay Estatuto de Seguridad que pueda sofocar la llama del arte y la rebeldía.

 

Cuando el sol vuelve a salir sobre Cali, el grupo está listo para otro día de lucha. Porque en esas calles ardientes, donde la vida se juega a cada instante, el teatro no es solo un escape: es el único camino posible hacia la libertad.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

jueves, 9 de enero de 2025

DEJAVU

 

Ese espacio late con la humedad de raíces viejas. La casa respira en sus losas de piedra, donde el tiempo se ha detenido en un silencio poroso, íntimo. Las paredes de tapia de barro conservan el tacto de la tierra viva, de las manos que alguna vez moldearon su piel. En ellas habita el eco de voces perdidas, susurrantes, como si el barro aún guardara el calor de su memoria. 

 

En el patio, los helechos se expanden en abanicos oscuros, húmedos, y se entrelazan con los geranios en un abrazo de verdes y rojos, como un pulso secreto que vibra en su contraste. Todo florece lento, pausado, como si el aire allí supiera contener la prisa. 

 

En la cocina, el olor a leña encendida se mezcla con el crepitar del fuego, un corazón de cenizas que palpita con el andar de los días. El humo sube en espirales perezosas, trenzándose con el aire, dejando en las paredes un velo tenue, un resplandor ahumado que narra historias de sopas espesas y cafés recién colados. 

 

En el fondo del sueño, como un cuadro velado por la neblina, una abuela emerge. Está de pie, inclinada apenas, esparciendo con cuidado las migas para las gallinas. Sus manos son un mapa de surcos y estrellas diminutas, y su gesto, repetido por años, se vuelve un ritual eterno. Las gallinas se acercan, con su andar torpe, picoteando el suelo, mientras ella las llama con palabras que el viento se lleva, pero que permanecen, invisibles, en el aire denso de la mañana. 

 

De repente escucho la voz de mi abuela, toda la casa parece escucharla. Es un espacio donde el pasado y el presente se deslizan, se tocan, se mezclan, como el humo y el barro, como los helechos y los geranios. Allí, en esa pausa que es hogar, el tiempo no avanza: respira.  Y me encuentro con el olor a moho de las tapias y el techo con hendijas que casi me hablan como cuando tenía cinco años y corría por los pasillos vacíos de la casa de mi abuela y reía y saltaba a sus brazos. Lo volví a vivir, por algo más que un segundo, entonces me sentí seguro, cálido y feliz.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

"Pasto"
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


miércoles, 8 de enero de 2025

EL JUEGO DE NEGRITOS


El abuelo había esperado todo el año por ese día. Era el 5 de enero, y Pasto latía al ritmo del Carnaval. La ciudad parecía un caleidoscopio: máscaras, risas, colores y el murmullo de un río de gente que no se detenía. Las manos del abuelo, curtidas por los años, sostenían los pequeños dedos de Belén y de Juan José.



- ¡Hoy es el día del juego de negritos! -dijo el abuelo con un entusiasmo que hacía eco del niño que aún vivía dentro de él. Belén saltaba emocionada, mientras Juan José agitaba sus bracitos, sin entender del todo, pero contagiado por la alegría.



El abuelo se agachó frente a ellos y sacó de su mochila la "pintica", esa mezcla negra que llevaba generaciones siendo símbolo de fiesta y memoria. - Este juego simboliza la libertad, el respeto, la igualdad y la biodiversidad - dijo, mientras manchaba suavemente las mejillas de Belén y Juan con las yemas de sus dedos.



- ¿Por qué negro, abuelo? - preguntó Belén, mirando el rostro manchado en el reflejo de un charco que la lluvia de la noche anterior había dejado.



- Porque el negro es vida - respondió él -. Es la tierra que nos da de comer, es la noche donde descansamos, es la piel de nuestros hermanos. Y hoy jugamos para recordar que somos iguales.



Juan José balbuceó algo ininteligible mientras señalaba la espuma que alguien lanzaba al aire, y los tres estallaron en carcajadas. Entre las calles vibrantes de música y danza, comenzaron el "juego caricia". Belén acariciaba el rostro del abuelo con sus manitas pintadas, dejando trazos negros en las arrugas que contaban historias. Juan José, con su torpeza de niño pequeño, intentaba imitarla, dejando manchas por todas partes.



- ¡Ahora corre, abuelo! - gritó Belén, lanzando espuma. Y el abuelo, con una agilidad inesperada, empezó a correr entre la multitud, riendo a carcajadas como si el tiempo no tuviera peso.



El carnaval seguía su curso, pero para ellos era un mundo aparte. Era un rincón donde los colores, la música y la risa se entrelazaban con el amor puro. Belén y Juan José terminaron exhaustos, dormidos en los brazos del abuelo mientras el sol se ocultaba detrás del volcán Galeras.



El abuelo, con las mejillas aún pintadas y el corazón rebosante, miró hacia el cielo iluminado por los últimos rayos del sol y susurró: - Que este juego nunca termine. Que siempre recuerden que aquí, entre risas y manchas negras, encontraron la verdadera felicidad.



Y mientras el Carnaval rugía a su alrededor, el abuelo se quedó pensando, sosteniendo a sus nietos, como si en ese instante nada pudiera ser más perfecto.



Jorge Alberto Narváez Ceballos


martes, 7 de enero de 2025

LOS RESTOS DEL GENERAL

  

Un día cualquiera, no recuerdo bien si era miércoles o jueves, tocaron la puerta de mi casa. Era una de esas tardes frías de Pasto, con el café enfriándose en la mesa y las campanas de la iglesia de San Felipe dando las tres de la tarde con un retraso de 12 minutos, como siempre.

 

La Martica, esa mujer que había sido la sombra de mi infancia y ahora era la sombra de mi adultez, fue quien abrió.

 

—Joven Andrés, hay un señor que pregunta por usted. Dice que es urgente.

—Dígale que no estoy.

—Ya le dije, pero dice que lo vio entrar el carro al garaje, y pues me dio vergüenza, pero si quiere le digo que no lo puede atender.

 

Suspiré. Me puse los zapatos de mala gana y bajé las gradas. Desde el descanso de la escalera lo vi: un hombre pequeño, con cara de espanto, una cachucha de esas que regalan las ferreterías, y en sus manos una caja de cartón a medio envolver, con papel de regalo pegado de manera torpe solo en la parte de arriba. Todo en él gritaba problemas.

 

—Buenos días, doctor —me dijo, levantándose del sillón como si mi sola presencia le devolviera algo de dignidad.

—Buenos días —respondí, tratando de sonar sereno—. ¿En qué puedo ayudarlo?

 

No respondió de inmediato. Colocó la caja sobre la mesa de centro y se quitó la cachucha, revelando un cabello pegajoso por el sudor.

 

—Doctor, me envía Alfredo, nuestro amigo en común. El me dio una lista de tres personas encabezada por usted. Necesito que me ayude con esto.

 

Señaló la caja. Yo no dije nada, esperando que el silencio le arrancara una explicación. Pero él seguía inmóvil, como si las palabras se le hubieran atorado en la garganta.

 

—Abra la caja —le dije.

 

—No, doctor, mejor ábrala usted.

 

Martica, que había estado espiando desde la cocina, entró con una bandeja y dos tintos. El hombre tomó el suyo y lo bebió de un trago, como si fuera un aguardiente en plena Plaza en carnaval. Yo me acerqué a la caja, dudando por un instante, y después la abrí.

 

Dentro, envueltos en una tela vieja, estaban los restos de un cráneo humano. En un costado, casi como una firma, había un orificio limpio, un balazo. Retrocedí instintivamente.

 

—¿Qué es esto? —pregunté.

 

El hombre se frotó las manos, nervioso, y volvió a ponerse la cachucha.

 

—Son los restos de Agustín Agualongo, doctor. Somos el comando del M-19 que sustrajo los restos para reivindicar la figura histórica del héroe pastuso.

 

Lo miré sin entender, o más bien sin querer entender. La iglesia de San Juan Bautista había guardado esos restos durante un buen tiempo, casi dos siglos después de su regreso a Pasto, traídas del exilio casi perpetuo en Popayán donde fue fusilado. Eran un héroe local, incomprendido para unos un traidor para otros, pero totalmente un recuerdo de los días en que Pasto era el centro de una resistencia desesperada contra el avance de Bolívar.

 

—¿Y qué se supone que haga yo con esto?

 

—Alfredo me dijo que usted sabría qué hacer. Que era el único abogado en la ciudad que podría darle justicia al general.

 

Me dejó la caja y se fue sin más explicaciones. Martica y yo nos quedamos en silencio, mirando los restos del hombre que había sido un símbolo de resistencia y que ahora yacía en mi sala, dentro de una caja de cartón.

 

Esa noche, con un whisky en la mano y las luces de la ciudad parpadeando a lo lejos, pensé en lo que significaba justicia para alguien como Agualongo. El M-19 me había escogido no porque fuera un hombre de leyes, sino porque yo era el único abogado conservador con la suficiente moral y el conocimiento histórico para recibir algo así sin llamar a la policía.

 

No podía devolver los restos a la iglesia; eso sería traicionar el propósito del comando. Tampoco podía quedármelos. Así que, al día siguiente, cuando nadie me vio, llevé la caja a la finca de la familia y la enterré en una tumba sin nombre, junto a la gruta de la virgen que el mayordomo había construido hace un par de años. No era justicia, pero era algo.

 

Una tarde parecida a la del día en que me los entregaron, llegó otro personaje con una nota de Antonio Navarro, amigo mío de la Universidad, donde me pedían que devolvería el encargo, yo accedí de inmediato, no sin antes contarles que desde el día en que recibí al general, las cosas en la finca habían florecido como si una mano divina las hubiera guiado. Para mí fue una triste despedida en una urna más adecuada de la que lo recibí y con una misa de agradecimiento antes de su partida.

 

El 9 de marzo de 1990, Antonio Navarro junto a sus lugartenientes locales, devolvió los restos del insigne pastuso a la iglesia de San Juan Bautista, y entonces me contó que en los días que estuvieron en Santo Domingo Cauca, los restos de Agualongo asustaron a sus anfitriones hasta el último minuto.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 6 de enero de 2025

ÁRBOL


 

Es el árbol, 

el que canta cuando el viento lo abraza 

y dibuja sombras largas sobre la hierba dormida. 

Lo he visto despertar muy temprano, 

con un bostezo de ramas 

y un murmullo de hojas. 

 

Tiene manos verdes que juegan con el aire 

y en las tardes, 

como un niño que no quiere crecer, 

moldea pajaritos de barro 

que vuelan hasta el rio. 

 

En sus ramas el sol toma una siesta, 

y cuando llega la noche, 

la luna le cuenta secretos de luz, 

dejando en su piel huellas de plata

y suspiros de frio. 

 

Es el árbol, sí, 

el que sueña despierto, 

el que inventa historias para el mundo, 

mientras yo, en silencio, 

lo miro y pienso 

que en su sombra habita la magia 

que hace volar mi corazón hasta el tuyo. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


viernes, 3 de enero de 2025

FLOR


 

Junto a mi ventana, 

la luna descansa en los tejados, 

y las luces que huyen en la distancia 

dibujan en el aire auroras fugitivas. 

 

Bajo mi mirada, 

una risa está flotando en la penumbra, 

la rosa calla su perfume secreto 

y el verde susurra, hondo, su memoria. 

 

Cerca de mis labios, 

los tuyos tiemblan como un verano dormido, 

rojo, tibio, íntimo, 

el calor que invade la sombra, 

la vida que insiste en arder. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



miércoles, 1 de enero de 2025

CÚRAME

 

Cúrame como el sol cura la piel herida de la noche, 

como la luna susurra al agua callada, 

como el aleteo de las aves libres 

rompe el silencio de la cárcel invisible. 

 

Cúrame con el viento, 

ese que sabe cantar en lenguas de montaña, 

que grita en los acantilados 

y acaricia los campos dormidos. 

 

Cúrame con el fuego, 

pero no cualquier fuego, 

el que nace del corazón de los volcanes, 

el que no teme a la furia del mundo 

y se entrega al aire cálido 

como el abrazo de una playa al mar eterno. 

 

Cúrame, te pido, 

de esta soledad que crece como maleza, 

que aprieta los rincones del alma. 

Cúrame con tu amor, 

ese amor salvaje que no entiende razones, 

o con tus besos, 

esos que saben a eternidad 

y desatan todos los nudos de mi ser. 

 

Hazlo. 

Que sea tu amor quien me devuelva la vida, 

o tus besos quienes me liberen del olvido. 

Cúrame, 

y juro que no miraré atrás. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos