sábado, 30 de noviembre de 2024

LA TESIS DE NICOLÁS

 

Nicolás llevaba días preparando esa entrevista. Había crecido con las historias de su abuelo, el mítico guerrillero del M-19 que murió en combate en algún rincón del Cauca, pero no había tenido el valor de hacer más que escuchar de lejos las anécdotas de su madre y de los amigos de la familia. Hasta ahora. Con su grabadora en mano y un cuaderno lleno de preguntas, estaba sentado frente a Jairo, un hombre de mirada intensa y voz grave, amigo de toda la vida de su abuelo. 

 

-¿Por qué el M-19? -preguntó Nicolás. No había preámbulos, no los necesitaba. 

 

Jairo sonrió, encendió un cigarrillo y dejó que el humo se acomodara entre ellos como un tercer interlocutor. 

 

-Yo había decidido que quería entrar al M-19 porque tenía una cosa que no tenía nadie más: rescataban a Bolívar. ¿Sabes lo que eso significa? Bolívar, el hombre de las dificultades. Por esos días pasaban una serie en la tele, y yo quedaba hipnotizado. El M-19 no era marxista, ¿me entiendes? Eso era lo que más me gustaba. 

 

Nicolás asintió, intentando no interrumpir el flujo de las palabras que parecían llevarlo al Cali de los años ochenta. 

 

-El comunismo nunca me convenció, Nico. Yo creía en el cambio, sí, pero no en esa vaina rígida del marxismo-leninismo. Y entrar al M-19 era como meterse a un mundo aparte, un universo paralelo. Era un movimiento cerrado, clandestino. No confiaban en cualquiera, menos en alguien que venía del mundo de los estudiantes de clase media como yo. 

 

Jairo tomó una larga calada del cigarrillo y lanzó el humo al techo, como si estuviera invocando el pasado. 

 

-Fue César, un profesor de arte en el colegio, quien me metió en el cuento. Bueno, al principio yo no le creí. ¿Quién iba a tener contactos con el M-19 así como así? Yo le dije: “Si es verdad, haga que esta frase de Bolívar salga en su próximo boletín”. Era esa que dice: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para sembrar de miseria a América Latina en nombre de la libertad”. 

 

Nicolás no pudo evitar sonreír. Le parecía poético, teatral incluso. 

 

- ¿Y salió? -preguntó, aunque la respuesta era obvia. 

 

-Claro que salió, hermano. Un día me llegó un sobre con el boletín del M-19. Ahí estaba la frase, tal cual. Esa fue mi señal. Después de eso, no hubo vuelta atrás. 

 

La voz de Jairo se volvió más baja, como si estuviera confesando algo sagrado. 

 

-Primero fueron cosas pequeñas. Hacer ruido, protestar. Pero luego, mi casa se convirtió en un refugio. Llegaban compañeros encapuchados, se quedaban días, semanas. Nadie sabía nada, ni mis vecinos ni mi familia. Y ahí fue cuando entendí lo que significaba ser parte del movimiento. No era solo un ideal; era un estilo de vida, una resistencia constante. 

 

El cigarrillo se consumió entre sus dedos, pero Jairo no parecía notarlo. 

 

—Tu abuelo, Nicolás… Él era más que un guerrillero. Era un soñador. Siempre decía que el M-19 no solo luchaba por un cambio político, sino por una revolución del alma. Y eso, eso es lo que me mantuvo ahí, incluso cuando todo se vino abajo. 

 

Nicolás guardó silencio. Por primera vez, entendió que su tesis no era solo un proyecto académico. Era un intento de darle sentido a una herencia que pesaba tanto como un rifle en el hombro.

 

Jairo apagó el cigarrillo contra el borde del cenicero y suspiró, como si la historia que estaba a punto de contar le pesara tanto como el recuerdo mismo. Nicolás lo observaba con la grabadora encendida, pero en ese momento sintió que la tecnología era una barrera, algo que no podía captar el dolor detrás de las palabras. 

 

-Tu abuelo, Alberto... -empezó Jairo, con la voz quebrada-. No era solo un guerrillero; era un hombre con un temple que yo nunca he vuelto a ver en nadie. 

 

La pausa fue larga, y Nicolás no se atrevió a interrumpir. Jairo frotó sus manos, como si estuviera calentándolas al fuego de un recuerdo helado. 

 

-Era Paletará. Un lugar maldito si me preguntas. Frío, niebla, todo parecía estar conspirando contra nosotros. Llevábamos semanas moviéndonos entre cerros, esquivando al ejército como podíamos. Pero ese día... Ese día el infierno nos alcanzó. 

 

La voz de Jairo se volvió más tensa. 

 

-Nos emboscaron, Nicolás. Las fuerzas especiales, de esas que no andan con rodeos. Nos tenían rodeados, como perros de cacería. No había salida clara, pero tu abuelo... Él siempre veía algo donde nadie más veía nada. Gritó órdenes, nos organizó en segundos, y empezó la retirada. 

 

Nicolás sintió un nudo en la garganta. 

 

-¿Y qué pasó? -logró preguntar, apenas un susurro. 

 

—Lo que pasó fue que, mientras todos corríamos hacia un punto seguro, tu abuelo se quedó atrás. Agarró una trinchera, la única que había, y se echó al piso con el rifle cruzado sobre el pecho. "Yo cubro, váyanse", dijo, como si fuera lo más natural del mundo. 

 

Jairo cerró los ojos, como si volviera a ver la escena. 

 

-La idea era que cubriera el repliegue por unos segundos, pero él sabía que no serían segundos. El ejército estaba encima. Si no hacía lo que hizo, no salíamos vivos de allí. Yo era uno de los últimos en correr. Cuando me volteé para verlo, estaba disparando. Un solo hombre contra todo un pelotón. 

 

El silencio se apoderó de la sala. Nicolás no podía creer lo que escuchaba. 

 

- ¿Cómo... cómo lo mataron? -preguntó, con miedo a la respuesta. 

 

-Al final, cuando se quedaron sin opciones, usaron granadas. Nosotros ya estábamos lejos, gracias a él. Lo vi de reojo, en medio del humo y las explosiones. No dejó de disparar, no dejó de resistir. Era como si todo el monte lo cubriera, como si el paisaje estuviera de su lado. 

 

Jairo se inclinó hacia adelante, sus ojos clavados en los de Nicolás. 

 

-Si tu abuelo no hace eso, no salimos vivos de allí. Yo no estaría aquí contándote esto. Por eso, Nicolás, cada vez que cierro los ojos en silencio, veo a Alberto. Lo veo con su rifle, acostado en esa trinchera, mientras nosotros escapábamos. 

 

Nicolás sintió las lágrimas en los bordes de los ojos, pero las contuvo. Miró a Jairo, y por primera vez entendió que su abuelo no era solo un héroe, sino un hombre que había escogido morir para que otros vivieran. 

 

-Gracias por contármelo -dijo al final, con la voz quebrada. 

 

-Gracias a él, mijo -respondió Jairo, encendiendo otro cigarrillo, como si eso pudiera calmar el peso de la memoria.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Valle del Paletará Cauca

LA BALADA DE LA CALLE SEGUNDA


 



Llevaban once días en Bogotá, pero era como si hubieran llegado ayer. La ciudad no los quería. O ellos no querían a la ciudad. El contacto, el único que sabía qué hacer con ellos, había desaparecido al tercer día. Dicen que lo agarró una virosis en Ciudad Bolívar, pero quién sabe. Aquí cada noticia llega torcida. Y ahí estaban, un combo de veinte y pico, todos huesudos, hambrientos, con ropa que ya empezaba a oler a calles mojadas y miedo acumulado. Pero el hambre, hermano, ese era otro nivel. En la esquina de la carrera 30 con calle Segunda, justo donde el mundo parecía detenerse para burlarse de ellos, alguien vio un restaurante.



Era ella, claro, siempre ella. La flaca que se reía hasta de las tragedias, que llevaba la revolución tatuada en la sonrisa. Miró el lugar, con sus manteles limpios y el olor a pan fresco saliendo por las ventanas, y dijo:



- ¿Y si entramos? Desayunemos aquí.



Así, sin planes, como si no fueran un montón de parias sin un peso en los bolsillos. Y claro, el hambre no deja pensar, así que todos dijeron que sí. Entraron como si el sitio les perteneciera, ocupando mesas con una confianza que no tenían, pidiendo tamales, caldo, changua, chocolate. Hasta hubo uno que pidió jugo de guanábana. Estaban muertos de la risa, contando cuentos como si en sus vidas no existiera más que ese desayuno.



Pero el hechizo no podía durar mucho. En algún momento llegó el administrador, un man gordo, con cara de que su paciencia era del tamaño de una moneda de cinco. Se plantó frente a ellos, libreta en mano, y les dijo con voz seca:



- Por favor, desocupen.



Y ahí fue donde todo se fue al carajo. Ella los miró, esperando que alguien dijera algo, que alguien se inventara un plan. Pero nada, todos callados, con la cabeza metida en las tazas de café como si ahí estuviera la respuesta. Fue entonces cuando decidió que, si iba a morir, moriría gritando.



Se subió a una mesa, estiró los brazos como si fueran alas y empezó a gritar:



- ¡M-19, presente, presente, presente!



Los clientes dejaron caer los cubiertos. Una señora soltó un gritito y abrazó su cartera. El administrador se quedó parado, sin saber si correr o llamar a la policía. Y ellos, los veintipico, reaccionaron como si alguien hubiera apretado un botón: salieron corriendo como locos, empujando sillas, dejando los platos a medio terminar.



Ella siguió gritando, metida en su papel de mártir, hasta que el eco de su voz le recordó que estaba sola. Miró alrededor y vio que todos habían desaparecido. "Malditos cobardes", pensó, mientras saltaba de la mesa y salía disparada hacia la puerta.



En la esquina los encontró, doblados de la risa, con la cara roja y las manos en las rodillas. Se unió a ellos, riendo también, porque no había otra cosa que hacer. Habían burlado al hambre y al sistema, aunque fuera solo por esa mañana.



Esa misma tarde el contacto reapareció. Llegó pálido y sudoroso, diciendo que una virosis casi lo mata. Los subieron a unos carros viejos y los llevaron a Ciudad Bolívar, donde las noches son tan oscuras que parece que la ciudad te traga.



En Bogotá, donde hasta el aire pesa, esos desayunos robados se convierten en leyenda. Y mientras tanto, la revolución sigue comiendo lo que encuentra: tamales, changua, cuentos y ganas de cambiar el mundo.



Jorge Alberto Narváez Ceballos


RITUAL DE BRISA Y PENUMBRA


Llegué despacio, 

como quien cruza un claro donde la luz es sagrada, 

como quien teme quebrar el aire puro 

que guarda los secretos del bosque. 

Pero no pude evitarlo. 

Tu aire se abrió, 

como un río herido por la piedra, 

y en su quebranto cayeron las certezas, 

los temores domesticados, 

las promesas hechas de ceniza. 

Todo se desplomó, 

como las hojas que, al fin, encuentran la tierra. 

 

Y entonces, sin tocarme, 

me alcanzaste. 

Eran tus ojos, 

serranos y profundos, 

los que tejían en mi piel un rumor de abismos, 

un lenguaje nacido de río y montaña. 

Tu voz, 

esa brisa que lleva el aroma del pino, 

se hundió en mi pecho como un aliento divino, 

y me desnudó. 

No hizo falta el roce, 

ni el tiempo, 

ni la caricia de las ramas. 

 

Solo tu mirada bastó, 

y en ese instante, 

mi piel fue un campo tuyo, 

mi aire, 

mi tormenta, 

y mi silencio, 

todo tuyo, 

como en el principio de los tiempos. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Puente del Socorro sobre el río Juanambú
Fotografía de Fabio Martínez

viernes, 29 de noviembre de 2024

MUJER ISLA


Mujer cedro, mujer angustia, 

raíz que exhala sombra de vértigo, 

en ti gravita la danza del trigal, 

el furor violeta que incendia los espejos. 

 

Mujer sandía, dulce estallido, 

en la tormenta de tus labios 

giran astros de pulpa y agua, 

y el mundo es un himno de sal y fuego. 

 

Busco una isla para sembrarte, 

en la espesura de su aliento inventaré mi libertad, 

mi cuerpo, mis movimientos; 

todo será nube y oleaje, 

todo será el ritual de la marea 

que tus manos conducen al infinito. 

 

Eres la matriz donde el tiempo se envuelve, 

la isla donde mi piel aprende 

que el abismo puede ser cuna de sueños

y que el deseo es una lámpara perpetua 

que enciende al universo. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



TE BESARÉ


 

Te besaré, amor, 

como quien bebe de un manantial infinito. 

Atravesaré tu cielo, 

el firmamento tierno de tu piel desnuda, 

y en las constelaciones de tu aliento 

hallaré mi norte. 

 

Me internaré en tus ramas, 

árbol vivo que enreda mi deseo, 

y enredado en tu abrazo de raíces, 

me haré savia, 

circularé en tus líquidos 

como río que anhela ser mar, 

como mar que se funde en la tempestad de tus venas. 

 

Surgiré de la yema de tu corteza, 

latido fresco que grita tu nombre, 

y al tocarte, 

me haré flor que despierta 

en el jardín de tus secretos, 

alimentándome de tu aroma,  

de la humedad que emana del abismo de tu ser. 

 

Te besaré, amor, 

y en ese beso, 

me sembraré en ti 

para renacer. 


Jorge Alberto Narváez Ceballos



ERES, AMOR, LA RAÍZ Y EL CIELO

 


 

Tú, 

mi vida, 

la raíz ardiente que nutre mi sangre, 

el cielo que se despliega en tormentas y calma, 

mujer río, mujer volcán, 

mujer que arde en mi pecho como fuego sin tregua. 

 

Eres el pulso de la piedra viva 

que desafía al tiempo, 

el sol que nunca cede al ocaso, 

la nube errante que moja mis días de sueños. 

 

Eres el canto profundo de la tierra, 

la savia secreta de mis palabras, 

la espina que me hiere y me despierta, 

la caricia que incendia y renueva. 

 

Mujer viento, mujer noche, 

mujer que dibujas constelaciones 

en la arena efímera de mi paciencia, 

y vuelves siempre como un deseo eterno 

que no conoce final. 

 

Eres, amor, 

la raíz y el cielo, 

la piedra que respira, 

la voz que habita mi silencio. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



jueves, 28 de noviembre de 2024

¿DÓNDE SINO EN EL OLVIDO?

 

 

Y entonces, ¿dónde te fuiste? Dejaste el aire detenido, como si el viento hubiera perdido la memoria de sus pasos. Dejaste un eco hueco, un hueco que antes era morada de mis palabras alegres, esas que brotaban como soles pequeños en tu pecho. Ahora son polvo disperso en la mesa del tiempo, cenizas que mis manos inútilmente tratan de reunir. 

 

¿Dónde quedó mi sonrisa? Esa que iluminaba los rincones más oscuros de tu mundo, esa que ahora tiembla, oculta, en los márgenes de mi reflejo. La busco en los espejos y solo encuentro rostros que no nos conocen, rostros que ignoran el idioma que inventamos. 

 

¿Y los sueños? Esos que tejimos con la delicadeza de quienes saben que la madrugada no regresa. Se han escapado, como hilos sueltos, como barcos que naufragan en los laberintos del tiempo. Ahora son suspiros que mueren antes de ser oídos, promesas que se ahogan en el río de los días sin tu risa. 

 

Te fuiste. Y contigo se fue el latido que marcaba el compás de mis horas. Lo dejaste todo en un lugar que duele. ¿Dónde, sino en el olvido? Ese olvido que no es ausencia, sino carga. Un peso frío, como una piedra que se hunde despacio en el centro del pecho, recordando siempre lo que no volverá. 

 

Tal vez, pienso a veces, no te fuiste del todo. Quizás habitas, agazapada, en los rincones más oscuros de mi silencio. Allí estás, como un susurro que duele pronunciar, como un nombre que se niega a irse porque sabe que la memoria, aunque duela, también ama. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



SOMOS VIENTO

 

Somos viento, 

somos el eco que se cuela entre las grietas del pasado, 

la voz que no se ahoga en el silencio impuesto. 

Somos victoria arrancada a la tierra con las manos desnudas, 

con la mirada fija en un horizonte que aún no conoce el amanecer, 

pero que ya siente el calor de la primera luz. 

 

Somos la espiga que se niega a doblarse ante la tormenta, 

el susurro de los ríos que nunca dejan de fluir, 

el tambor en el pecho que late por un pueblo 

que no sabe rendirse, 

que no sabe callar. 

 

Somos esperanza sembrada en el surco de los días grises, 

la chispa que enciende la hoguera en noches de frío, 

el futuro que no espera sentado, 

porque el presente es su campo de batalla por la vida. 

 

Somos viento, 

viento que arrastra el polvo de las cadenas rotas, 

viento que canta con las gargantas de los caídos, 

que alza las banderas con sus nombres grabados 

y que susurra en cada esquina: 

El pueblo vive, el pueblo sueña, el pueblo vence.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba

miércoles, 27 de noviembre de 2024

CHILINDRINES Y CHAMPÚS

 

 

El patio era nuestro mundo, y diciembre era el reino. Tierra mojada, el árbol de chilacuanes con pájaros cantando, el perfume de las flores que caían como si fueran luces hechas de miel. Pero lo mejor, lo mejor de todo, eran los chilindrines. Porque, quién puede cantar villancicos con las manos vacías? Nadie. Había que fabricar ruido, y para eso estaban las tapas de gaseosa. 

 

Primero, la cacería. Íbamos de tienda en tienda, inventándonos historias para que nos dieran las tapas: que eran para un experimento del colegio, que las coleccionábamos, que éramos huérfanos. Las mentiras sabían a gloria cuando conseguíamos suficientes para llenar los bolsillos. Luego venía el taller: martillo, clavos, mangos de palo viejo. Los aplastábamos en fila, cada uno como un pequeño sol, y cuando los girábamos en nuestras manos, brillaban como trofeos. 

 

Había risas, claro. La risa de diciembre tiene algo diferente, como si viniera de otro lado, más limpio, más lleno de promesas. Y mientras tanto, el olor. Champús espeso, dulce, perfumado de naranjo, cedrón, congona y arrayán, el aire pegajoso que te abrazaba desde la cocina. Buñuelos que flotaban en aceite hirviendo, redondos y perfectos como si el sol hubiera decidido bajar al patio. Y las empanadas. Crujientes, doradas, llenas de ese misterio que solo las manos de la abuela sabían guardar. 

 

Nosotros, niños, éramos los dueños de todo. Corríamos como locos, como pájaros escapados de una jaula, dejando nuestras voces rebotar contra las paredes. Nadie nos detenía porque diciembre era nuestra excusa para todo: para gritar, para saltar sobre los muebles, para soñar que esa noche nos traerían lo que queríamos, aunque nadie supiera bien qué era. 

 

La noche buena llegaba despacio, como un secreto que no querías contar pero tampoco podías guardar. El árbol de navidad brillaba, la estrella de arriba parecía mirarnos con la misma expectativa que nosotros teníamos en el pecho. Era como si todo estuviera esperando que pasara algo, algo grande. 

 

Y ahí, en el calor del patio, en el crujir de las empanadas, en el brillo de los chilindrines y en las risas que llenaban la casa, lo entendías: no eran los regalos, ni las luces, ni siquiera la estrella en el árbol. Era ese momento, esa magia rara que hacía que el mundo fuera tan grande como el patio y tan dulce como el champús. Esa magia que te hacía sentir que diciembre era tuyo, solo tuyo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


 

 

lunes, 25 de noviembre de 2024

LECCIÓN PROHIBIDA

 

La mañana estaba densa, opaca, como si la misma ciudad se preparara para otra clase del profesor Salcedo. En San Ignacio, un colegio de esos donde todo está bien puesto, bien medido, bien pensado, algo no cuadraba. Él no era el tipo de profesor que apenas se limitaba a dar su lección. Esa mañana habló del 70, del fraude, de la ANAPO, de lo que pasó en Colombia cuando los votos no fueron los que tenían que ser. Habló del M-19, de Bateman, de Fayad, de Ospina. De la gente que quería cambiar algo y que por eso se los llevaron. Algo que no se podía decir apenas unos meses después de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá y menos después de los problemas que tuvo el año anterior por hablar de los acontecimientos en Colombia luego del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y haber puesto en entredicho al gobierno por lo sucedido con el dirigente guerrillero Guadalupe Salcedo.

 

Los estudiantes escuchaban, absortos, confundidos, con los ojos muy abiertos. Salcedo no les decía lo que debían pensar. Les daba la base para que pensaran por sí mismos. Les decía que ser un buen estudiante jesuita no era solo sentarse, hacer los ejercicios y callar. Ser un buen estudiante era cuestionarlo todo, incluso el sistema que te lo daba todo, porque solo así uno podía entender la historia, la sociedad y la propia existencia. No lo hacía por ser un revolucionario, lo hacía por ser un hombre de pensamiento crítico.

 

A la mañana siguiente, los padres aparecieron con caras largas, temerosos. "¡Es adoctrinamiento!", gritaban, "¡Los quieren volver comunistas!" “¡nosotros no pagamos un colegio tan caro para que se vuelva subversivos!” ¿Y los chicos? Los chicos, empapados de esa especie de verdad que Salcedo les había dado, tomaron la decisión más rebelde de todas. Se reunieron con el rector. Por primera vez, los chicos del San Ignacio se atrevieron a cuestionar algo. No les importaba que el rector tuviera la cara de siempre, fría, imparcial. Ellos no querían silencio. Querían hablar, discutir, pensar, cuestionar.

 

"Eso es ser un buen jesuita", dijeron con firmeza. "No podemos dejar que nos enseñen a callar cuando hay algo que debemos entender."

 

El rector, quizás abrumado por tanta juventud pensante, aceptó. Salcedo seguiría, porque la verdad y el cuestionamiento eran más importantes que cualquier otro miedo. Y en ese momento, algo cambió. En ese colegio, que parecía tan estático, los estudiantes no solo aprendieron historia. Aprendieron a ser libres.

 

Dos años duró Salcedo dando su clase de historia, hasta que un padre enfurecido le dio el ultimátum: “O te largás del colegio o sales de tu casa con los pies por delante…”. Salcedo prefirió salir del colegio y en su última clase el profesor Salcedo, se levantó frente a la clase y, con una mirada que parecía perforar el tiempo, les dijo:

 

“El autoritarismo no es solo el régimen de un gobierno. Es el miedo que nos paraliza ante las injusticias, es la sumisión ante lo que nos imponen sin que podamos cuestionarlo. El fascismo no viene solo con botas y banderas, viene con las sonrisas amargas de aquellos que nos dicen qué pensar, qué leer, qué decir. Y nosotros, nosotros no podemos permitirlo.

 

La educación debe ser un espacio donde la libertad de pensamiento se nutra y crezca. Los invito a pensar con rigor, con pasión, con independencia. No acepten el silencio, no acepten la imposición. Porque es en el cuestionamiento donde reside la verdad, en la duda donde encontramos los cimientos de nuestra libertad. No permitamos que nos arrebaten ese derecho fundamental: pensar por nosotros mismos. Pero muchachos un padre de familia me dio a elegir entre salir del colegio o salir de mi casa con los pies por delante y prefiero mis pies en su lugar, los voy a extrañar, y espero que ustedes a mi”

 

Y con esas palabras, el aula quedó en un silencio profundo. Salcedo había hablado, pero no solo para defender su enseñanza. Había hablado para sembrar, en cada uno de esos estudiantes, la semilla de la libertad. La lección prohibida quedó marcada en ellos como una herida fresca, una herida que nunca cicatriza.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



RAICES DE LA MEMORIA

 

El viento no sopla en vano. 

En su andar errante recoge 

las voces de los que fueron, 

los que aún son, 

los que nunca dejaron de ser. 

Se aferran a los árboles, 

se enredan en las ramas 

como si la despedida 

fuera un juego interminable. 

 

La tierra, sabia y callada, 

se guarda los secretos en sus grietas, 

en cada semilla que despierta 

y en el aliento de los montes. 

No olvida, 

porque el olvido no existe; 

es apenas un silencio 

que se prepara para hablar. 

 

El agua no corre, 

ella danza. 

Flotan en sus curvas las historias, 

se retuercen los cantos de antaño, 

y en sus cauces serpentean 

las pasiones 

que un día incendiaron la vida. 

 

El fuego las reclama, 

las enciende, 

y en sus lenguas indomables 

revive las palabras 

que jamás se apagaron. 

Labran, en su resplandor, 

el grito de los sueños 

que aún no han nacido. 

 

Es allí, 

en la tregua del tiempo, 

donde sus nombres se susurran 

en el idioma de las hojas 

y los días se confunden con la eternidad. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Bateman, Iván Marino, Pizarro y Fayad


 

domingo, 24 de noviembre de 2024

PALABRAS


A veces,

las palabras juegan a ser hojas,

que se desprenden de los árboles

y flotan como mariposas en el aire

intentando llegar a ti.

 

Otras veces, 

son semillas testarudas 

que buscan el suelo perfecto 

en el rincón más suave de tu risa. 

Se esconden allí, 

donde tu voz las arropa, 

y despiertan en flor. 

 

Pero, amor, 

las palabras nunca son suficientes. 

Se tropiezan, 

se deshacen, 

se pierden en los laberintos del aire. 

 

Quisiera inventarlas, 

fabricarlas con el barro de mis sueños, 

que tengan tu color, 

tu aroma, 

tu forma. 

Quisiera que fueran agua, 

sed, 

y al mismo tiempo, 

el abrazo que te encuentra 

y nunca te suelta. 

 

Porque cuando callo, 

mi silencio también te llama, 

y en ese silencio, 

crecen las palabras 

que aún no sé decir.

 

Quiero las palabras correctas,

las que definan la luz de la mañana,

las que te canten al oído

canciones de amor y arrullos.

Quiero las palabras que te digan

con certeza,

que te amo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba

EL LLAMADO DE LA ESPADA

 

 

El aula del Liceo de la Universidad de Nariño estaba abarrotada. Eran las siete de la noche y, aunque el rumor de los profesores ausentes rondaba como un fantasma en los pasillos, nadie esperaba interrupciones. Afuera, la noche pastusa era fría, como si el Galeras exhalara una advertencia. Pero adentro, las pupilas de los estudiantes eran brasas a punto de incendiarse.

En el centro del aula, un muchacho flaco, de cabello desordenado y mirada de jaguar, se subió a la tarima improvisada: un par de mesas amontonadas bajo la luz temblorosa de un bombillo. Vestía un buzo azul desteñido y llevaba un cuaderno de tapas negras bajo el brazo. Era Sebastián, el que siempre estaba al fondo de las clases, escribiendo cosas que nadie entendía. Hasta esa noche.

Sebastián comenzó sin preámbulos.

-Compañeros -dijo, su voz cortando el murmullo como una navaja-, hoy no venimos a hablar de notas, ni de la biblioteca, ni de las huelgas que nos prometen pero nunca nos llevan a nada. Hoy venimos a hablar de un sueño que se hace realidad.

Los murmullos se apagaron. Era como si el frío se hubiera sentado a escuchar también.

-Hace años nos dijeron que Bolívar murió en Santa Marta, derrotado, traicionado. Que su espada se oxidó junto con sus sueños. Pero la espada sigue viva, compañeros. No está en los museos ni en los billetes. Está en nuestras manos. Y no es una espada para adornar discursos de políticos. Es una espada para luchar.

Algunos, los de las primeras filas, dejaron escapar un suspiro. Otros, más al fondo, se miraron, inseguros. Sebastián, imparable, continuó:

-Vengo a hablarles de la Democracia en armas, de la democracia real, vengo a traerles el mensaje del M-19. El M-19 no es solo un grupo armado. Es un grito. Es la memoria de Gaitán levantando su puño contra la oligarquía liberal y conservadora, es el eco de Camilo Torres diciéndonos que la revolución no es un poema ni un sermón, es la lucha de nuestros abuelos y nuestros padres por una sociedad más justa, es el clamor de los cristianos primigenios, los que acompañaron a Cristo mismo en su lucha por los más pobres. Es un acto de amor por el pueblo. Por los que siempre hemos sido nada, los de los pupitres rotos, de las botas gastadas, de los sueños aplazados.

La palabra revolución parecía tener peso. Sebastián hablaba con esa intensidad que no admite dudas.

-No somos marxistas-leninistas, pero somos revolucionarios. No somos peones de nadie, somos forjadores de nuestra historia. Somos hijos de esta tierra, de estas montañas, de este frío que nos cala los huesos. No queremos utopías importadas ni dictadores disfrazados de salvadores. Queremos democracia. Pero una democracia nuestra, nacida del hambre y del coraje.

El silencio en la sala era absoluto. Nadie miraba el reloj. Los ojos de los asistentes estaban clavados en aquel muchacho que, con su voz segura, parecía más un chamán invocando espíritus que un estudiante dando un discurso.

Sebastián abrió su cuaderno y leyó un fragmento:

- “La espada de Bolívar pasa a nuestras manos. Ya no es un mito, es nuestra arma. Y con ella, no descansaremos hasta lograr una segunda independencia, esta vez total y definitiva”. La espada no es solo un símbolo, es la manera en que le vamos a quitar al enemigo su poder y su manejo de la historia, desde hoy somos hacedores de historia, de nuestra propia historia que escribirán otros en otros momentos, porque ahora la tarea es hacerla.

Cerró el cuaderno. Su voz se quebró un poco al final, pero no de miedo, sino de algo que a muchos allí les costaba nombrar: esperanza.

Los aplausos no llegaron de inmediato. Fue más bien un rugido, un tamborileo de pies en el piso, una especie de terremoto que nacía desde los pupitres y se extendía hasta las paredes. Algunos se levantaron y gritaron. Otros suspiraron en silencio.

Esa noche, para muchos cambió su vida. Afuera, la luna se escondió tras las nubes, y el frío de Pasto se sentía más helado que nunca. Pero dentro del Liceo, había algo que ardía como el fuego que ni la noche, ni el miedo, ni el futuro podrían apagar.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

sábado, 23 de noviembre de 2024

NOCHE NUBLADA


 

La noche no es noche, es un muro. Un telón sin grietas, sin ventanas, sin fugas posibles. Las nubes negras, devoran las estrellas como un hambre vieja que nunca se sacia. Afuera, la ciudad bosteza en su insomnio: un perro que ladra a su sombra, los faroles de los autos que parpadean como si dudaran del camino, las hojas que arrastran su historia rota por el asfalto. Y aquí, en este cuarto que apenas respiro, tu ausencia se ha echado a dormir en mi cama. Su cuerpo ocupa el espacio que dejaste vacío, y su sombra, pesada, me cubre hasta asfixiarme. 

 

Pienso en tus brazos, en el hogar que inventaron para mí. Eran refugio y trinchera, escudo y bandera. Ahora solo queda este frío que no pide permiso y se instala en mi piel, en mi sangre, en mis huesos. Me siento como una casa abandonada, con las ventanas rotas y las puertas descolgadas. Y tu recuerdo, más que recuerdo, es un fantasma testarudo: no susurra, muerde. Se cuela en cada rincón, en cada grieta, y duele, porque no es memoria, es una ausencia viva que se niega a morir. 

 

El amor, nuestro amor, camina descalzo sobre el filo de un cuchillo. Lo escucho llamarme, pero su voz está quebrada, cansada, como si llevara días huyendo de algo que no puede ver, pero sabe que viene. Intento alcanzarlo, sostenerlo, pero se disuelve como la niebla, como la noche, como lo que siempre estuvo destinado a escapar. 

 

Y aquí me quedo, clavado en este instante que no es pasado ni futuro, atrapado en un presente que se repite como un eco sin fin. Lo único que deseo, lo único, es que esta ausencia aprenda a doler menos, que este amor, aunque herido, no deje de respirar. Que el amanecer, si llega, traiga algo más que su luz cansada. Que el sol, si se atreve, vuelva a iluminar lo que queda de nosotros.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos