Nicolás llevaba días preparando esa entrevista. Había crecido con las historias de su abuelo, el mítico guerrillero del M-19 que murió en combate en algún rincón del Cauca, pero no había tenido el valor de hacer más que escuchar de lejos las anécdotas de su madre y de los amigos de la familia. Hasta ahora. Con su grabadora en mano y un cuaderno lleno de preguntas, estaba sentado frente a Jairo, un hombre de mirada intensa y voz grave, amigo de toda la vida de su abuelo.
-¿Por qué el M-19? -preguntó
Nicolás. No había preámbulos, no los necesitaba.
Jairo sonrió, encendió un
cigarrillo y dejó que el humo se acomodara entre ellos como un tercer
interlocutor.
-Yo había decidido que quería
entrar al M-19 porque tenía una cosa que no tenía nadie más: rescataban a
Bolívar. ¿Sabes lo que eso significa? Bolívar, el hombre de las dificultades.
Por esos días pasaban una serie en la tele, y yo quedaba hipnotizado. El M-19
no era marxista, ¿me entiendes? Eso era lo que más me gustaba.
Nicolás asintió, intentando no
interrumpir el flujo de las palabras que parecían llevarlo al Cali de los años
ochenta.
-El comunismo nunca me convenció,
Nico. Yo creía en el cambio, sí, pero no en esa vaina rígida del
marxismo-leninismo. Y entrar al M-19 era como meterse a un mundo aparte, un
universo paralelo. Era un movimiento cerrado, clandestino. No confiaban en
cualquiera, menos en alguien que venía del mundo de los estudiantes de clase
media como yo.
Jairo tomó una larga calada del
cigarrillo y lanzó el humo al techo, como si estuviera invocando el
pasado.
-Fue César, un profesor de arte
en el colegio, quien me metió en el cuento. Bueno, al principio yo no le creí.
¿Quién iba a tener contactos con el M-19 así como así? Yo le dije: “Si es
verdad, haga que esta frase de Bolívar salga en su próximo boletín”. Era esa
que dice: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para
sembrar de miseria a América Latina en nombre de la libertad”.
Nicolás no pudo evitar sonreír.
Le parecía poético, teatral incluso.
- ¿Y salió? -preguntó, aunque la
respuesta era obvia.
-Claro que salió, hermano. Un día
me llegó un sobre con el boletín del M-19. Ahí estaba la frase, tal cual. Esa
fue mi señal. Después de eso, no hubo vuelta atrás.
La voz de Jairo se volvió más
baja, como si estuviera confesando algo sagrado.
-Primero fueron cosas pequeñas.
Hacer ruido, protestar. Pero luego, mi casa se convirtió en un refugio.
Llegaban compañeros encapuchados, se quedaban días, semanas. Nadie sabía nada,
ni mis vecinos ni mi familia. Y ahí fue cuando entendí lo que significaba ser
parte del movimiento. No era solo un ideal; era un estilo de vida, una
resistencia constante.
El cigarrillo se consumió entre
sus dedos, pero Jairo no parecía notarlo.
—Tu abuelo, Nicolás… Él era más
que un guerrillero. Era un soñador. Siempre decía que el M-19 no solo luchaba
por un cambio político, sino por una revolución del alma. Y eso, eso es lo que
me mantuvo ahí, incluso cuando todo se vino abajo.
Nicolás guardó silencio. Por
primera vez, entendió que su tesis no era solo un proyecto académico. Era un
intento de darle sentido a una herencia que pesaba tanto como un rifle en el
hombro.
Jairo apagó el cigarrillo contra
el borde del cenicero y suspiró, como si la historia que estaba a punto de
contar le pesara tanto como el recuerdo mismo. Nicolás lo observaba con la
grabadora encendida, pero en ese momento sintió que la tecnología era una
barrera, algo que no podía captar el dolor detrás de las palabras.
-Tu abuelo, Alberto... -empezó
Jairo, con la voz quebrada-. No era solo un guerrillero; era un hombre con un
temple que yo nunca he vuelto a ver en nadie.
La pausa fue larga, y Nicolás no
se atrevió a interrumpir. Jairo frotó sus manos, como si estuviera
calentándolas al fuego de un recuerdo helado.
-Era Paletará. Un lugar maldito
si me preguntas. Frío, niebla, todo parecía estar conspirando contra nosotros.
Llevábamos semanas moviéndonos entre cerros, esquivando al ejército como podíamos.
Pero ese día... Ese día el infierno nos alcanzó.
La voz de Jairo se volvió más
tensa.
-Nos emboscaron, Nicolás. Las
fuerzas especiales, de esas que no andan con rodeos. Nos tenían rodeados, como
perros de cacería. No había salida clara, pero tu abuelo... Él siempre veía
algo donde nadie más veía nada. Gritó órdenes, nos organizó en segundos, y
empezó la retirada.
Nicolás sintió un nudo en la
garganta.
-¿Y qué pasó? -logró preguntar,
apenas un susurro.
—Lo que pasó fue que, mientras todos
corríamos hacia un punto seguro, tu abuelo se quedó atrás. Agarró una
trinchera, la única que había, y se echó al piso con el rifle cruzado sobre el
pecho. "Yo cubro, váyanse", dijo, como si fuera lo más natural del
mundo.
Jairo cerró los ojos, como si
volviera a ver la escena.
-La idea era que cubriera el
repliegue por unos segundos, pero él sabía que no serían segundos. El ejército
estaba encima. Si no hacía lo que hizo, no salíamos vivos de allí. Yo era uno
de los últimos en correr. Cuando me volteé para verlo, estaba disparando. Un
solo hombre contra todo un pelotón.
El silencio se apoderó de la
sala. Nicolás no podía creer lo que escuchaba.
- ¿Cómo... cómo lo mataron? -preguntó,
con miedo a la respuesta.
-Al final, cuando se quedaron sin
opciones, usaron granadas. Nosotros ya estábamos lejos, gracias a él. Lo vi de
reojo, en medio del humo y las explosiones. No dejó de disparar, no dejó de
resistir. Era como si todo el monte lo cubriera, como si el paisaje estuviera
de su lado.
Jairo se inclinó hacia adelante,
sus ojos clavados en los de Nicolás.
-Si tu abuelo no hace eso, no
salimos vivos de allí. Yo no estaría aquí contándote esto. Por eso, Nicolás,
cada vez que cierro los ojos en silencio, veo a Alberto. Lo veo con su rifle,
acostado en esa trinchera, mientras nosotros escapábamos.
Nicolás sintió las lágrimas en
los bordes de los ojos, pero las contuvo. Miró a Jairo, y por primera vez
entendió que su abuelo no era solo un héroe, sino un hombre que había escogido
morir para que otros vivieran.
-Gracias por contármelo -dijo al
final, con la voz quebrada.
-Gracias a él, mijo -respondió
Jairo, encendiendo otro cigarrillo, como si eso pudiera calmar el peso de la
memoria.
Jorge Alberto Narváez Ceballos