miércoles, 30 de octubre de 2024

CANTO DE PALOMAS

 

Tic, tac, picotean las palomas en el suelo, 

tic, toc, danzan alegres tras las migas de pan. 

Tac, tac, sus alas susurran secretos de vuelo, 

mientras mi niño observa; su risa es un río. 

 

Las sombras juegan, se alargan en la plaza, 

tic, tac, saltan las palomas como estrellas fugaces. 

Mi pequeño sonríe; sus ojos son faros 

que brillan con la magia de un mundo encantado. 

 

Tic, toc, el sol acaricia su rostro, 

tac, tac, flotan sueños en el aire. 

Las risas se enredan entre las hojas, 

y el tiempo se detiene en sus carcajadas. 

 

Las palomas giran, un ballet de plumas, 

tic, tac, el eco del juego resuena. 

Mi niño se lanza, vuela entre risas, 

y el mundo, por un instante, se llena de paz. 

 

Tic, toc, en el corazón late la vida; 

tac, tac, en cada paso, un nuevo relato. 

Las palomas picotean en su andar ligero, 

y mi niño descubre la belleza de un abrazo. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

martes, 29 de octubre de 2024

DESPERTAR EN PASTO

 

La ciudad despierta con su piel cansada, tan cansada como los ojos que se abren a su niebla eterna. Está repleta de promesas rotas, de sueños que se esconden, temerosos, entre las sombras de cada calle. Pasto sabe guardar secretos, historias que nunca se dijeron en voz alta, ecos de lo que alguna vez quisimos ser y que ahora se diluyen en la humedad andina.

 

La gente avanza en silencio, como si el aire supiera cosas que nosotros ignoramos. Somos eso: pasajeros de un tiempo que no se detiene, que no nos espera ni se inmuta. Cada paso que dejamos en la acera es una despedida, un recordatorio de lo frágil que es el suelo bajo nuestros pies. En las vitrinas, nos vemos reflejados y ajenos, espectros de nuestras propias vidas, miradas esquivas que no buscan más que sobrevivir cada jornada.

 

Pero Pasto tiene esas noches largas que nos miran de frente, noches que saben de nosotros. Nos conocen en lo más oscuro, en el vértigo de la montaña y en el susurro de la selva lejana que abraza al río. En esta ciudad, los días se estiran hasta volverse extraños; aquí no hay descanso para quienes han hecho pacto con la vida. Pasto es andina, pero también pacífica y amazónica, y sobre todo, volcánica; es tierra que respira una calma que corta y un viento que susurra advertencias a quien se atreve a escuchar.

 

Y aunque caminamos juntos, aunque no nos miremos, cada quien lleva una historia sin contar, un grito contenido en los bolsillos. Tal vez, en algún cruce de miradas, en una esquina donde la noche aún no termina, reconozcamos el peso de vivir sin detenernos. Tal vez Pasto nos deja ir, porque sabe que sus calles siempre serán más largas que nuestros pasos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

lunes, 28 de octubre de 2024

MI PARTE DE ESTE ACUERDO

 

Me he sentado a negociar con el viento, 

a discutir los términos de la distancia, 

y he llegado a este pacto absurdo, 

donde lo mío, irrevocable, 

es la memoria.

 

Mi parte de este acuerdo 

es no olvidarte, 

guardar tus pasos en la arena, 

los rastros que dejó tu risa 

en las paredes de cada tarde.

 

Me corresponde entonces 

recordarte en cada esquina, 

en cada árbol desnudo, 

y dejar que el silencio entre en mí 

como el eco de tu nombre.

 

Prometo ser fiel a las sombras, 

a los rumores que dejaron tus manos 

en mis noches, 

aunque el tiempo me arranque las horas 

y la lluvia borre todos los caminos.

 

Yo cumplo, sin más,

mi parte del acuerdo

es inclaudicable.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


MONOTONÍA

 

Cada mañana, la monotonía se sienta a mi mesa, con su armadura de café y su daga invisible. Franquearla es hacer malabares con un suspiro y dos dedos en la frente, como si un simple ritual de cafeína fuera a romper el hechizo de sus sinrazones. A veces quiero invitarla a charlar, saber si ella también se cansa de ser lo mismo cada día, de dejar en la mesa la misma quemadura sobre el mantel. Pero no hablo; prefiero el silencio de esta ceremonia amarga, de este oscuro líquido que me encadena y libera, una y otra vez.

 

Ella, la monotonía, me mira y sonríe sin dientes. Al fondo, en el vapor que sube, puedo ver lo que me falta, lo que no cambia. Pero sigo bebiendo, sorbo a sorbo, convencido de que en el fondo de la taza hay algo que no he probado, algo más que café y sus miradas frías.

 

Así, nos miramos cada mañana, y es como si me viera en el reflejo de sus ojos grises: un fantasma adicto a la repetición, pero deseoso de esa chispa que no llega, de un derrumbe perfecto y desprolijo, que me hiere los ojos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 27 de octubre de 2024

CRISTO OBRERO

 

En la Bogotá lluviosa de los años ochenta, cuando la neblina de madrugada se colaba como un espectro entre los ladrillos húmedos y las luces de las calles apenas encendidas, dos monjas franciscanas, de rostros tan solemnes como los santos de yeso y manos endurecidas por el tiempo y el trabajo; se encontraron de repente en el umbral del destino. Como si un presagio más allá de lo humano les hubiera abierto la puerta, la Hermana Teresa y la Hermana Clara se vieron convertidas en inesperadas guardianas de cinco jóvenes guerrilleros, heridos y perseguidos como bestias en el monte, que escapaban del B2, la despiadada organización de inteligencia militar, que había jurado borrarlos del mundo de los vivos.

 

La caza había comenzado después de la audaz incursión en el Cantón Norte, un golpe certero que había dejado a la ciudad en vilo y en el que el M-19 se había apoderado de un arsenal que lanzaba una desafiante promesa al aire. Aquella misma noche, con los rostros ensangrentados y las almas cargadas de historia, los cinco llegaron al portón del convento en busca de algo que ni ellos mismos entendían.

 

La Hermana Teresa, que conocía las penumbras de la capilla mejor que sus propios sueños, no vaciló. Con el gesto imperioso y mudo de quienes han hecho un voto eterno, señaló la puerta escondida detrás del altar, que se abría hacia un cuarto de techos bajos y paredes de ladrillo tan antiguos como los relatos de las misiones. Un espacio secreto, destinado siglos atrás a dar cobijo a otros fugitivos de otros tiempos. Aquella noche, con la firmeza de quien sigue una orden del cielo, las monjas escondieron a los cinco guerrilleros en esa celda de silencio.

 

Así transcurrieron doce días en los que el tiempo parecía otro. En el mundo de allá afuera, los rumores y el miedo hacían su ronda. En cambio, en el silencio sombrío de aquel cuarto, la Hermana Clara se escabullía con sigilo cada noche, llevando tazones de sopa caliente y paños empapados para aliviar sus heridas. La Hermana Teresa vigilaba la puerta como una centinela de Dios, los ojos fijos en la cruz de madera que colgaba sobre el altar y los oídos atentos al menor susurro. Era un pacto mudo entre la vida y la muerte, entre el rezo y la rebeldía, que las dos monjas defendían con una lealtad imperturbable.

 

Los cinco guerrilleros, en su agotamiento, mantenían la mirada baja y las palabras medidas. Solo en una de aquellas noches, con una vela temblorosa que iluminaba su rostro, uno de ellos se atrevió a murmurar su verdad. Habló de sus compañeros caídos, de los ideales que perseguían y de un país que, en sus sueños, era un lugar justo, luminoso y sin cadenas. La Hermana Clara lo escuchó en silencio, sin mostrar en su rostro la pena que aquel relato le sembraba en el corazón.

 

En el duodécimo día, cuando el B2 por fin cesó de rondar por las calles, la Hermana Teresa llamó a los jóvenes y, con el mismo gesto con el que los había acogido, les dio su bendición. Luego les indicó el camino de escape: un túnel subterráneo que partía desde el subsuelo de la capilla hasta el otro extremo del barrio, una salida clandestina que los liberaría del acecho. Los cinco, con los rostros todavía marcados por el miedo y la gratitud, asintieron en silencio y desaparecieron en la penumbra de la madrugada, llevándose consigo una historia que la niebla mantendría bajo su manto.

 

Las Hermanas Teresa y Clara jamás volvieron a mencionar aquellos días. Para ellas, había sido un acto de fe en nombre de Cristo Obrero, defensor de los pobres y los perseguidos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LOS VOLCANES QUE ME CUIDAN


A falta de uno, tengo dos volcanes: el Chiles y el Cumbal. Los veo cada mañana desde la ventana de mi cuarto, vigilantes y altivos, sus picos cubiertos de niebla, como si el cielo los acariciara en silencio y conversara susurrando en sus oídos.


Mi abuelo siempre decía que los volcanes son el corazón de la tierra. Cuando era niño, me llevaba a sentarnos a sus faldas, y me contaba que, en sus entrañas, dormían espíritus antiguos. “Cuando uno ama con fuerza”, decía, “el corazón se convierte en volcán y arde sin quemar, como el Chiles y el Cumbal”.


Así crecí, aprendiendo a escuchar a los volcanes. En las noches claras, me parece oír sus palabras, sin prisa, que el viento arrastra hasta mi cuarto. Hablan en un idioma de fuego y piedra, y dicen cosas que no se pueden olvidar.


A veces, cuando el día se pone frío y gris, yo les cuento mis secretos. Les hablo de mis sueños, de mis miedos, les cuento de ti, cuando me sonríes y que siempre te veo pasar con tu falda de colores, tu ruana de lana cruda y esas trenzas que me hacen soñar. Ellos escuchan, callados, como si entendieran. Y en esos momentos, siento que mi corazón también guarda algo ardiente, como si estuviera hecho de lava.


Un día, me atreví a preguntarle al abuelo por qué los volcanes no explotan siempre, si tienen tanto guardado. Él sonrió y me dijo: “Es que, mi guagua querido, también ellos saben esperar”.


Desde entonces, guardo el fuego aquí dentro, igual que el Chiles y el Cumbal, porque algún día aprenderé a liberar mi propio volcán, en una sola llamarada, para iluminar tu mundo.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



sábado, 26 de octubre de 2024

ASÍ




Amar, como si el mundo dependiera de ello, como si cada latido fuera un grito del universo en nuestros pechos. Amar con la locura de quien ha perdido el miedo, con la piel que tiembla, con la mirada que desnuda. No hay espacio para cálculos ni reservas, es solo un hambre de ti, una urgencia que no pide permiso.



Amar sin guardar un rincón para el temor, sin sospechas ni miedos ocultos bajo la cama, sin economías del alma, sin sentimientos acorralados. Así, en la plenitud de quien no se guarda nada, amar como si cada instante fuera el último, como si nunca hubiéramos amado antes, como si nunca fuéramos a amar después.



No hay secretos en este amor, solo el temblor de la piel que recuerda, los suspiros que se pierden en la oscuridad, el deseo que llena el aire, como un incendio. ¿Más explicaciones? Amar es esto: es quemarse, es arder sin motivo ni fin. Así te amo.



Jorge Alberto Narváez Ceballos
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


martes, 22 de octubre de 2024

LA CASA DE LA CARRERA 26 CON CALLE 20

 

Esa casa no era solo un refugio de tapias de barro y ventanas abiertas; era una tierra pequeña, un reino de colinas y sombras, donde el tiempo corría lento y se perdía entre los corredores encerados. Allí, los nombres se recuerdan como el eco, y los recuerdos duermen en los rincones de los armarios gigantes de madera tallada de cada uno de sus cuartos, enredados en el ruido de las puertas y el eco de pasos en las duelas. El sol, que siempre intentó entrar, se detenía en el umbral, como si su luz no osara atravesar el silencio que envolvía todo.

 

Las piedras del patio, grises bajo la sombra de los muros blancos, guardaban las huellas de mis pies pequeños, y en el aire se mezclaban las risas fugaces que el viento, eterno y errante, llevaba consigo. Es como si esos pasos aún caminaran en otro lugar, en un tiempo suspendido, donde las huellas nunca desaparecen.

 

Las paredes, calladas y sabias, conocían mis secretos, los días de lluvia cuando el vidrio vibraba bajo el peso del agua, las noches interminables donde los sueños se hacían pequeños bajo la inmensidad de la oscuridad. No hablaban, pero decían tanto en su silencio, un lenguaje que solo se entiende en la lejanía, cuando ya se ha ido todo lo que era.

 

Olía a geranios florecidos que se desplegaban en la claridad del mediodía, crujía bajo mis pies en el suelo de madera, como si el tiempo mismo se rompiera en cada paso. Reía con el olor del carbón prendido en su cocina amable, y entre sus paredes blancas, como nieves perpetuas, la imaginación alzaba vuelo, trazando cielos que solo en mis recuerdos siguen existiendo.

 

Esa casa ahora se esconde en la bruma de la memoria, en ese rincón donde todo lo que fue sigue siendo, aunque mis manos ya no puedan tocarlo. Cierro los ojos y regreso, descalzo, sintiendo el frío del suelo que aún respira bajo mis pies, caminando entre las sombras de un pasado que no me abandona. Es como adentrarse en un sueño antiguo, atrapado en el manto de lo irrecuperable, de lo que, aunque perdido, nunca muere.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 




LA CASA TIENDA DE LA CALLE 18

 


El sabor del añejo en las empanadas es el recuerdo de niño al filo de la mesa de la abuelita Mercedes, en realidad mi bisabuela materna. La cocina siempre estaba invadida por el humo del café recién molido, que envolvía el aire con su aroma, la paila con aceite bien caliente que resonaba como cuando un aguacero cae en el tejado de zinc, al freír las empanadas, es un abrazo que llega desde tiempos que ya no recuerdo, pero que siempre está ahí, agazapado en las esquinas de la memoria.

 

En Pasto, cada navidad tiene ese ritual propio, el café con empanadas de añejo, es una tradición casi sagrada. Las melodías navideñas, que empiezan a sonar en septiembre, acompañan el chisporroteo del aceite caliente donde se fríen las empanadas. Y en las casas pequeñas, apretadas, todo el mundo cabe, como si el espacio se estirara para darle lugar a las carcajadas, a los cuentos repetidos que las abuelas lanzan al aire mientras mueven la paila para que las empanadas no se peguen o se quemen. Y eso, en la casa tienda de la abuela Mercedes, era un ritual.

 

“Es el añejo, mijo, lo que le da sabor a la vida”, decía siempre la abuelita Mercedes, mientras sus manos viejas y rápidas sellaban los bordes de cada empanada. En esos días no entendía bien lo que quería decir, pero algo en la forma en que lo decía me hacía sentir que había algo más profundo en cada mordisco.

 

Era en la navidad cuando el añejo se volvía eterno. Porque no era solo el sabor, no. Era el eco de las risas de mis primos, el rechinar del viejo radio de mi abuela sonando villancicos desafinados, el tintineo de las tazas de peltre cuando Florentina, su escudera, servía el café negro, cargado. Las empanadas se doraban al ritmo de las risas, de los recuerdos de lo que fuimos y de lo que seguimos siendo, atrapados entre las paredes gastadas de aquella casa que resistía el tiempo como un soldado en su trinchera.

 

Cada mordisco es como regresar al pasado. El crujido de la masa se mezcla con los recuerdos, con el frío que entraba por la ventana y se disipaba en el calor de la cocina. Las calles de Pasto, vacías por la noche, solo eran interrumpidas por las luces de navidad que colgaban de las ventanas como estrellas caídas, y en el corazón de esa soledad, la casa tienda de la abuelita brillaba allí en la calle 18, como la vida que latía alrededor de la mesa a mis cinco años, correteando un cuy para cargarlo y sentirlo tibio en mis manos con su corazón latiendo a toda velocidad.

 

Eran noches en las que, aunque no lo sabíamos, éramos inmortales.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

"Fogón"
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba 


lunes, 21 de octubre de 2024

VOLCÁN ETERNO

 

Me conviertes en la sombra que vaga entre tus sombras, 

en las más hondas pasiones que ocultas como la bruma 

a las montañas. Mi piel busca la tuya, 

como el viento se aferra a las hojas, 

como si de ello dependiera la luz 

que apenas se adivina en el crepúsculo.

 

Somos parte de esta fiebre que arde, 

un fuego que no cesa, que consume lo profundo 

de las noches, donde el silencio tiembla 

bajo cada beso, donde los ríos cantan 

y tu aliento me recorre como un eco 

que vibra en mis valles.

 

Caemos, como los ríos caen al vacío, 

sin fin, sin miedo, 

más allá de lo que los cuerpos pueden contener, 

somos un salto al abismo sin orillas, 

sin límites, donde nos devoramos como el agua 

que arrastra las montañas, 

y en esa locura de deseo, 

creamos mundos de sombras y fuego, 

donde solo existe 

el borde infinito 

del deseo que nos consume.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



GUACHUCAL




Aquí, el viento no solo acaricia la piel de la tierra; más bien, la envuelve con un murmullo ancestral, trayendo consigo las voces del Chiles, el Cumbal, y el Azufral. Es un viento frío, casi cristalino, que corta el horizonte como una plegaria lejana. Las nubes, densas y solemnes, reposan sobre la loma de Colimba, suspendidas en una quietud de siglos, como si estuvieran al tanto de secretos que solo conocen las alturas y el eco perpetuo de la tierra.



La hierba, en su verdor profundo, resiste el peso del tiempo, como si cada hoja supiera cantar su propia eternidad. En esas hojas, aún vive la lengua de los antiguos, resonando en cada rincón escondido, en los pliegues verdes donde el espíritu se alza con la fuerza serena de lo eterno.



Los ríos, trazando caminos secretos, son las venas vivas de esta tierra milenaria. Corren en silencio, pero su corriente lleva en sí las voces de los que ya se fueron, de los que caminaron esta tierra con los pies desnudos y el alma expuesta al viento. Arriba, las aves surcan el cielo con vuelo callado, desplegando su canto mudo, dejando en el aire la huella invisible de poemas sin palabras, trazos que guían al hombre hacia el infinito.



Aquí, en la meseta, el tiempo se disuelve. La vida y la muerte danzan en un ritmo tan antiguo como el mundo, y el horizonte se funde con la memoria, mientras las montañas, eternas vigías, esperan la llegada de otro día, un día verde y vivo, vivo y risueño a pesar del frío.



Jorge Alberto Narváez Ceballos



DEL MONTE A LA FIESTA

 

Julián bajó de la montaña como quien deja la piel vieja colgada de una rama. Ya no era el mismo muchacho que se había ido a pelear, machete y fusil al hombro, lleno de sueños de una patria liberada. Ahora tenía cicatrices nuevas y una mirada que lo decía todo sin necesidad de palabras. El monte le había enseñado a sobrevivir, pero ahora la pelea era otra. Pasto lo recibía con un abrazo de humo, luces y ruido, una ciudad rumbera a pesar del frío, que vibraba entre la salsa, el rock y el eco de las palabras de revolución, pese a su ancestro godo.

 

El M-19 le había dejado un propósito claro: seguir la lucha, pero en otro frente. Volvía a la universidad, a las aulas, a las reuniones clandestinas, a las paredes llenas de grafitis que gritaban "¡Viva la revolución!" mientras la policía se desplegaba con su Estatuto de Seguridad como escudo, reprimiendo cualquier intento de levantarse. La represión no era solo física, era mental, silenciosa, asfixiante. Pero Julián sabía que había algo más poderoso que los fusiles: la conciencia. La de los estudiantes que, como él, no querían morir callados.

 

“La revolución es una fiesta”, decía Álvaro, su compañero desde los días en el monte, mientras una botella de aguardiente pasaba de mano en mano. Estaban en una de esas fiestas de los barrios populares, donde la salsa y el rock convivían como si no existiera un abismo entre "Maniático amor" de Joe Arroyo y la distorsión psicodélica de Led Zeppelin. Álvaro era de esos que sabían que la música unía, que el baile, el sudor y la risa podían ser armas tan eficaces como las bombas molotov. Y Julián lo sabía también. Mientras veía a sus compañeros bailando, riendo, con los cuerpos agitados al ritmo de la salsa brava, entendió que esa también era su trinchera.

 

Tenemos que unirlos, Álvaro, dijo, alzando la voz por encima de la música. No solo con consignas, con ideas. La universidad es el terreno, pero la música es el cemento.

 

Así nació la semilla del nuevo movimiento estudiantil en Pasto, que además se nutrió de los sonidos andinos, hermanos del sur y de la nostalgia. No era la típica reunión secreta en un sótano oscuro, con los rostros tensos y el miedo a la vuelta de la esquina. No, esos encuentros eran diferentes. Las asambleas comenzaban con charlas sobre el Estado de Sitio, la democracia plena, la lucha armada, pero pronto el ritmo cambiaba. De las palabras se pasaba al baile, al sonido de nuevos ritmos. La salsa unía lo que la política dividía, el rock se infiltraba en las mentes con sus letras de rebeldía y sueños rotos; pero la música andina generaba conciencia y pertenencia.

 

Por las noches, después de las reuniones, Pasto ya dormía, pero al final del año y con el comienzo del nuevo, la ciudad se transformaba y comenzaba un ciclo mágico con el Carnaval. Las calles se llenaban de música, y los cuerpos jóvenes se sacudían como si cada movimiento fuera una declaración política. Había un poder en eso, una fuerza que no se podía medir con números ni estadísticas. Julián sabía que la policía, los militares, el gobierno mismo no podían entenderlo. A ellos les preocupaban las armas, las balas, los discursos inflamados. Pero ese movimiento era distinto. La revolución era una fiesta, y en la pista de baile se gestaba la próxima insurrección.

 

¿Te das cuenta, hermano? dijo Julián una noche, viendo a sus compañeros bailar entre risas. Aquí, entre las caderas y los pies descalzos, se está gestando algo que no podrán detener.

 

Era 1989, y el gobierno de Barco ya sentía que la juventud le respiraba en la nuca; más aún ahora que el EME había salido a la vida pública y convertido la Séptima Papeleta en un elemento de agitación en las calles, una promesa de cambio que no se podía ignorar. El país se estaba moviendo, pero en Pasto, el ritmo era distinto. Allí, la revolución tenía banda sonora, tenía baile. Y Julián, el mismo que había disparado en el monte y enterrado compañeros en silencio, ahora levantaba las manos al cielo mientras el ritmo de las zampoñas lo envolvía. En cada paso, en cada giro, estaba construyendo algo más grande que la guerra, algo que no moría con una bala.

 

“La revolución es una fiesta”, volvió a susurrar, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, la victoria no estaba tan lejos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos





domingo, 20 de octubre de 2024

DÍAS DE AMAR


Mis recuerdos son un film en cámara lenta al pie del volcán, la película interminable que proyecta imágenes en calles vacías, abismos de tiempo que no se llenan, como si el mundo hubiera decidido ponerle pausa al existir desde que te fuiste. El volcán sigue ahí, grandioso y mudo, como un espectador fiel que no interviene, dormido, pero siempre listo. Entre él y el cielo, solo las nubes, distantes, frías, igual que tú.

 

Y entonces, pum, los recuerdos revientan como una tormenta que no truena, pero pesa. Van llegando, como nubes cargadas, pero no son agua, son imágenes, son risas, son gritos y abrazos que nunca más serán carne. Intento correr, escaparme, como se corre de las malas decisiones, pero son más rápidos. Me arrastran, me aplastan, y las voces que traen son más duras que el viento, ese viento que arrastra hojas por las calles, esas mismas calles donde nunca más caminarás.

 

Te veo ahí, en un flashback que no se disuelve: tu risa, esa risa que en su día me encendió como una chispa de pólvora. Tu pelo, largo, negro, enredándose en mis manos como si fuera un himno de lucha. Tu voz, cantándome canciones de revolución, de un mundo que creíamos posible. Dúo Guardabarranco, Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa y luego Suigeneris, todos resonando mientras tus labios y los míos hacían coro, haciendo de la vida una sinfonía improvisada, la gota de roció.

 

Mis manos... antes las moldeabas, me dabas vida con una caricia, y ahora, ¿qué? Ahora están frías, duras, como si hubieran perdido el calor para siempre. Mis dedos buscan ese algo que se fue, esa sensación de estar vivo. Pero no, todo es frío, como una piedra bajo la lluvia. Me envuelve, se clava en mí, y aunque el volcán sigue ahí, hirviendo por dentro, ni eso me calienta.

 

Y los días... los días pasan, los veo como desde una pantalla. No los vivo, no, solo los dejo correr. Atrapado entre la película que nunca acaba y el vacío donde ya no estás.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



AMADA

(Poema de días de guerra)

 

Una gota de rocío 

se desliza en la hoja, 

como un secreto que la luna 

le contó a la madrugada.

 

El sol despierta, 

y la gota, 

tan tímida, 

se oculta entre las sombras 

del viento que pasa.

 

Las flores la miran, 

la guardan en sus pétalos, 

como un tesoro diminuto, 

brillante, 

frágil.

 

Un pájaro canta su llegada, 

y la gota responde, 

con un susurro de luz 

que desaparece 

en el abrazo del día.

 

Y así, la gota de rocío, 

en su silencio de cristal, 

se convierte en memoria 

de lo que fue, 

y en promesa 

de lo que vendrá.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 
Darwin Córdoba


sábado, 19 de octubre de 2024

LA ABUELA SUSANA



Las navidades donde mi abuela Susana siempre fueron una locura. La casa, enorme de tan llena, parecía un hormiguero humano. Doce hijos, cincuenta nietos, y cada uno con su propio drama, pero todos juntos, como si el mundo se fuera a acabar y la única salvación fuera ese tamal que mi abuela cocinaba con manos santas. Mi tía Rosa decía que esos tamales tenían magia, y yo le creía. Pero antes de que la comida llegara, el preludio eran dos o tres aguardientes que mi papá y mis tíos bajaban con cada grito de combate, aplaudiendo la danza de mi papá, “El negrito chocholeador,” quien hacía gala de su destreza en la pista de baile. Yo me sonrojaba, como si todos me estuvieran mirando a mí, y no a mi padre.



La sala se convertía en un festival improvisado, con música a todo volumen. Esa vieja radiola de mi abuela sonaba como una tromba, soltando clásicos de Afrosound. Y yo, con mis ocho años, me metía en el baile. Ahí estaba mi tía Hilda, con su vestido de flores, riéndose a carcajadas, tirando pasos como si el mundo le fuera a dar una medalla por cada vuelta. Me llamaba, "¡Vení, bailá conmigo!", y no había opción. Me llevaba a la pista, y aunque apenas llegaba a su cintura, me dejaba llevar por la música, mientras el resto de la familia hacía barra. "¡A ver, Jaimito, que saque a bailar a la Esperancita! ¡Y Héctor, salí de la cocina!", gritaban entre risas. El aguardiente aparecía de todos los rincones porque alguien ya había gritado: “¡Mucho verano!”



Afuera, el sonido de "Tiro al blanco" acompañaba como una banda sonora en esa película que guardo en la memoria, coloreada por mi imaginación. Los tíos competían para ver quién soltaba el mejor chiste, y cada uno hacía reír a carcajadas a los demás, cada broma terminaba con un grito de euforia. Pero a mí lo único que me importaba era seguir el ritmo, las vueltas con mi tía, el sonido de la cumbia mezclado con las risas y el aroma de los tamales. Esa era la esencia de la navidad: el caos, el calor humano, y yo, niño de ocho años, siendo el rey de la pista, aunque solo fuera por unos minutos.



Jorge Alberto Narváez Ceballos
https://youtu.be/HddfcGQG_cw?si=BdmTq6b19VTEYhii


viernes, 18 de octubre de 2024

DE NEGRITO HASTA EL PUPO…



El 5 de enero en Pasto, en los años 80, era una explosión de locura. El aire traía consigo el eco de trompetas y tambores, mientras la salsa lo envolvía todo como una niebla que te hacía moverte, te jalaba desde adentro. La ciudad entera se convertía en una pista de baile infinita, un torbellino de gente con pintura en el rostro, con cosmético en las manos, que digo en las manos, en todo el cuerpo; con ganas de perderse en el ritmo hasta olvidar quiénes éramos.



Salíamos como cada año, los mismos de siempre, un combo inseparable de amigos que creían que el mundo se acababa después del 6 de enero. Teníamos solo 50 pesos en el bolsillo, pero eso no importaba. Ese billete era más un amuleto que moneda: lo llevabas como si fuera una prueba de que la noche no necesitaba billetes para hacerte feliz. Y así era. La ciudad nos daba todo lo que necesitábamos. Pasabas por una esquina y la salsa te recibía con los brazos abiertos, como si los mismos Héctor Lavoe y Willie Colón estuvieran tocando ahí, solo para ti. Te dabas la vuelta y encontrabas una ronda de aguardiente que no pediste, pero que te llegaba de manos desconocidas, de corazones que solo querían verte bailar y reír.



Había algo en el aire que te hacía sentir inmortal, como si nada pudiera tocarte. Los bares no cerraban, las calles nunca se vaciaban y el frío de las montañas se olvidaba cuando el calor de la gente te abrazaba. Cada rincón tenía su propia fiesta, cada paso de baile te llevaba a otro mundo. Y no había apuro, porque el carnaval no tenía dueño ni relojes. La salsa sonaba por todas partes: Richie Ray, Bobby Cruz, Rubén Blades. No importaba dónde fueras, la ciudad misma latía con el mismo beat.



A veces, te encontrabas con amigos que no habías visto en meses, pero que parecía que nunca se habían ido. Las risas resonaban en las calles, y esa pequeña reserva de 50 pesos seguía intacta en el bolsillo. Es que, en el fondo, no necesitabas nada más. Ni billetes, ni grandes planes, solo el compás del son, la energía de los cuerpos moviéndose al unísono, la certeza de que la noche era interminable.



Al final, cuando el sol ya empezaba a asomarse tímidamente, regresábamos con los mismos 50 pesitos, con las piernas cansadas pero el corazón lleno. Y aunque el carnaval continuaba, sabíamos que el 5 de enero en la ciudad sorpresa, no tenía comparación; con la promesa de que la salsa, el sabor y la amistad durarían mucho más que cualquier amanecer.



Entonces en la puerta de la casa estaba mi mamá, me hacía sacar parte de la ropa y los zapatos, pasaba de una al baño a lavarme bien, detrás de las orejas y el pupo lleno de cosmético, bien sobado con esponja, antes de alistar la energía para la rumba del 6…



Jorge Alberto Narváez Ceballos




miércoles, 16 de octubre de 2024

DESPERTAR

Despertar

 

Camino liviano, 

sobre la piel fresca del suelo, 

y cada paso me anuda 

a un secreto remoto, 

a un murmullo eterno 

que brota desde la tierra.

 

Los árboles inclinan su susurro al viento, 

y yo, en sus sombras, río en silencio, 

sabedor de que cada hoja, 

cada hebra de luz, 

es un pequeño prodigio 

que el día despliega ante mí. 

 

Siento el latir de la tierra 

como una risa suave en el pecho, 

y el mundo se extiende, 

profundo y misterioso, 

en este día que nace para mí.

 

Hoy he despertado 

con un brillo inocultable en los ojos, 

como si una estrella solitaria 

hubiera caído en el cuenco de mis manos, 

y el eco de su fulgor iluminara 

los rincones de mi alma.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


 

 

martes, 15 de octubre de 2024

LA OTRA MITAD

La otra mitad

 

La mitad de la belleza,

me enseñaste,

no está en el sol que nace

ni en la luna que descansa.

La mitad de la belleza

está en el paisaje

que se posa en tus ojos

cuando miras con amor.

 

Los amaneceres más brillantes,

los atardeceres que se tiñen

de los colores que aún no existen,

no están allá, en las colinas lejanas,

sino en la sonrisa que dibujas

en las noches, en las tardes.

 

Los paraísos más increíbles

brotan en el rincón de tu risa,

en el eco de tus palabras

cuando te cuento mis sueños,

y tú, sin dudar, me dices que sí.

 

La mitad de la belleza,

la mitad de todo lo hermoso,

es tu manera de mirar al mundo

y, a veces, la otra mitad está

en tu manera de mirarme a mí.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Autor: Darwin Córdoba


lunes, 14 de octubre de 2024

EN CLAVE DE SOL

En clave de sol

 

Cada vez que tus ojos y los míos 

se encuentran como estrellas que juegan en el cielo, 

el mundo parece detener su marcha, 

y el universo se abre en silencio, 

dejándonos caer en su abrazo de colores. 

 

Es ahí, justo ahí, 

donde el paraíso se dibuja en tus pupilas, 

en la curva de tu risa que me dice: 

"Quédate un rato en mi mundo", 

y entonces el tiempo se vuelve suspiro, 

una caricia tenue que no pide nada. 

 

Nos basta ese instante, 

como si el amor naciera en el roce 

de nuestras manos que se reconocen, 

y en el latido sencillo de estar juntos, 

sabemos, sin decirlo, 

que no hay lugar más cercano al cielo. 

 

Cada día, así sea un instante, 

el paraíso nos encuentra, 

como el susurro de un secreto compartido, 

como un milagro cotidiano, 

en clave de sol.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba